Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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Desabrochó el toldo que cubría la popa y saltó al puente de mando. Insertó la tercera y la cuarta llave en el panel de arranque, que estaba en la parte derecha del cuadro de mandos, pero no encendió el contacto. Se quitó el suéter de los hombros y lo arrojó al asiento del copiloto. Abrió la escotilla de la cabina, en la que habían instalado un falso mamparo después de vaciarla. Yacub palpó el suelo por un lado y levantó el borde de la alfombra. Recorrió la madera con los dedos hasta que palpó el aro metálico encastrado y despegó un cuadrado de madera de treinta centímetros. Lo primero que encontró fue la linterna de bolsillo, la encendió, se la metió en la boca. Sangre de la barbilla en las manos. Sacó una brújula y un teléfono móvil, que encendió, y unos prismáticos. Lo único que quedaba era un interruptor del que partían dos cables de cobre. Luego vio los cinco bidones de combustible sujetos al mamparo, dos garrafas de cinco litros de agua y una fiambrera con comida.

El teléfono estaba listo. Un mensaje. Lo abrió, asintió, apagó el teléfono y lo arrojó a la cavidad camuflada. Se examinó el tobillo, que estaba inflamado y blando como un mango maduro.

Al salir enrolló el toldo, lo tiró dentro de la cabina, comprobó los armarios de popa, más bidones de combustible. Abrió las escotillas del compartimento de los dos motores. Delante del asiento del piloto, se familiarizó con los indicadores, interruptores, palancas y mandos. En medio del salpicadero estaba la pantalla del sistema de navegación por satélite, que no iba a encender hasta que saliese de las aguas territoriales españolas. Encendió el interruptor de la batería y los extractores. Esperó cinco minutos, comprobó que el cambio de marchas estuviera en punto muerto y la palanca de aceleración al mínimo. Activó el interruptor de seguridad. Giró las llaves de contacto en el sentido de las agujas del reloj. Los pilotos y las alarmas se encendieron un instante. Los pulsó para accionarlos en posición de inicio y los soltó. Se encendieron los motores con un ruido que parecía colosal en el silencio de la bahía.

El indicador de presión decía que el flujo de agua del motor era normal e inspeccionó por la borda los tubos de escape. Mientras se calentaban los motores, revisó la sentina y el compartimento de los motores, para comprobar que no hubiera filtraciones ni ruidos raros. Cerró las escotillas. Movió ligeramente hacia delante la palanca de aceleración para comprobar la respuesta. Correcto. Comprobó el cambio de marchas. Soltó amarras, se empujó para alejarse del embarcadero. Puso el cambio de marchas en posición de avance, a una velocidad muy baja, y se adentró en el mar abierto, que estaba casi tan plano como las aguas protegidas de la cala.

Hacía una temperatura agradable pero él seguía sudando, a pesar de la suave brisa refrescante. La primera parte de su misión tenía sus dificultades. No había sistema de navegación ni luna. Tenía que orientarse y salir de las aguas territoriales españolas. La brújula podía iluminarse pulsando un botón, y así lo hizo en una ocasión durante un minuto para comprobar el rumbo. Había luces en el agua: barcos pesqueros que tenía que esquivar. Él no llevaba luces. Mantenía el motor a bajas revoluciones. Paulatinamente se dibujó el litoral de la Costa del Sol. Las luces de Estepona aparecieron al oeste.

Tardó más de una hora en distanciarse tres kilómetros de la costa y sólo entonces aceleró un poco, sintiendo el brío de los dos grandes motores bajo la embarcación. Escudriñó la negrura por si venía algún pesquero, verificó el rumbo, se volvió para mirar al este las luces de Fuengirola, Torremolinos y Málaga.

El peligro ahora era otro. Ya no le daba tanto miedo que detectasen su presencia los guardacostas, pero se estaba adentrando en una de las rutas marítimas con más tráfico del mundo. Colosales porta-contenedores, con una altura de cuarenta o cincuenta metros sobre el nivel del mar, procedentes del Atlántico, o inmensos cargueros de gas natural licuado que hacían la ruta de Argelia a Sines, en la costa portuguesa. Si chocaban con él ni se enterarían. Escuchó y observó atentamente la oscuridad.

A treinta kilómetros encendió el sistema de navegación para ver dónde se encontraba. Se dirigía a un punto situado cuarenta y cinco kilómetros al sureste de Estepona y aproximadamente la misma distancia al nordeste de Monte Hacho, frente al enclave español de Ceuta, en el extremo nordeste de Marruecos. Estaba más al este de lo que preveía, pues la corriente era mucho más fuerte de lo que había calculado. Estaba a más de cincuenta kilómetros de su punto de encuentro y quedaban dos horas y media para el alba.

Tenía que confiar en sus instrumentos de a bordo. Ya no había línea costera que lo guiase. Puso rumbo al suroeste y aumentó las revoluciones. Comprobó todos los indicadores y le asombró ver que el combustible había caído a tres cuartos del total. Le habían dicho que el depósito tenía seiscientos litros de capacidad, que los bidones de reserva sujetos al mamparo de la cabina eran sólo para casos de emergencia. Mientras se ocupaba de este nuevo problema, un acantilado de metal negro emergió de la oscuridad y Yacub oyó el golpeteo rítmico de los inmensos motores. Giró a la derecha el volante del timón, aceleró, se distanció cien metros del casco altísimo de un carguero de mercancía seca. Volvió a relajarse. Temblaba. No se sentía competente en esta situación, no era buen conocedor del mar ni de los barcos, ni siquiera sabía nombrar las cosas con precisión. ¿Qué era una cornamusa? Se tranquilizó, desesperado por fumar. Le latía el tobillo. Volvió a sentir pánico mientras se enfrentaba a la desorientación, a un mareo repentino y un tremendo deseo de no estar en medio de un océano negro en algo que parecía un palillo, rodeado de rascacielos móviles. El barco se escoró y se bamboleó con la inmensa estela imprevista del buque que pasó. Recobró el aliento. No te hiperventiles. Estate atento a los instrumentos. Recupera el rumbo. Sigue adelante.

Mientras aumentaba la potencia, se estremecía ante la más leve modulación del ruido, toda variación del tono de la negrura que venía a su encuentro. El coraje lo seguía como una estela espumosa y burbujeante. Apretó con mayor firmeza el volante, se impuso una rutina. Miró el indicador de combustible. Había bajado del nivel de los tres cuartos. Este barco consumía ciento cincuenta litros por hora a una velocidad de crucero de cien kilómetros por hora. Dudaba que hubiera pasado de los cincuenta kilómetros por hora en todo el viaje, así que ¿cómo podía haber consumido ciento cincuenta litros? Miró la hora. Sólo llevaba dos horas en el agua. A lo mejor ese consumo era normal. Déjalo. No te obsesiones. Comprobó el rumbo, aceleró. El barco planeó. La oscuridad se escindía delante de él. Se le ocurrió pensar que no le haría gracia estar en un barco con un motor apagado y que lo aplastase un buque cisterna de gas licuado. Sentía la palpitación del pánico debajo del diafragma. Debiera haberse puesto un parche de nicotina, no recordaba cuándo era la última vez que había pasado seis horas sin fumar.

No mires el indicador de combustible.

El indicador de combustible iba por la mitad. Lo golpeó con un nudillo. Algo no iba bien. ¿Trescientos cincuenta litros en tres horas a la velocidad a la que iba? Desaceleró, centró la palanca del cambio de marcha, apagó los motores y el interruptor de seguridad. Silencio. Las olas golpeaban los costados del barco, que se movía torpemente en el agua. Se agachó a cuatro patas y olisqueó la cubierta. Se enchufó la linterna en la boca y abrió las escotillas del motor. Siguió olisqueando. ¿Iba a ser capaz de arreglar una fuga de combustible? Ni siquiera sabía si había herramientas a bordo. Comprobó si la sentina olía a combustible hasta que ya no distinguía ningún olor.

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