A las 10:00 a.m. el embajador congregó a todo el personal de la Legación Alemana y les anunció lo mismo que Wolters le había comunicado a Voss la noche anterior. La apertura del discurso que siguió a continuación trataba de traición, deslealtad y terrorismo. Wolters, el encargado de disciplina del director del colegio, supervisaba a su lado la sala con ojos de ave de presa, hasta que todos clavaron la mirada en el retrato del Führer que colgaba sobre las cabezas de los dignatarios. Por último el embajador les conminó a regocijarse por la tragedia malograda y encabezó un exultante Heil Hitler! que hizo temblar las ventanas. Volvieron a sus oficinas como niños reprendidos en una asamblea del colegio. El mundo no había cambiado cuando regresaron a sus escritorios, pero ahora existía una corriente submarina negra e incierta. Una corriente que sería aleatoria en su búsqueda de un chivo expiatorio.
Voss se sentó a su escritorio; un chorrillo de sudor le corría desde la parte de atrás de las rodillas hasta el borde de los calcetines, pasando por los músculos de la pantorrilla. Se había despertado a las 5:00 a.m. en el sofá con la corbata todavía atada al cuello. Se la había aflojado hasta el pecho de un zarpazo y se había bajado el bulto que atenazaba su garganta para inhalar a chorros el aire que en ese momento era el más fresco del día, aunque sólo por una hora. Se había desvestido y al meterse en la cama había encontrado la fotografía boca arriba sobre la almohada. La dejó sobre el anaquel, se tumbó y captó un vago atisbo del olor de Anne en la almohada; hundió en ella la cara y después levantó la vista y miró entre los barrotes de la cabecera la pared de yeso; aquellas palabras le asaltaron de nuevo:
«Lazard y Wilshere sabían que eras un agente doble. Lazard me lo dijo anoche. ¿Significa eso que Wolters lo sabe?»
Se había duchado, afeitado y regresado desnudo hasta la cajonera para descubrir que en el cajón de arriba había una rendija abierta y que su cepillo se encontraba en una posición diferente. Le dio la vuelta y vio el único hilo de pelo largo y moreno, que ella había enrollado con cuatro vueltas en torno a los suyos.
Unas horas después les deseaba a Hein y Kempf unos animados buenos días. Feliz. Todo pensamiento lúgubre había sido desterrado al cofre negro metálico con las letras blancas impresas con plantilla, al fondo de la mente. En su lugar pensaba en campos de ranúnculos. Las sombras de las nubes que el viento arrastraba por delante del sol desfilaban sobre las flores con velocidad veraniega. Informó a Kempf y Hein sobre las dos personas que según Lourenço habían estado presentes en la Quinta da Águia pero seguían sin identificar. Los envió a que corrieran la voz por la calle y les dijo que todos los informes debían llegarle a él primero, y ninguno por escrito. Se trataría de una operación oral. Kempf y Hein se miraron. No existía tal cosa.
– Son órdenes directas del general de las SS Wolters -aclaró Voss. -¿Nada por escrito?
– Eso ha dicho. Él se encargará del informe escrito para Berlín cuando el asunto esté resuelto.
Kempf y Hein salieron de la legación y deambularon por cafeterías y bares oscuros, donde hacía falta un tiempo tras la luz cegadora de la calle para vislumbrar a los parroquianos que, al oír el recado de los hombres de la legación, apuraban sus vasos de vino y salían con tiento al calor sofocante.
Voss se quedó en su oficina, fumó y se consoló un poco pasándose el pulgar de la nariz hasta el pelo, arriba y abajo. Debía ser que sólo Lazard y Wilshere estaban al tanto de que era un agente doble. Que lo único que Wolters sabía era que Anne era la informadora situada por Wilshere para que los ingleses persiguieran al Beecham Lazard equivocado. ¿Cómo si no estaría sobreviviendo él a ese desastre? Nadie estaba al tanto de su presencia en la casa. Lourenço se había tragado la historia de Anne. Voss sobrevivía. Las horas siguientes eran cruciales, pero ¿qué llegaría de la calle? ¿Los habría visto alguien pasear por el Bairro Alto? El cigarrillo le temblaba en la boca. Dio una calada demasiado honda y se quemó los labios.
Esa mañana, cuando el sudor de la ciudad rezumaba de sus buhardillas, sus pensoes rijosas, sus cuartuchos viciados y sus bares oscuros, encontraron las calles exaltadas con la sangre nueva de las noticias frescas. Los miembros de esa extraña tribu bebieron de ella como caníbales que comen aquello que quieren apropiarse. Lo regurgitaron en la boca de otros, con nuevos bocados añadidos de sus propias inventivas. Los rumores crecieron y después se multiplicaron cuando entró una ambulancia marcha atrás en la Embajada Británica, esperó cinco minutos y después salió a toda velocidad, tocando la campana, de camino al Hospital Sao José. La ciudad bulló febril hasta la hora de comer, cuando aquellos que habían realizado su pequeña contribución apilaron sus huesos de aceituna, comieron su pescado y masticaron su pan. Excepto Paco.
Paco se despertó a las tres de la tarde, presa todavía de arcadas. Le encargó al chico que le llevara un jarro de agua con limón y sal. Se lo bebió haciendo de tripas corazón, llorando por lo ácido que estaba. Le revivió al instante. Bajó al patio con piernas temblorosas y se sentó como un paciente a la sombra. Encontró en un bolsillo un cigarrillo a medio fumar que le encendió el chico al llevarle una infusión. Habló con el chaval y, puesto que era el único que le trataba con consideración, el chico le contó cosas, todo lo que había pasado mientras estaba enfermo. Paco se recostó y supo que había llegado su ocasión, que ése era el momento del que le había hablado el inglés. Ahora era sólo cuestión de oportunidad y dinero.
El té le produjo sudores y pensó en volver arriba a tumbarse, pero en ese momento un portugués se dejó caer en la silla de enfrente.
– No te he visto esta mañana -dijo Rui.
– Estaba enfermo.
– Te lo has perdido.
– No creo.
– Podrías haber sacado algo. -Hay tiempo.
– De modo que sí sabes algo -dijo Rui-. Estaba seguro de que, si alguien sabía algo, ése era Paco.
– ¿Y qué sé? -preguntó Paco.
El portugués se apartó de la mesa para calibrar el estado mental de Paco, para ver si llevaba algo escrito en la cara. Le ofreció tabaco, un acto de generosidad que a Paco le pareció inusual.
– ¿Oíste lo de los asesinatos? -preguntó el portugués.
– Oí que hubo seis muertes. No sé cuántas de ellas fueron asesinatos.
– En Estoril murieron tres personas.
– En la Quinta da Águia… donde robaron.
– El marido mató al americano. La esposa al marido. Pero ¿quién mató a la esposa?
– Pensaba que había sido un accidente -dijo Paco.
– Más o menos.
– ¿El que se llevó el botín?
– Exacto.
– ¿No le han preguntado a la inglesa que vivía en la casa?
– No estaba. Andaba por ahí follando con su novio…, ese inglés que se pasea por el puerto… ¿Cómo se llama?
– Wallis -respondió Paco, y se retorció el puño contra la barbilla de modo que Rui supo, con toda certeza, que tenía cartas ocultas.
– En esto hay dinero, Paco.
– ¿De quién, y cuánto?
– De los alemanes, y depende.
– No de la PVDE.
– No.
– ¿Les interesa saber que la inglesa miente? -preguntó Paco, y Rui se quedó muy quieto-. ¿Que su amante no es Jim Wallis? -No lo sé.
– ¿Qué quieren saber?
– Las identidades de las dos personas que salieron de la Quinta da Águia la noche de los asesinatos.
– Yo puedo contarles algo a partir de lo cual serán capaces de sacar sus propias conclusiones.
– ¿Cuánto?
– Pero sólo hablaré con el general Reinhardt Wolters… Nadie más.
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