Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– No puede presentarse en su casa con un coche de la embajada -dijo Pablo.

El diplomático les entregó unos cuantos dirhams para el peaje. Falcón dejó el aeropuerto y llegó a la autopista que unía Casablanca y Rabat. El sol estaba alto, y una neblina de calor difuminada las tonalidades del paisaje monótono y llano. Falcón se reclinó en el asiento, con la ventanilla abierta y el aire húmedo del mar lastrando el avance del coche. Adelantó camiones sobrecargados que pedorreaban un humo negro, con chavales sentados sobre los fardos envueltos en tela y las piernas enganchadas en las cuerdas de seguridad. En el campo, un hombre montaba un burro blanco y huesudo, al que azuzaba con un palo. De vez en cuando algún BMW adelantaba a Falcón, dejándole un parpadeo de letras árabes en la retina. Olía a mar, humo de madera, tierra estercolada y polución.

Aparecieron las afueras de Rabat. Tomó el cinturón y entró en la ciudad por el este. Recordó que tenía que girar después de la Société Marocaine de Banques. El asfalto cambió súbitamente a un sendero lleno de baches que conducía a la verja principal de la propiedad tapiada de Yacoub Diouri.

El hombre que estaba en la verja lo reconoció. Cogió el camino que llevaba hacia la casa, flanqueado de palmeras de Washington, y se detuvo delante de la puerta principal. Salieron dos criados con librea azul y ribetes rojos, tocados con un fez. Se llevaron el coche de alquiler. Acompañaron a Falcón a la sala de estar, que daba a la piscina en la que Yacoub nadaba sus largos matinales. Falcón se sentó en uno de los sofás de cuero color crema, delante de una mesa de madera con incrustaciones de madreperla. El criado se fue. Los pájaros revoloteaban en el jardín. Un chaval sacó una manguera y comenzó a regar los hibiscos.

Yacoub Diouri llegó ataviado con una chilaba azul y unas babuchas blancas. Un criado depositó sobre la mesa una bandeja de latón con una tetera llena de té con menta y dos vasitos y se fue. Yacoub tenía el pelo mojado. Lo llevaba largo y también lucía una barba corta. Se abrazaron con un entusiasta saludo árabe y se colocaron los brazos extendidos en los hombros, mirándose a los ojos y sonriendo. Falcón vio afecto y cautela en los de Yacoub. No tenía ni idea de lo que él podía ver en los suyos.

– ¿Prefieres café, Javier? -preguntó Yacoub, bajando los brazos.

– El té me va bien -dijo Falcón, sentándose al otro lado de la mesa.

La pregunta que Falcón tenía que hacerle le pesaba en la mente. Sentía un inusual nerviosismo entre ellos. Sabía que la franqueza española no iba a funcionar; hacía falta una dinámica más sinuosa, más filosófica.

– El mundo se ha vuelto loco una vez más -dijo Diouri en tono cansado, sirviendo el té con menta desde mucha altura.

– Tampoco estuvo nunca cuerdo -dijo Falcón-. No tenemos paciencia para el tedio de la cordura.

– Aunque, de manera extraña, sí hay un voraz apetito por el tedio de la decadencia -dijo Diouri, dándole un vaso de té.

– Sólo porque la gente inteligente del mundo de la moda nos ha convencido de que el siguiente bolso que elijamos supone una decisión crucial -dijo Falcón.

Touché -dijo Diouri, sonriendo y sentándose en el sofá que había delante del de Falcón-. Esta mañana estás muy agudo, Javier.

– No hay nada como un poco de miedo para afilar la mente -dijo Falcón, sonriendo.

– No pareces asustado -dijo Diouri.

– Pero lo estoy. Estar en Sevilla es diferente a verlo en televisión.

– Al menos el miedo despierta la creatividad -dijo Diouri, desviándose del camino por donde quería llevarlo Falcón-, mientras que el terror o la aplasta o nos hace correr en círculo como gallinas descabezadas. ¿Crees que el miedo que experimentaba el pueblo bajo el régimen de Saddam Hussein los hizo ser creativos?

– ¿Qué me dices del miedo originado por la libertad, con sus elecciones y responsabilidades?

– O el miedo causado por la falta de seguridad -comentó Diouri, dando un sorbo a su té y pasándolo bien ahora que sabía que Falcón no se iba a poner demasiado europeo-. ¿Alguna vez hemos hablado de Irak?

– Hemos hablado muchas veces de Irak -dijo Falcón-. A los marroquíes les encanta hablarme de Irak, mientras que todos los que viven al norte de Tánger odian el tema.

– Pero nosotros, tú y yo, nunca hemos tenido la conversación primordial acerca de Irak -dijo Diouri-. La pregunta es: ¿Por qué los estadounidenses lo invadieron?

Falcón se reclinó en el sofá con su té. Así era siempre con Yacoub cuando estaba en Marruecos. Así era siempre con la familia marroquí de Falcón en Tánger; con todos los marroquíes, de hecho. Té y conversaciones inacabables. Falcón nunca charlaba así en Europa. Cualquier intento era recibido con desdén. Pero esta vez iba a ser un camino de acceso. Tenían que dar círculos uno en torno al otro antes de que Falcón pudiera expresar la propuesta.

– Casi todos los marroquíes con los que he hablado creen que fue por el petróleo.

– Aprendes deprisa -dijo Diouri, reconociendo que Falcón se había adaptado rápidamente al estilo marroquí-. Debes de tener más sangre marroquí de la que crees.

– Mi lado marroquí es cada vez más prominente -dijo Falcón, bebiendo té.

Diouri soltó una carcajada, le hizo seña a Javier de que le acercara el vaso y le sirvió dos medidas más de té de las montañas.

– Si los estadounidenses querían hacerse con el petróleo iraquí, ¿por qué se gastaron 180.000 millones de dólares, cuando podían levantar sanciones de un plumazo? -dijo Diouri-. No. Esa es la manera superficial de pensar de lo que los ingleses llaman «el árabe de la calle». La gente que perora en los cafés cree que todo lo que se hace es para obtener un beneficio inmediato, y se olvidan de la urgencia con que se hizo todo. La invención de las Armas de Destrucción Masiva. Las arengas en la ONU para obtener más resoluciones. El llevar a toda prisa las tropas a la frontera. La velocidad con que se planeó la invasión, sin tener en cuenta las consecuencias. ¿Cuál fue el motivo de todo eso? ¿Dónde se iba a ir el petróleo iraquí? ¿Por el desagüe?

– ¿No fue más bien por el control del petróleo en general? -dijo Falcón-. Ahora sabemos un poco más acerca de las economías emergentes de India y China.

– Pero los chinos no habían hecho ningún movimiento -comentó Diouri-. Su economía no será tan poderosa como la estadounidense hasta 2050. No, eso tampoco tiene sentido, pero al menos no has pronunciado esa palabra que tengo que oír cada vez que asisto a una cena en Rabat y Casablanca y me sientan al lado de diplomáticos y hombres de negocios estadounidenses. Me dicen siempre que querían entrar en Irak para darles la democracia.

– Bueno, han celebrado elecciones. Hay un parlamento y una constitución iraquíes, y es el resultado de que la gente iraquí fuera a votar asumiendo un riesgo considerable.

– Ahí fue donde los terroristas cometieron un error político -dijo Diouri-. Se les olvidó ofrecerle al pueblo una opción que no incluyera la violencia. En lugar de eso dijeron: «Votad y os mataremos». Pero de todos modos ya los estaban matando cuando salían a la calle a comprar el pan con sus hijos.

– Por eso tienes que tragarte la palabra democracia cuando vas a una cena -dijo Falcón-. Fue una victoria para la «Ocupación».

– Cuando les oigo utilizar esa palabra les pregunto, en voz baja, debo añadir, que cuándo van a invadir Marruecos y librarnos de ese despótico rey y su gobierno corrupto e instaurar la democracia, la libertad y la igualdad.

– Me juego lo que quieras a que no se lo preguntas.

– Tienes razón, ya ves. No se lo pregunto. Pero ¿por qué no?

– ¿Por el sistema de confidentes de la seguridad del estado heredado de la época de Hassan II? -dijo Falcón-. ¿Qué les dices?

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