El Citroën se adelantó y aparcó cruzado sobre las vías en la Rua da Boa Vista; tenía el capó levantado pero nadie miraba el motor. Un hombre dio un paso adelante con la mano levantada para indicarle al tranvía que se detuviera. Voss se dirigió a la parte de atrás, se bajó corriendo y aprovechó la inercia para recorrer un tramo de la calzada. Vio que Kempf estiraba su puño enorme y le señalaba con el dedo, y oyó el chasquido contra los adoquines de las suelas de cuero de los tres hombres que dieron inicio a la persecución. Kempf no le preocupaba -pesado, y con el sistema infestado de sífilis, no iba a durar sobre ese terreno y con ese calor- pero los jóvenes que le seguían estaban en forma e inflamados del celo de Wolters. Atajó por un pequeño largo, subió travesas a la carrera y bajó sin perder el paso a la Rua do Poco dos Negros. Tenía delante mismo el tranvía que quería, el que lo llevaría por la Baixa hasta la Alfama. Extrañado, sintió que no le perseguían. No oía ninguna carrera a sus espaldas. Volvió la vista hacia una calle vacía y de repente pensó que iba a conseguirlo, que los había perdido. Se quitó la americana, la lanzó a un portal abierto y corrió, a grandes zancadas, sintiéndose fuerte, pletórico. Inclinó la cabeza hacia atrás, contempló el cielo pálido sobre el desfiladero de las callejuelas y sus pensamientos acelerados toparon de súbito con los estancados. Le temblaron las rodillas al pararse en seco. Miró el reloj. Eran las 5:15 p.m. Se había detenido entre los hilos de plata de las vías del tranvía. Volvió a mirar la calle vacía, apoyó las manos en las rodillas, hundió la cabeza y supo que estaba perdido.
Anne estaría en su piso.
Ellos iban a ir a su piso. La encontrarían y no se limitarían a matarla.
Paró un taxi que iba en la dirección contraria y le indicó al conductor que se dirigiera a la parte de atrás de los Jardines de Estrela. Se sentó con una franja de sol en los muslos y de repente se sintió al otro lado del nudo imposible. Se arremangó la camisa mientras el taxi paraba en la rotonda del pie de la Avenida Alvares Cabral. Pagó al conductor y entró en los jardines, de camino a la basílica. Atravesó a paso ligero el parque tranquilo, cálido y vacío: la sombra, el sol, el negro, el blanco. Sentía una extraña euforia y en otro momento se hubiese detenido a examinarla en su cabeza, pero esa vez lo sabía. Era feliz. Por Dios, era feliz. Y se acordó de lo que le había escrito Julius desde el Kessel de Stalingrado y supo por fin lo que quería decir. Era libre.
Salió de los jardines, atravesó la verja de hierro, levantó la vista y allí estaba ella en la ventana, esperándole como había supuesto. En ese instante supo que allí en la luz cegadora de la plaza, en el remolino que era el corazón de la ciudad paranoica, no estaba solo, y que lo demás no importaba.
Anne lo vio en cuanto salió de los jardines y lanzó su cigarrillo por la pendiente del tejado. Se asomó por la ventana, de rodillas sobre el respaldo del sofá. Iba a saludarlo con la mano, pero entonces vio que iba en mangas de camisa y que había levantando las manos por encima de la cabeza, algo bastante extraño. Fueron a por él, desde el otro lado de la plaza, la izquierda y la derecha. Apareció un coche de la nada. El no hizo amago alguno de escapar. Se quedó plantado como un héroe deportivo que esperara la adulación de la muchedumbre. Dejó el brazo izquierdo muerto a su costado y el derecho alzado en un saludo. Ondeó la mano en el aire y con ese gesto lo dijo todo: adiós y sal de ahí.
El coche frenó delante de él. Lo metieron dentro en una melé. Anne corrió a la puerta del piso y oyó que subían botas por las escaleras de madera. Fue al armario y cogió el paquete de cartas y la fotografía de la familia Voss. Salió al tejado encaramándose a la ventana de la buhardilla y se tumbó bajo el sol brutal mientras ponían patas arriba la habitación que tenía debajo, cincelando y tajando el aire con sus voces alemanas.
Encima el cielo se redescubría en un azul doloroso tras el lento blanqueo de la larga tarde. De los campanarios de la basílica despegó una bandada de palomas, llegaron a los jardines los primeros transeúntes de la noche y debajo, en la calle, un afilador tocó sus tristes acordes de flauta.
30 de julio de 1944
Esto no es un diario. No se me permite llevar un diario. Supongo que debe de ser la primera regla del espionaje. Sé que, si pretendo sobrevivir a esto, conservar la mente intacta y los nervios no tan a flor de piel como para erizarme como un gato ante el más mínimo movimiento, debo encontrar un medio de sacarlo de mi interior, si no todo, al menos una parte. Una válvula de escape para liberar la presión… ¿es eso a lo que me refiero? Ahora mismo es como un tumor que, al formar parte del cuerpo, aunque se trate de una estructura celular enloquecida, mi biología nutre y atesora. No puedo remediarlo. Cada vez le llega más riego sanguíneo. Aumenta y absorbe de todos los rincones como un embrión monstruoso. He intentado contenerlo. He intentado acordonarlo. He intentado encerrarlo en un ático como a una tía que hubiera perdido la razón. Pero he sido incapaz de cerrar la tapa, ha saltado entre las cuerdas, se pasea por la casa destrozando todo lo que cae en sus manos.
He intentado sacarlo al respirar, al hablar, incluso al vomitar, lo que fuera para detener lo que está haciendo, que es apoderarse de mí. Por las noches me tumbo boca arriba con el atado de cartas y la fotografía de los Voss sobre el pecho, y sólo el techo veteado frente a los ojos. Respiro de forma muy superficial. El aliento sale rezumando como el aire corrupto de un pantano y a través de ese hálito pronuncio las palabras, las palabras que son parte de él. «¿Estás vivo o muerto?» No pude seguir así mucho tiempo porque había dejado de parecer una pregunta sobre si KV seguía viviendo. Empecé a tomármelo como algo personal. Eso es… He sonreído, casi reído al releerlo. Quizás esto funcione, a pesar de que incluso ahora veo lo que estoy haciendo. Lo describo y describo lo que me hace pero no escribo lo que es.
¿Qué me ha pasado? Nada. No he padecido lesiones físicas más allá de un chichón. Sólo he visto y sentido cosas. Así funciona mi cerebro. De forma racional. Lógica. Sólo tengo dos semanas más que cuando salí de Londres. Peso y mido lo mismo. Existe tan sólo una diferencia física. Ya no soy virgen. ¿Pero eso qué fue? Un himen. Una membrana invisible. Apenas hubo dolor, quizás un poco de sangre; no manché las sábanas. No, lo que he llegado a reconocer es que más que vivir en un estado de expectativa, vivo en la esperanza. ¿Por qué tengo esperanza? ¿Por qué tengo una esperanza desesperada?
En aquel entonces, en aquella época distinta, aquella primera noche en el casino, Voss era tan sólo una presencia, nada más. Cuando acarreó a Wilshere a casa no era más que un cuerpo, que tenía una utilidad mecánica. No nos conocimos hasta que chocamos en el mar y después apenas hablamos. ¿Cómo fue que por estar a punto de ahogarme llegó a hacerse responsable de mi vida? Volví a verlo en la fiesta. ¿De qué hablamos entonces? Poca cosa. El destino, eso fue, ¿de qué otra cosa íbamos a hablar? ¿Qué me dijo? «Es como si Dios hubiese perdido el control del juego y los niños hubiesen tomado las riendas…, niños traviesos.» Dijo algo más pero ya en el fondo del jardín, algo sobre Wilshere y Judy. «¿Qué sabe nadie con sólo mirar?» Palabras de espía, o quizá no. También dijo algo más sobre eso. «Todos somos espías… todos tenemos secretos.» Sus padres los tenían. Los míos. ¿Qué sé de los míos? Estamos formados por nuestros secretos. Nos penetran como balas. No, no es eso. Como enfermedades. Las balas son un dulce alivio si te matan; si no, te dejan inválido. Se parece más a una enfermedad. Estás sano, y al momento siguiente, enfermo. Has cogido algo. Los secretos son una enfermedad emocional. O se soportan o no. La testarudez ayuda. Mi madre es testaruda. ¿Y yo? ¿Cuál es mi enfermedad?
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