Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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El trayecto a través de las montañas del Rif era muy bonito, pero también agotador, así que Falcón tomó la ruta de Larache y Sidi-Kacem. Tardaron tres horas y media, pero ganaron dos horas por la diferencia horaria, así que eran las cinco de la tarde cuando aparcaron en el garaje del hotel Bab Mansour de Meknes. Yusra, Leila y Abdulá esperaban en la zona del bar, bebiendo Coca-Cola. Las mujeres iban vestidas de negro, Abdulá de gris marengo. Yusra parecía serena hasta que vio a Falcón. Él se acercó, los abrazó a los tres. Les presentó a Consuelo, le dijo a Yusra que necesitaba hablar con Abdulá a solas un rato.

En la insulsa habitación de hotel de empresario, Falcón entregó la última carta de Yacub a Abdulá, que la leyó sentado al borde de la cama. Hasta entonces Abdulá había mantenido la entereza, jugando a ser el hombre de la familia. Con la carta se desmoronó. Inició la experiencia de lectura como un chico de dieciocho años y su efecto inicial fue retrotraerlo a la infancia. Se tumbó de costado en la cama y sollozó en silencio, con cara de bebé hambriento. Luego se incorporó, se secó las lágrimas de los ojos y se rehízo como un hombre de veinticinco años en un abrir y cerrar de ojos. Falcón quemó la carta en la papelera del hotel.

– Ahora no vamos a hablar de la carta -dijo Falcón-. Sólo ve asimilándola.

– Cuando oí su nombre en las noticias en Londres, no me lo creía -dijo Abdulá-. No podía creerme que hubiera hecho eso. Así que la carta ha sido terrible, pero también un alivio.

Abdulá se levantó y abrazó a Falcón.

– Tú has sido un buen amigo, Javier. Si no, mi padre no te habría confiado estas cosas. Si alguna vez me necesitas, puedes contar conmigo. Lo digo de verdad. Incluso de la misma manera que mi padre.

– Ni se te ocurra, Abdulá.

– No es que se me ocurra. Lo sé. Puedes contar conmigo -insistió Abdulá.

– Ahora necesito tu ayuda -dijo Falcón-. ¿Tu madre ha estado alguna vez en la casa de Diuri en Fez?

– Sí, claro. Va allí todos los meses. Lo consideraba uno de sus deberes como esposa de mi padre -dijo Abdulá-. Pero no debe saber lo que pretendes hacer. Le tiene mucho cariño a Mustafá. Como dijo mi padre, Mustafá era como un hermano para él, y así lo trataba ella.

– Y era un tío para ti -dijo Falcón.

– Pero un impostor -dijo Abdulá, mirando a Falcón a los ojos-. Lo que no te dijo mi padre en la carta es que Mustafá es muy carismático. Aparte de otras cosas, vende muchas alfombras. Los turistas lo adoran a pesar de que él los desprecia. Mi consejo es que no te enfrentes.

– Necesito que Yusra me lleve al interior de la casa de Diuri después.

– Eso es perfectamente posible. Será bastante natural para ella, dadas las circunstancias, ir a Fez y hacer el duelo con las demás mujeres de allí. Es algo que esperan de ella -dijo Abdulá-. La mujer que va contigo, Consuelo, ¿es la madre del niño?

Falcón asintió, asombrado por la transformación del adolescente de extremidades fláccidas, el que conoció en las vacaciones familiares un mes antes, en este joven centrado en que se había convertido durante la última media hora.

– Lo mejor es que mi madre y Leila no sepan nada sobre el niño. Las mujeres de la casa de Diuri se conocen muy bien y mi madre no es buena actriz -dijo Abdulá-. Se reunirá con la madre de Mustafá en cuanto llegue, y esa mujer es terrible. Puede que esté loca, pero no se le pasa nada desapercibido.

– De acuerdo, ¿y cómo puedo entrar en la casa?

– Yo la acompañaré, pero no participaré en la conversación. Me quedaré abajo y te dejaré pasar.

– ¿Conoces la casa?

– La conozco perfectamente. Cuando Leila y yo éramos niños nos dejaban allí jugando, y ya sabes cómo son los niños. Lo descubrimos todo. Todos los pasadizos secretos y escaleras de servicio. No te preocupes, Javier. Todo saldrá bien. Creo que es mejor que ahora vayamos por separado. Nosotros llegaremos a Fez como la familia de luto -dijo Abdulá, anotando su número de móvil-. Llámame cuando estés preparado y me aseguraré de que todo salga como la seda en la casa de Fez.

Volvieron a abrazarse. Abdulá se dirigió a la puerta, se calzó las babuchas. Falcón vio que su mente seguía dando vueltas.

– Nada me hará cambiar de opinión, Javier -dijo.

– Pero recuerda, Abdulá: tu padre sacrificó su vida para que no sufrieras lo que él tuvo que soportar -dijo Falcón-. Acabas de leer su carta. Él no quería ser espía, y tampoco quería esa vida para ti.

* * *

Al salir hacia Fez, el arrebol fulguraba al oeste, con el sol enrojecido ya bastante bajo en el horizonte. Falcón conducía en silencio.

– Casi oigo lo que se te pasa por la cabeza, pero no del todo -dijo Consuelo, al cabo de media hora.

– El problema de siempre -dijo Falcón-. La confianza. No sé si acabo de cometer un gran error al asumir que Abdulá es como creía su padre.

– ¿«Amigo»?

Falcón asintió, encendió los faros a medida que el sol desaparecía a sus espaldas. La luz en el interior del coche era extraña, con un cielo rosáceo detrás, la noche negra al frente, y el salpicadero reflejando su brillo en la cara.

– Acabo de presenciar una extraordinaria transformación de niño en hombre en el espacio de quince minutos -dijo Falcón-. Eso es lo que consigue el trabajo de los servicios secretos. Llegas a cuestionar la lealtad de todo el mundo. La reacción de Abdulá ante esa carta es…

– ¿No te parece sincera del todo?

– Sí y no -dijo Falcón-. Eso es lo que oías en mi cabeza. Para que podamos tener acceso a la casa de Diuri en Fez tengo que confiar en él. Tuve que decírselo todo. Me he colocado en una posición de vulnerabilidad ante él.

– ¿Había alguna alternativa?

– Inicialmente iba a pedirle a Yusra que me dejase entrar. Abdulá me aconsejó que no lo hiciera por motivos perfectamente plausibles. Pero cuando la gente hace tanto hincapié en algo, siempre queda una sombra de duda.

– No me lo estás contando todo, Javier. Ya veo.

Tenía que habérselo imaginado.

– Para que Darío esté a salvo, antes tengo que matar a un hombre. El tío de Abdulá.

Ella lo miró, su perfil, la mandíbula, el pómulo, la oreja, el ojo. ¿Qué le había hecho a este hombre?

– No, Javier. No puedes hacer eso. No puedo permitirlo.

– Hay que hacerlo.

– ¿Has matado a alguien alguna vez?

– Dos veces.

– Pero nunca has asesinado a nadie a sangre fría.

– No hay otra manera, Consuelo. Lo hago por Yacub tanto como por otra persona. Ocurrirá -dijo Falcón con firmeza.

– Abdulá lo sabe -dijo Consuelo-. Y si no es amigo, cuando vayas a matar a este hombre te encaminarás a tu propia muerte.

– Necesitamos un plan alternativo por si me equivoqué con Abdulá.

* * *

El Hôtel du Commerce estaba en la Place des Alaouites. Aparcaron por allí cerca y subieron a la habitación. No era de esos hoteles donde solía alojarse Consuelo, pero estaba justo delante de las puertas doradas del Palacio Real.

Se ducharon y se cambiaron de ropa. Ninguno de los dos tenía hambre. Se tumbaron en la cama, Consuelo con la cabeza apoyada en el pecho de Falcón. Falcón miraba el techo. Llamaron a la puerta.

Uno de los agentes de Pablo se identificó, miró con nerviosismo a Consuelo.

– Está todo bien -dijo Falcón, presentándola-. Ella tenía que saberlo.

El agente sacó una ligera chilaba marrón de la maleta pequeña de ruedas que traía.

– Ponte esto -dijo-. Tiene una capucha para taparse la cara.

Falcón se puso la larga chilaba hasta el tobillo, se tapó la cabeza con la capucha y se miró en el espejo. Los bolsillos de la chilaba permitían el acceso directo a sus pantalones. El agente atornilló un silenciador a una Glock de nueve milímetros y se la dio a Falcón. Le mostró que estaba plenamente cargada, con una bala en la recámara, y dónde estaba el seguro. Falcón se la metió en la pretina del pantalón. El agente desplegó un mapa a gran escala de la medina de Fez El Bali en la cama. Le mostró las puertas por donde iba a entrar, dónde estaba la tienda y la mejor ruta desde la tienda hasta la casa de Diuri. Le dio una foto reciente de Barakat, se la dejó mirar durante un minuto, luego se la devolvió.

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