Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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– Así que Alfredo Manzanares les ha dicho que se vayan al carajo -dijo Ramírez-, y luego habrá llamado al jefe para decirle que sus altos ejecutivos estaban en una situación comprometida.

– Cortland Fallenbach lo sabía -dijo Falcón-. Estoy seguro.

– No reservó hasta después de que se cancelase la suite de Charles Taggart -dijo Ferrera-. No creo que esta noche estuviese inicialmente en su agenda.

– Valverde y Ramos han sido los principales contactos del alcalde y de la Oficina de Planificación Urbanística durante mucho tiempo, así que a Fallenbach probablemente le interesa mantenerlos aquí hasta que se firme el acuerdo -dijo Falcón-. Y luego quedarán despedidos.

Diez minutos más. Miraron fijamente la entrada de la suite presidencial donde habían visto desaparecer a los dos hombres. Nada.

– Mira a Belenki -dijo Ramírez.

El ruso estaba ligeramente inclinado hacia delante contemplando la noche como si empezase a sospechar que todos habían escapado de algún modo saltando la valla perimetral. Dio la vuelta y entró en la cochera. En ese momento Alejandro Spinola salió corriendo de la suite de Ramos. Era evidente que había estado esperando a que desapareciera Belenki y, como la suite de Ramos era el último bungalow del edificio principal, tenía que recorrer cien metros largos.

– Spinola se ha dado cuenta o le han dicho que Manzanares ha rechazado el acuerdo y no quiere que lo pillen fuera -dijo Falcón-. Quiere estar a salvo en un espacio público para dar a los rusos la mala noticia.

Belenki salió de la cochera, cruzó el sendero y atravesó el césped para cortarle el paso a Spinola.

– Vamos -dijo Ramírez.

– Espera -dijo Falcón-. Veamos en qué acaba esto. No tiene sentido correr por el hotel cuando podemos verlo todo desde aquí.

Las cámaras mostraban a dos hombres cruzando el patio. Belenki rodeaba a Spinola con el brazo, abrazándolo fuerte. Spinola estaba aterrorizado. Entraron en los baños situados junto a la galería de arte.

– No hay cámaras en los baños -dijo el jefe de seguridad.

– Cristina, plántate delante de la suite de Belenki con tu arma -dijo Falcón-. No quiero darle la oportunidad de que vuelva allí. Ramírez y yo iremos a los baños. ¿Podéis respaldarnos?

El jefe de seguridad asintió. Salieron de la sala. Las tiendas y la galería de arte estaban vacías, aparte de una encargada. Ramírez le dijo que esperase en recepción unos minutos. Sacaron las armas. Falcón abrió la puerta de los baños. Ramírez la cerró en silencio después de entrar. No había ni rastro de Belenki ni de Spinola. Una voz áspera, gutural, que hablaba buen español, salió del último cubículo. Era el retrete para discapacitados, que tenía una puerta más ancha.

– No sé cómo hacerte ver la importancia de esto, pedazo de mierda -dijo Belenki-. ¿Les dijiste que éste es el trato, o que si no hay trato se van a enterar?

No hubo respuesta, aparte de una especie de gruñido. Avanzaron hacia el cubículo. Falcón estaba de pie, listo para el ataque, empuñando el arma a la altura del hombro con ambas manos. Ramírez se preparó.

– ¿Qué? -dijo Belenki.

Un ruido crepitante de arcadas salió de Spinola.

– Lo que vamos a hacer ahora tú y yo es visitar a Alfredo Manzanares y explicarle la naturaleza de nuestro anterior acuerdo -dijo Belenki.

– Alfredo Manzanares no es el único problema -dijo Spinola, jadeante-. Cortland Fallenbach, el propietario de I4IT, está aquí. Es a él a quien hay que convencer.

– ¿Ah, sí? -dijo Belenki-. ¿Crees que se le podría convencer así?

Más gruñidos, respiración nasal jadeante.

Falcón asintió. Ramírez avanzó cuatro pasos y dio una patada en la puerta con un impulso tan salvaje que la estampó contra la pared alicatada con el ruido de un disparo de fusil. Belenki, con una madeja de pelo rubio sobre la frente, estaba en medio, del suelo, tenía la corbata de Spinola alrededor del puño y el hombre estaba suspendido, con las rodillas apenas rozando las baldosas. El arma de Belenki, que tenía adherido un grueso silenciador, presionaba con fuerza el interior de la boca de Spinola, de manera que la nuez de Adán estaba levantada.

Belenki soltó a Spinola, que cayó a su lado, como si el ruido que acababa de oír fuera un disparo que le había traspasado la garganta. Como tenía la corbata todavía alrededor del puño, la cabeza de Spinola pendía a medio metro del suelo.

– ¡Policía! Suelte el arma -dijo Ramírez, apuntando con la suya al pecho de Belenki.

Con intensos ojos azul claro, Belenki osciló la mirada entre Ramírez y Falcón, sopesando todas las posibilidades violentas. Soltó lentamente la corbata de Spinola como si se preparase para algún movimiento.

– ¿Quieres perder un brazo, Viktor? -preguntó Falcón.

Silencio y luego el arma traqueteó en el suelo. El cubículo parecía exhalar.

– Ven aquí -dijo Falcón, haciendo señas a Belenki-. Boca abajo en el suelo, con las manos detrás de la cabeza.

Belenki se agachó. Ramírez lo cacheó, encontró una pequeña arma de fuego en una funda tobillera.

– Las manos detrás de la espalda -dijo Ramírez, que a continuación lo esposó, y tiró de él para levantarlo.

Llamaron al jefe de seguridad. Falcón registró los bolsillos de Belenki, por si estaban ahí los discos. No había nada.

– ¿Quién está contigo, Viktor, aparte de Isabel? -preguntó Falcón.

No hubo respuesta.

– ¿No has venido solo, verdad?

No hubo respuesta.

– ¿Está contigo Leonid Revnik?

No hubo respuesta verbal, pero sí un leve ensanchamiento de los ojos.

– Llévalo al calabozo -dijo Falcón-. Empieza a interrogarle, José Luis. A ver si llegas a alguna parte. Yo me ocupo de éste.

Capítulo 27

Hotel La Berenjena. Martes, 19 de septiembre de 2006, 22.05

Alejandro Spinola seguía tendido de lado en el retrete de minusválidos, temblando, muy lejos ya de la imagen de hábil relaciones públicas de la Alcaldía. Tenía la boca conectada con las baldosas del suelo por hilillos de saliva sanguinolenta. Tenía arcadas y lloraba. Falcón se arrodilló a su lado, le dio una palmada en el hombro.

– ¿Todo bien, Alejandro? -preguntó Falcón-. ¿Te alegras de verme esta vez?

Asentimiento, con los puños embutidos entre los muslos, como un niño pequeño que se ha llevado la primera paliza en el patio del colegio.

– Bien -dijo Falcón-. Vamos a limpiarte.

Spinola se levantó junto al lavabo, se miró en el espejo. Tenía los labios cortados e hinchados, y había perdido un incisivo. Hundió la cara en sus brazos y sollozó.

– Lávate la cara, Alejandro. Tranquilízate. Tenemos que hablar antes de que empiece este acto.

Falcón ayudó a Spinola a quitarse la chaqueta. La camisa estaba tan empapada de sudor que el algodón era transparente. Mientras se lavaba la cara, Falcón pidió al recepcionista que trajera una camisa blanca. Spinola se quitó la corbata por la cabeza y deshizo el denso nudo. Se alisó la tela con dedos trémulos. Llegó una chica con una camisa. Spinola se la puso, se arregló el nudo de la corbata, se peinó y, mirando fijamente el espejo, se palpó los tiernos labios con las yemas de los dedos.

– Estoy acabado -dijo, y el estómago empezó a trepidar de emoción.

– Estás vivo y Viktor Belenki ha quedado fuera de juego -dijo Falcón, dándole palmadas en el hombro-. ¿Cuándo te comentó por primera vez sus planes de participación rusa en los proyectos de construcción de la isla de la Cartuja?

– En agosto -dijo Spinola, con un temblor incontrolable en los muslos-. Nos conocimos en Marbella.

– ¿Qué te dijo?

– Que tenían a Valverde, Ramos y al americano, Taggart, en vídeos donde aparecían follando con putas y consumiendo drogas -dijo Spinola-. Lo único que tenía que hacer yo era preparar el camino para que el consorcio I4IT/Horizonte hiciese la mejor oferta posible, y él se encargaría del resto.

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