Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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Capítulo 32

Aquella noche calurosa no se quedaron mucho tiempo en Fez.

Las mujeres de la casa de Diuri no parecían muy atormentadas por la muerte de la madre de Barakat. Estaban mucho más preocupadas por la herida de Abdulá y confundidas por la presencia de un niño y un perro en la casa. Cuando Abdulá les dijo que la loca le había apuñalado, y encontraron la cuchilla ensangrentada todavía en la mano de la mujer, se horrorizaron. Falcón examinó la herida. Era un corte profundo en el músculo del hombro y, aunque sangraba mucho, la cuchilla no había cortado nada serio. Las mujeres trajeron alcohol y vendas. Falcón le vendó la herida, pero dijo que necesitaba puntos de sutura. Dadas las circunstancias, le dijo a Abdulá que era mejor hacer eso en Ceuta. Yusra y Leila se quedarían en Fez.

Los acompañaron al coche por los callejones de la medina. Consuelo no dejaba que Falcón llevase al niño. Le asustaba la total falta de animación de Darío, pero le alentaba la constancia de su pulso. Partieron para Ceuta a las 9.30 de la noche. Por el camino, Falcón llamó a Alfonso, el conserje del hotel Puerta de África, y le dijo que llegarían a la una de la mañana, hora marroquí, a la frontera, y que necesitaba ayuda para pasar. Abdulá se había cambiado la ropa manchada de sangre y había vuelto a ponerse la de luto. Llevaba el carné de identidad, pero se había dejado el pasaporte en Rabat. Consuelo había tenido la previsión de llevar los documentos de Darío. Falcón también le dijo a Alfonso que necesitaban un médico a la llegada al hotel y un par de habitaciones para lo que quedaba de noche.

En la frontera los pasaron a pie hacia el lado español, sin inspección oficial. Un taxi les estaba esperando. Darío todavía no se había movido. Tenía la inquietante flaccidez de una gran muñeca de trapo. El médico esperaba en el hotel y subieron directos a la habitación. Abdulá insistió en que atendiera primero a Darío. El médico levantó los párpados de Darío, le iluminó las pupilas con la linterna. Le auscultó el corazón y los pulmones. Examinó minuciosamente el cuerpo del niño y encontró pinchazos de aguja en la parte interior de los dos codos. Declaró que no le pasaba nada, aparte de que lo habían sedado mucho.

Echó un vistazo a la herida de Abdulá y dijo que tenía que acompañarle a su consulta para que le limpiasen y cosiesen bien la herida. Falcón y Consuelo lavaron a Darío en el baño y lo metieron en la cama. Durmieron con el niño entre los dos y se despertaron poco antes de mediodía con sus gritos. No recordaba nada de lo que había pasado. Recordaba vagamente que se lo llevaron de la tienda del Fútbol Club de Sevilla, pero no sabía cómo había sido ni quién lo había hecho.

Decidieron que Abdulá viajase con ellos y se quedase en Sevilla con Falcón hasta que las autoridades hubiesen esclarecido el asesinato de Barakat y la muerte de la madre. Cogieron un taxi hasta el hidroplano y llegaron al otro lado del estrecho a las 3.30 de la tarde. Volvieron a Sevilla, donde Falcón dejó a Consuelo y Darío en Santa Clara con la hermana de Consuelo y los niños, Ricardo y Matías. Abdulá y él se fueron a la Jefatura, donde entregó a Jorge la muestra de ADN de Barakat en el laboratorio forense y le pidió que comprobase si coincidía con alguna muestra de la base de datos de la Jefatura.

– ¿Sabes que te está buscando el comisario Elvira? -dijo Jorge.

– Siempre me está buscando. Me voy a casa a dormir -dijo Falcón-. Tú no me has visto.

Abdulá y él se fueron a casa. Encarnación les preparó la comida. Falcón apagó todos los móviles y desconectó el teléfono fijo. Durmió el resto de la tarde y toda la noche sin despertarse.

Por la mañana examinó la herida de Abdulá y la volvió a vendar. Desayunaron con calma en el patio, contemplando las losas de mármol. A mediodía llamó a Jorge y le preguntó si había hecho el análisis de ADN.

– Hay una coincidencia con Raúl Jiménez -dijo Jorge-. El ADN que me diste probablemente era de su hijo. ¿Te aclara algo?

– Interesante.

– Quizá también te interese saber que tu grupo está de enhorabuena. Anoche detuvieron a dos inspectores de obras en Torremolinos, a los que habían identificado por los discos de Lukyanov. Ya les han imputado el cargo de conspiración para provocar una explosión -dijo Jorge-. Esta mañana pescaron al propietario de un hotelito de Almería, que también resultó ser un electricista entrenado por el ejército en el manejo de explosivos. Llegará a Sevilla esta tarde. Ramírez ha intentado llamarte y el comisario Elvira sigue muy ansioso por saber dónde estás. Yo no he dicho nada.

Falcón colgó, llamó a Consuelo. Darío estaba jugando con sus hermanos y unos amigos en la piscina.

– Parece que no le ha afectado todo eso -dijo, asombrada-. Iba a pedirle a Alicia que hablase con él, pero no sé si le sentará bien.

– A ver qué te dice Alicia. No hay prisa -dijo Falcón.

Le comentó la coincidencia de ADN de Barakat con Raúl. Consuelo no entendía cómo Raúl Jiménez, su ex marido, podía ser el padre de Mustafá Barakat.

– El motivo por el que Raúl tuvo que salir repentinamente de Marruecos en la década de 1950 era que había dejado embarazada a la hija de doce años de Abdulá Diuri padre. Diuri padre había pedido a Raúl que se casase con la chica para preservar el honor de la familia. Raúl no podía, porque ya estaba casado, así que huyó. Diuri se vengó secuestrando al hijo pequeño de Raúl, Arturo. Y por algún motivo -sentimiento de culpa, o porque lo quería-, Diuri dio a Arturo el mismo estatus que a sus propios hijos con su apellido familiar. Así que Arturo Jiménez se convirtió en Yacub Diuri. Pero como la hija de doce años de Diuri había traído la deshonra a la familia, no permitieron que su hijo, que era hijo de Raúl, llevase el apellido familiar. Sin embargo, Diuri padre no lo rechazó del todo. Los estrechos vínculos entre los Diuri y los Barakat hicieron que el chico fuese presentado a la familia como Mustafá Barakat.

– Ese tipo de conocimiento en una mente un poco torcida pudo engendrar un tipo de odio especial -dijo Consuelo.

– ¿Y qué crees que debía sentir Mustafá Barakat ante la presencia de Yacub Diuri?

– Imagínate la amargura de la pobre chica ante su propio rechazo por ser mancillada por Raúl, y encima presenciar la integración de Yacub en la familia Diuri, mientras que su propio hijo era expulsado.

– ¿El perfil de un terrorista?

Consuelo invitó a Javier a cenar esa noche, y le pidió que llevase a Abdulá.

* * *

Falcón se desplazó en coche a la cárcel de Alcalá de Guadaira. Había llamado antes, así que Calderón ya estaba esperándolo en la sala de visitas. No fumaba. Tenía las manos firmemente apoyadas en la mesa, delante de él, para impedir que jugueteasen. Todavía parecía demacrado, pero no tan consumido como la última vez que lo había visto. No había recuperado la confianza en sí mismo, pero parecía más sólido.

– ¿Te has enterado? -dijo Falcón.

– Mi abogado vino ayer a verme -dijo Calderón, asintiendo-. Aun así, me imputarán cargos de agresión, pero…

Interrumpió la frase, miró la ventana alta de barrotes en lo alto.

– Vas a recuperar tu vida.

– Al final parece que sí -dijo-. Pero será una vida distinta. Tendré que intentarlo.

– ¿Qué tal te ha ido con Alicia Aguado?

– Ha sido duro -dijo Calderón, inclinándose hacia atrás, sujetando la rodilla con las manos-. Me paso gran parte del día pensando en mí mismo, y pocas cosas agradables. Alicia me dijo, en la última sesión, que era poco común que un paciente varón se analizase de un modo tan exhaustivo como yo. Le dije: «Esta última semana ha sido el período más largo de mi vida en que he afrontado la verdad». Lo dice un jurista, Javier.

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