Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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El estado de ánimo del locutor de radio era sombrío. Sus palabras de reflexión no calaron en Consuelo, ni su anuncio de un minuto de silencio por las víctimas del atentado. Abrió y cerró los párpados como si esperara encontrar una escena distinta cada vez, en lugar de la misma con ínfimos cambios.

La pastilla para dormir había ralentizado la adrenalina de su organismo. De haber estado más despierta, la aterradora sensación de desmoronamiento que había experimentado el día anterior habría pesado como un recuerdo demasiado intenso, y habría pasado de largo por la consulta de Alicia Aguado e ido directamente a trabajar. Pero aparcó el coche y dejó que sus piernas la llevaran escalera arriba. Su mano se unió a la blanca palma de Alicia Aguado en el momento en que sus caderas se encajaban entre los brazos del confidente. Desnudó la muñeca. Las palabras le llegaron de lejos y no las entendió.

– Lo siento -comentó-. Estoy un poco cansada. ¿Puedes repetirlo?

– Ayer por la noche, ¿pensaste en lo que te dije?

– No estoy segura de recordar lo que dije… ¿En qué me dijiste que pensara?

– En algo que te hiciera feliz.

– Oh sí, lo hice.

– ¿Has tomado alguna pastilla, Consuelo? Esta mañana no te veo muy despierta.

– Me tomé una pastilla para dormir a las tres de la mañana.

– ¿Por qué no podías dormir?

– Era demasiado feliz.

Aguado se fue a la cocina, preparó un café fuerte y se lo dio a Consuelo.

– Tienes que estar despierta en nuestras reuniones, de lo contrario no sirven de nada -dijo Aguado-. Has de estar en contacto con tu personalidad.

Aguado se quedó de pie delante de Consuelo, le inclinó la cara hacia arriba, como si colocara a un niño para darle un beso, y le presionó la frente con los pulgares. La visión de Consuelo mejoró. Aguado volvió a sentarse.

– ¿Por qué no podías dormir?

– Pensaba demasiado.

– ¿En todas esas cosas que te hacían «demasiado feliz»?

– La felicidad no es mi estado normal. Necesitaba un respiro.

– ¿Cuál es tu estado normal?

– No lo sé. Lo disimulo demasiado bien.

– ¿Escuchas tu propia voz?

– No puedo evitarlo. No tengo resistencia.

– Así que ayer por la noche no hiciste lo que te dije.

– Ya te lo he dicho. La felicidad no es mi estado normal.

– ¿Qué hiciste?

– Vi dormir a mis hijos.

– ¿Qué te dice eso del estado en que te encuentras?

– No es agradable.

– ¿Eres dura en tu trabajo?

– Claro, es la única manera de tener éxito.

– ¿Por qué el éxito es tan importante para ti?

– Es una medida más fácil…

– ¿Que qué?

El pánico constriñó la garganta de Consuelo.

– Es más fácil medir el éxito en los negocios que medirlo, o mejor dicho verlo… percibirlo… Ya sabes lo que quiero decir.

– Quiero que lo digas.

Consuelo se removió en su mitad del sofá, inhaló profundamente.

– Compenso mis fracasos como persona mostrándole al mundo lo bien que me van los negocios.

– ¿Qué es el éxito para ti, entonces?

– Es mi tapadera. La gente me admira por eso, mientras que si supieran quién soy en realidad, lo que he hecho, me despreciarían.

– Tus tres hijos, ¿duermen en habitaciones separadas?

– Ahora sí. Los dos mayores necesitaban su propio espacio.

– Cuando los ves dormir, ¿con cuál pasas más tiempo?

– Con Darío, el pequeño.

– ¿Por qué?

– Es el que siento más cerca de mí.

– ¿Hay mucha diferencia de edad?

– Es cuatro años más joven que Matías.

– ¿Lo quieres más que a los otros dos?

– Sé que no debería, pero sí.

– ¿Se parece más a ti o a tu difunto marido?

– A mí.

– ¿Siempre has visto dormir a tus hijos?

– Sí -dijo Consuelo, pensando en ello-. Pero sólo se ha convertido en una… obsesión en los últimos cinco años, desde que asesinaron a mi marido.

– ¿Veías a tus hijos de una manera distinta, respecto a ahora?

– Antes los miraba y pensaba: estas son mis hermosas creaciones. Sólo después de la muerte de Raúl comencé a sentarme junto a ellos… Durante un tiempo durmieron en la misma habitación… Y sí, fue entonces cuando comenzó el dolor. Pero no es un dolor malo.

– ¿Qué significa eso?

– No lo sé. No todo el dolor es malo. De la misma manera que no toda tristeza es terrible y no toda felicidad tan grande.

– Explícame eso -dijo Aguado-. ¿Cuándo no es tan terrible la tristeza?

– La melancolía puede ser un estado deseable. He tenido relaciones con hombres que me han satisfecho mientras duraron, y cuando acababan me sentía triste, aunque sabía que era lo mejor.

– ¿Cuándo no es tan grande la felicidad?

– No lo sé -dijo Consuelo, girando la mano que tenía libre-. Quizá cuando una mujer sale de unos juzgados y dice que se siente «feliz» de que hayan condenado al asesino de su hijo a cadena perpetua. Yo no llamaría a eso…

– Me gustaría que lo personalizaras.

– Mi hermana cree que soy feliz. Me ve como una mujer sana, rica y de éxito con tres hijos. Cuando le dije que venía a verte se quedó de piedra. Me dijo: «Si tú estás loca, ¿qué esperanza tenemos los demás?»-¿Pero cuándo ves que tu felicidad no es tan grande?

– A eso me refiero -dijo Consuelo-. Ahora debería ser feliz, pero no lo soy. Tengo todo lo que se puede desear.

– ¿Qué me dices del amor?

– Mis hijos me dan todo el amor que necesito.

– ¿De verdad? -preguntó Aguado-. ¿No crees que los niños consumen mucho amor? Tú eres la luz que los guía en su educación, les enseñas cosas y les das confianza para enfrentarse al mundo. Te recompensan con su amor incondicional porque están condicionados a ello, pero no saben lo que es el amor. ¿No crees que los niños son esencialmente egoístas?

– Tú no tienes hijos, Alicia.

– No estamos aquí para hablar de mí. Y no comparto todos los puntos de vista que expreso -dijo Aguado-. ¿Crees que la vida puede ser completa sin el amor adulto?

– Muchas mujeres han llegado a la conclusión de que sí -dijo Consuelo-. Pregunta a todas las mujeres maltratadas que hay en España. Te dirán que el amor puede matarte.

– Tú no pareces una mujer maltratada.

– Físicamente no.

– ¿Algún hombre te ha maltratado psicológicamente?

Un temblor estremeció a Consuelo y los dedos de Aguado saltaron de su muñeca. Consuelo pensaba que había sabido afrontar con desapego el contenido de esa sesión. Lo que había estado diciendo estaba en su mente, desde luego, pero allí permanecía, amurallado. Sin embargo había conseguido salir. Era como si las vacas locas se hubieran dado cuenta de que las rodeaban unas cercas de papel y hubieran salido de estampida por su cuerpo. Sintió el miedo cerval del día anterior. La sensación de derrumbarse… ¿o era el miedo a que algo que había permanecido encerrado se escapara?

– Tranquila, Consuelo -dijo Aguado.

– No sé de dónde viene este miedo. Ni siquiera estoy segura de que tenga que ver con lo que estaba diciendo, ni de si procede de una fuente distinta que de repente ha ido a parar a la corriente principal.

– Intenta expresarlo en palabras. Es todo lo que puedes hacer.

– He acabado recelando de mí misma. Estoy comenzando a creer que existe una gran parte de mi existencia que se ha mantenido satisfecha, o quizá confinada, por alguna ilusión que he creado para poder ir tirando.

– Casi todo el mundo prefiere ese estado ilusorio. Es menos complicado vivir alimentándose de la tele y las revistas -dijo Aguado-. Pero tú no eres así, Consuelo.

– ¿Cómo lo sabes? A lo mejor es demasiado tarde para echarlo todo abajo y comenzar a reconstruirlo.

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