– Para los árabes es fascinante porque no tienen lo que desean. La gente acomodada no quiere hablar de nada que la incomode.
– Yo soy una persona acomodada -dijo Diouri.
– ¿De verdad? -dijo Falcón-. Eres rico, pero ¿tienes lo que quieres? ¿Sabes lo que quieres?
– Yo asocio la comodidad con el aburrimiento -dijo Diouri-. Es posible que tenga que ver con mi pasado, pero no soporto dormirme en los laureles. Quiero cambio. Quiero un estado de revolución permanente. Es la única manera de asegurarme de que sigo vivo.
– Casi todos los marroquíes con los que he hablado se sentirían cómodos teniendo un trabajo, una casa, una familia y una sociedad estable en la que vivir.
– Si quieren todo esto, han de estar dispuestos a cambiar.
– Ninguno de ellos desea el terrorismo -dijo Falcón-, y ninguno de ellos desea un régimen talibán.
– ¿A cuántos has oído condenar los atentados terroristas?
– Ninguno los aprueba…
– Me refiero a una condena tajante -dijo Diouri con firmeza.
– Sólo a los que estaban convencidos de que los atentados habían sido cometidos por los israelíes.
– Ya ves, la mentalidad árabe es un territorio complicado -dijo Diouri, dándose unos golpecitos en la sien.
– Al menos el terrorismo no les parece honorable.
– ¿Sabes cuándo es honorable el terrorismo? -dijo Diouri, señalando a Falcón con su cigarrillo francés como si fuera una tiza-. El terrorismo se consideró honorable cuando los judíos combatieron a los ingleses por su derecho a fundar su estado sionista. Fue considerado deshonroso cuando los palestinos utilizaron tácticas extremas contra los judíos para reclamar las tierras y propiedades que les habían arrebatado. Los terroristas sólo son aceptables cuando se vuelven lo bastante fuertes como para que se los considere un movimiento de resistencia. Cuando son pobres y no tienen derechos, no son más que unos vulgares y crueles asesinos.
– Pero no es de eso de lo que estamos hablando -comentó Falcón, reprimiendo su frustración ante la manera en que había perdido el control de la conversación.
– Siempre lo será en parte -dijo Diouri-. La dura semilla de la injusticia deja su impronta en las entrañas de todos los árabes. Saben que lo que hacen esos locos fanáticos está mal, pero la humillación posee un extraño efecto en la mente humana. La humillación engendra extremismo. Fíjate en Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial. El poder de la humillación radica en que se trata de algo profundamente personal. Todos lo recordamos de la primera vez que nos pasó de niños. Lo que comprenden extremistas como Bin Laden y Al Zarqawi es que la humillación se vuelve realmente peligrosa cuando es colectiva, sale a la superficie y su desahogo tiene un propósito claro. Eso es lo que quieren los terroristas. Este es el fin último de los atentados. Lo que dicen es: «Si hacemos esto todos juntos, podemos ser poderosos».
– Y luego ¿qué? -dijo Falcón-. Os devolverán a los gloriosos días de la Edad Media.
– Retroceder al pasado -dijo Diouri, aplastando su cigarrillo en la concha de plata del cenicero-. Quizá valga la pena pagar ese precio si mitiga nuestra humillación.
– ¿Has oído hablar de una organización llamada VOMIT? -pregunto Falcón.
– Esa página web antimusulmana que tanto enfurece a la gente de por aquí -dijo Diouri-. No la he visto personalmente.
– Al parecer la página enumera las víctimas de atentados musulmanes contra civiles, no sólo en Occidente, sino también contra la población musulmana, como los atentados suicidas contra las nuevas fuerzas de la policía iraquí, las mujeres que mueren en asesinatos de «honor», y las violaciones en grupo de mujeres para infligir vergüenza…
– ¿Adonde quieres llegar, Javier? -preguntó Diouri amusgando la mirada-. ¿Estás diciendo que esa organización tiene un objetivo?
– Que yo sepa, de momento su único objetivo es llevar la cuenta.
– ¿Y qué me dices del nombre de la página?
– «Vomit» expresa disgusto…
– Sabes, en Occidente la vida de un musulmán no vale gran cosa -dijo Diouri-. Piensa en lo valiosa que era cada una de las 3.000 vidas de las Torres Gemelas, cuánto se ha invertido en los 191 viajeros de los trenes de Madrid o en las cerca de cincuenta personas que murieron en los atentados de Londres. Y luego fíjate en cuánto valen los 100.000 civiles iraquíes que perdieron la vida en el ataque previo a la invasión. Nada. No estoy seguro de que consten en ninguna parte.
¿Había alguna página web que enumerara las víctimas de la carnicería serbia en Bosnia? ¿Y las víctimas de los ataques hindúes a los musulmanes de la India?
– No lo sé.
– Por eso VOMIT es antimusulmán -dijo Diouri-. Señala los actos cometidos por unos pocos fanáticos y hace responsables de ellos a todos. Si me hubieras dicho que eran los responsables de la explosión de la mezquita de ayer, no me habría sorprendido.
– Se han hecho notar -dijo Falcón-. Nuestro servicio de inteligencia, el CNI, se ha fijado en ellos.
– ¿Y en quién más se ha fijado el CNI? -dijo Diouri, incómodo.
– Es una situación muy complicada -dijo Falcón-. Y estamos buscando gente inteligente, informada y bien relacionada que esté dispuesta a ayudarnos.
Falcón bebió té, agradecido porque le hubiera echado una mano. Finalmente lo había soltado. Casi no se podía creer que lo hubiera dicho. Ni tampoco Yacoub Diouri que, sentado al otro lado de la mesa recargada, parpadeaba.
– No sé si te he entendido bien, Javier -dijo Diouri, con la cara de repente sólida como una máscara de plástico y la voz carente de toda cordialidad-. ¿Te has atrevido a venir a mi casa a pedirme que espíe para tu gobierno?
– Desde el momento en que te llamé ayer por la noche sabías que esto no era sólo una visita de cortesía -dijo Falcón, manteniéndose firme.
– Los espías son los combatientes más despreciados -comentó Diouri-. No son los perros de la guerra, sino las ratas.
– Ni se me habría ocurrido proponértelo de haber creído por un momento que eras un hombre que se conformaba con todas las cosas en las que nos piden que creamos en este mundo -dijo Falcón-. Esa era la intención de tu discurso sobre Irak, ¿no? No sólo mostrarme el punto de vista árabe, sino también que te das cuenta de que hay una verdad más amplia.
– Pero ¿qué te ha llevado a creer que podías pedirme algo así?
– Te lo pido porque, como yo, eres promusulmán, proárabe y estás en contra del terrorismo. También quieres que haya un cambio, progreso, y no una vuelta atrás. Eres un hombre de integridad y honor.
– No relacionaría esas virtudes con la amoralidad del espionaje -dijo Diouri.
– Sólo que, en tu caso, tu recompensa no sería el dinero ni la vanidad, sino la fe en que ocurra un cambio sin violencia.
– Tú y yo somos muy parecidos -dijo Diouri-, pero tenemos los papeles cambiados. A los dos nos han hecho daño unos padres monstruosos. Tú has descubierto de repente que eras medio marroquí, mientras que yo debería haber crecido en España, pero me he vuelto marroquí. Quizá somos la encarnación de dos culturas entrelazadas.
– Con una historia muy amarga -dijo Falcón, asintiendo.
Sevilla. Miércoles, 7 de junio de 2006, 08:43 horas
La radio prometió a los sevillanos un día de calor achicharrante, con temperaturas superiores a los 40 o, una leve brisa procedente del Sahara que escocería los ojos, secaría el sudor y convertiría el edificio destruido en un serio peligro para la salud.
Consuelo aún estaba grogui por la pastilla que había tomado a las tres de la mañana, cuando se había dado cuenta que contemplar el aleteo de los párpados de Darío no iba a ayudarla a dormir. Como siempre, le esperaba un día ajetreado, en el que se abriría el paréntesis de sus sesiones con Alicia Aguado. Consuelo no pensaba en ellas. Las afrontaba con cierto desapego. Prestaba más atención a la estructura ósea de su cara y a la ajustada máscara de su piel, tras la cual esperaba poder seguir haciendo su vida.
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