Los dos soltaron una carcajada.
– También me paso mucho tiempo pensando en ti. Creo que te debo una explicación.
– No es necesario, Esteban.
– Ya, pero tú me metiste en este viaje con Alicia, y tenemos esta curiosa relación que se entrelaza con Inés y Marisa. Así que quiero aclararte algunas cosas, si tienes la paciencia de escucharme. Lo que te voy a contar no son cosas muy bonitas, pero tú ya estás acostumbrado a eso.
Permanecieron en silencio unos instantes mientras Calderón se preparaba.
– Como sabes, hace cuatro años estuve a punto de perder mi carrera. Tuve que recurrir a todos mis contactos familiares, y los de Inés, para mantenerme en el edificio de los Juzgados. Inés fue fantástica en todo momento. Era fuerte. Yo era débil. Y, como sabes por tus casos de asesinato, Javier, el hombre débil está lleno de autoodio y desarrolla un pozo sin fondo de crueldad, que en justicia debiera desencadenar contra sí mismo, pero inevitablemente vuelve contra la persona más próxima a él.
– ¿Fue entonces cuando empezó todo?
– ¿Te refieres a las palizas? No. El odio, sí. Cuando Inés se casó conmigo y la balanza del poder se inclinó a mi favor, empecé a minarla con mis desmedidos devaneos amorosos -dijo Calderón-. Cuando estalló la bomba el 6 de junio los dos estábamos preparados para la violencia. Quiero decir: yo estaba preparado para darla y ella para recibirla. Yo me sentía suficientemente fuerte e irritado, y ella lo bastante frágil y humillada. No sé si no había algo sadomasoquista en el estado de nuestra relación. Cuando volví de casa de Marisa aquella mañana, podríamos haber tenido otra pelea más, pero esta vez ella quería ir más allá. Me provocó, y yo, inexcusablemente, entré al trapo.
– ¿Te provocó para que la agredieses?
– Probablemente la cosa no estaba tan clara en su mente; gritábamos y nos decíamos cosas a gritos, nos tirábamos cosas, y supongo que era el único escalón posible. Ya sabes lo importante que era la imagen pública para Inés, no podía asumir un segundo fracaso matrimonial. Y a mí me habría costado mucho separarme de ella. Lo que ella quería era que yo le pegase, para que me quedase lleno de remordimiento, y en ese proceso de ablandamiento volviésemos a unirnos. La sorprendí a ella y a mí mismo. No sabía que tenía esa rabia reprimida dentro de mí.
– ¿Sentiste algún remordimiento?
– En aquel momento, no. Comprendo que esto te resulte patético, pero me sentía inmensamente poderoso -dijo Calderón-. Haber maltratado a una mujer de cincuenta kilos hasta reducirla a un estado de sumisión y terror debería haberme consternado, pero no fue así. Posteriormente, después de que Marisa me dijese que se había enfrentado con Inés en los jardines Murillo, me indigné una vez más y le di una paliza aún peor. Y tampoco sentí remordimientos. Sólo locura y rabia.
– ¿Qué ocurrió después de aquella paliza?
– Deambulé por las calles diciéndome que se había acabado. No podía haber vuelta atrás.
– Pero ya sabías lo mucho que te iba a costar separarte de Inés -dijo Falcón-. Entonces, ¿se te ocurrió entonces… ese comentario en broma que le hiciste a Marisa sobre la «solución burguesa» al complicado divorcio?
– Sí. No fue exactamente así. Yo estaba enfurecido. Sólo quería librarme de Inés.
– ¿Y qué pasó? ¿Te pusiste en manos de Marisa?
– No -dijo, negando con la cabeza.
– ¿Por qué le diste a Inés la paliza más salvaje de tu vida por hablar pestes de una mujer a la que no querías?
– Al llamar a Marisa «la puta del puro», Inés me indicó lo que yo pensaba de ella -dijo Calderón-. Marisa era una artista, pero eso nunca me había interesado. Durante nuestra relación yo la traté como una puta. Gran parte del sexo que teníamos era así. Y Marisa me despreciaba. De hecho, bien pensado, me odiaba. Y tengo que reconocer que mi conducta era detestable.
– Entonces, ¿qué dices ahora sobre Inés y Marisa?
– Cuando viniste a verme la última vez, te dije que Alicia me había acusado de que odiaba a las mujeres. ¿Yo? Esteban Calderón. ¿El mayor donjuán del edificio de los Juzgados? Pues sí, eso es lo que descubrí: yo trataba a Marisa como a una puta y a Inés peor que a un perro. Y eso es lo que me ha costado asimilar.
Falcón asintió, miró al suelo.
– El primer atisbo de verdad que recordaba, el que realmente me tocó hasta el fondo, fue cuando recuperé la conciencia después del desvanecimiento y encontré a Inés muerta en la cocina. Fue entonces cuando vi el daño de mis palizas anteriores y eso me infundió pánico, porque sabía que mis evidentes palizas me convertían en el principal sospechoso de su asesinato -dijo Calderón-. Cada vez que recordaba aquella noche, siempre me concentraba en mi falta de intención de matarla.
– Porque ésa sería tu defensa en los tribunales -dijo Falcón.
– Exacto, pero lo que recordé en mis sesiones con Alicia fue que, al volver a casa y ver luz en la cocina, me molestaba la posibilidad de otra confrontación y deseé que desapareciera de mi vida, y entonces la vi tendida en aquel enorme charco de su propia sangre. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo podría haberla matado. Verla allí, bajo aquella luz terriblemente brillante, fue como enfrentarme a la imagen de mi propia culpa. Me desmayé con aquella visión y aquel pensamiento.
* * *
Al atardecer, Falcón se dirigió a la Jefatura. Todo el grupo estaba en el despacho. El ambiente era optimista. Habían tenido dos días de muchos éxitos. Serrano le dio una cerveza fría.
– ¿A que no te lo imaginas? -dijo Ramírez-. Elvira quiere verte.
– Cualquiera diría que ese tío no tiene mi número de móvil -dijo Falcón.
– Va a rehabilitarte en el cargo. -Lo dudo.
– Lo primero, Spinola -dijo Ramírez-. Díselo, Emilio.
– Registramos su piso y encontramos setenta y ocho gramos de cocaína, cuarenta gramos de heroína y ciento cincuenta gramos de resina de cannabis -dijo Pérez.
– Así que era consumidor de drogas -dijo Falcón, encogiéndose de hombros.
– Y… copias de todas las ofertas rivales para la urbanización de la isla de la Cartuja.
– Que también han aparecido en poder de Antonio Ramos, el jefe de construcción de Horizonte -acabó Ramírez.
– Qué suerte -dijo Falcón, asintiendo, bebiendo un trago de cerveza.
– El juez decano designó al juez de instrucción, que estuvo presente durante todo el registro del piso, y ha aceptado por completo nuestros hallazgos.
– ¿Y Margarita? -preguntó Falcón a Ferrera.
– Está en el hospital en Málaga -dijo-. Cuando descubrieron que Vasili Lukyanov se había ido a Sevilla, uno de los hombres de Leonid Revnik le dio una paliza muy fuerte.
– ¿Era su novia?
– No exactamente. Margarita era especial para él, no creo que ella lo considerase nada más, pero estaba en muy mal estado. Van a llamarme cuando se recupere lo suficiente para hablar bien. Tiene fractura de mandíbula, un brazo roto y fisuras en dos costillas.
– ¿El Pulmón?
– Ha identificado a Sokolov. Estamos en conversaciones sobre el apuñalamiento y el arma de fuego ilegal.
– ¿Y qué van a hacer con Mark Flowers?
– No le van a imputar la muerte de Yuri Donstov, pero se le ha acabado su estancia aquí en Sevilla -dijo Ramírez-. Lo van a mandar de vuelta a Estados Unidos, y allí tendrá que enfrentarse a un expediente disciplinario.
– Y la gran pregunta para mí -dijo Falcón-. ¿Qué ha sido de Cortland Fallenbach? ¿Estaba implicado en la conspiración inicial?
– Le han requisado el pasaporte -dijo Ramírez-, y ha contratado a un equipo de abogados para que luchen por recuperarlo. No sé. Sin Lucrecio Arenas y César Benito, será difícil de probar.
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