Robert Wilson - En Compañía De Extraños

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Lisboa, 1944. Bajo el tórrido calor veraniego, mientras las calles de la capital bullen de espías e informadores, el final de partida de la guerra del espionaje se libra en silencio. Los alemanes disponen de tecnología y conocimientos atómicos. Los aliados están decididos a que los rumores de un «arma secreta» no lleguen a materializarse.
Andrea Aspinall, matemática y espía, entra en este mundo sofisticado a través de una acaudalada familia de Estoril. Karl Voss, agregado militar de la Legación Alemana, ha llegado, reconcomido por su implicación en el asesinato de un Reichsminister y traumatizado por Stalingrado, con la misión de salvar a Alemania de la aniquilación.
En la placidez letal de un paraíso corrompido, Andrea y Voss se encuentran y tratan de encontrar el amor en un mundo donde no se puede creer en nadie. Tras una noche de terrible violencia, Andrea queda atrapada por un secreto que le provocará adicción al mundo clandestino, desde el brutal régimen fascista de Portugal hasta la paranoia de la Alemania de la Guerra Fría. Y allí, en el reino helado de Berlín Este, al descubrir que los secretos más profundos no obran en manos de los gobiernos sino de los más allegados, se ve obligada a tomar la decisión más dura y definitiva.
Un thriller apasionante que abarca desde la Europa de los tenebrosos días de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín.

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Entró un criado para informarles de que los coches estaban listos. Anne ayudó a la condesa de camino a la salida y la dejó en el coche. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, ella se inclinó hacia delante y la cogió de la mano.

– Ten cuidado con el senhor Wilshere -le dijo-, o Mafalda hará que te deporten, como hizo con Judy Laverne.

La soltó. Anne cerró la puerta. El coche arrancó justo detrás de los otros. El cansado rostro a media luz de la condesa no se volvió: la noche, su amiga, la recibía por unas cuantas horas más hasta el inicio de otro interminable y radiante día de verano.

Anne dejó a Wilshere despidiéndose de sus invitados y se retiró a la terraza de atrás, donde fumó bajo la incómoda luz mientras sentía la súbita presión de todas esas vidas sobre la suya. Se alejó el último coche y las luces de la fachada se ahogaron en la oscuridad, reducidas a filamentos naranjas que relumbraban como insectos nocturnos. El olor a humo de puro precedió a un ascua de ceniza roja. Wilshere se sentó al otro lado de la mesa y cruzó las piernas. La tenue luz de la casa arrancó un destello del borde de su vaso cuando se lo llevó a los labios.

– Adiós a otro largo día en el paraíso -dijo, ahito de su dulzura empalagosa.

Anne no replicó; todavía recapacitaba sobre los acontecimientos brutos del día, en un intento de hacerlos netos, de concluir los beneficios, si es que los tenían. Habían pasado demasiadas cosas. Había demasiado que tener en cuenta. Tal era el estado de adulto. Se podía empezar a nadar contra el aluvión de sucesos e intercambios pero, al cabo de un rato, una se cansaba y dejaba que le pasara por encima hasta que al final, como a la condesa, la arrastraba por dura que fuera la roca de la que una estaba hecha.

– ¿Pensando en algo interesante? -preguntó Wilshere.

– Pensaba -respondió ella, y detuvo el vaivén del pie que le provocaba la irritación que se acumulaba en su interior-, me preguntaba, ¿por qué no para de vestirme como a Judy Laverne?

Surgieron las palabras con sus afilados bordes y ella las contempló maravillada mientras las puntas y cantos de las letras inclinadas propinaban sus golpecitos al rostro oscuro del hombre que tenía delante.

Se produjo un largo silencio, poblado tan sólo por el más quedo canto de los grillos, a lo largo del cual la presencia de Wilshere se intensificó con el enrojecimiento del brillo de su puro a cada calada.

– La echo de menos -dijo.

– ¿Qué le pasó? -preguntó Anne, pero sin amabilidad, todavía furiosa y al ver que no le respondía de inmediato, añadió-: Parece que hay algunas dudas. Esta tarde me han dicho que la deportaron, esta noche que murió en un accidente de coche.

– No hay dudas -aseveró él, con algo pegado a la garganta, humo áspero o emoción descarnada-. Murió… en un accidente de coche.

La oscuridad y el descenso del frescor catedralicio de la noche confirieron a la mesa el aire de un confesionario. Un ruiseñor entonó huecos compases de trino desde los altos árboles abovedados y el vaso de Wilshere se posó sobre la mesa. El puro parecía clavado en la noche.

– Habíamos discutido -explicó-. Estábamos en la casa de Pé da Serra. Habíamos cabalgado toda la tarde y después empezamos a beber. Yo whisky y ella, como siempre, coñac. El alcohol se nos subió a la cabeza y nos pusimos a discutir… no recuerdo ni siquiera por qué. Ella había ido en su coche de modo que, cuando se puso hecha una furia, se fue. Yo la seguí. Por lo general era buena conductora. Yo le dejaba conducir el Bentley siempre que quería. Pero, compréndelo, estaba furiosa, furiosa y borracha. Conducía demasiado rápido para esa carretera. Tomó una curva cerrada, se le fue el coche y salió disparada por el borde. Esa es una caída espanto-sa, espantosa. Aunque el depósito no hubiera ardido ella hubiese…

– ¿Cuándo fue?

– Hace unos meses. A principios de mayo -respondió él, y el ruiseñor calló-. Yo me había enamorado de ella, ya ves, hasta las cachas, Anne. Nunca me había pasado antes, y además a mi edad.

El modo en que lo decía y el brazo que estiró hacia el vaso le hicieron pensar a Anne que quizás el motivo de la discusión hubiera sido que Judy Laverne no se había enamorado de la misma manera o hasta el mismo extremo que él.

– Esa discusión -arrancó, pero Wilshere se levantó de un salto y sacudió la cabeza y los brazos, presa del pánico, como si sintiera que en algún punto hubiera cometido un desliz y hubiese olvidado quién era y dónde estaba. El ascua del cigarro rodó hasta una esquina de la terraza.

Wilshere se giró de espaldas al jardín y echó la cabeza hacia atrás para liberarse de los pensamientos no deseados. Anne apretaba los brazos de su silla con los codos y no vio lo que Wilshere distinguió en la ventana de arriba: el camisón blanco de Mafalda y sus palmas pegadas al cristal.

Wilshere puso a Anne en pie.

– Me voy a la cama -dijo, y le dio un beso; la comisura de sus labios tocó la de ella y le revolvió los órganos.

Anne, demasiado inquieta por todo lo que empezaba a saber, no estaba cansada. Cogió un par de cigarrillos de la caja y unas cuantas cerillas del recipiente de cristal. Se quitó los zapatos, cruzó el césped hasta llegar al sendero y bajó al cenador y la enramada. Se sentó bajo las frondas colgantes de la pasionaria, subió los talones al borde del banco y encajó un pitillo en la boca, con el mentón apoyado en las rodillas. Frotó una cerilla contra el asiento de piedra y se sobresaltó con el destello de luz. Sentado en un rincón, con los tobillos y los brazos cruzados, estaba Karl Voss.

– Así va a asustar a alguien, señor Voss.

– Pero no a usted.

Anne encendió el cigarrillo, apagó la cerilla de una sacudida y apoyó la espalda en el respaldo de azulejos.

– ¿Vigila esta casa el agregado militar de la Legación Alemana?

– No especialmente la casa.

– ¿A la gente de la casa, entonces?

– No a todos.

Un fino hilo de plata tiró con fuerza de su estómago.

– ¿Y qué va a pasar esta vez?

– No sé a qué se refiere.

– Se las arregla para estar siempre a mano, señor Voss.

– ¿A mano?

– Presente cuando se le necesita, en funciones de acarreo y salvamento, por ejemplo.

– Al parecer tengo mis utilidades -dijo él-. En cuanto a esta vez… ¿quién sabe?

Voss siguió la punta del cigarrillo de Anne. Sus labios, nariz y mejilla se encendieron al darle una calada y le dejaron ese fragmento facial grabado a fuego en la retina. Se registró en busca de palabras, como un hombre que ha escondido un billete en un lugar demasiado seguro.

– ¿Conoce bien al señor Wilshere? -preguntó ella.

– Lo bastante.

– ¿Lo bastante para cargar con él hasta casa cuando está borracho o lo bastante para no querer conocerle mejor?

– He hecho negocios con él. Parece honrado. Eso es todo lo que he necesitado saber de él hasta la fecha.

– ¿Vio alguna vez a su amante… Judy Laverne?

– Unas cuantas… no se escondían… al menos no cuando estaban en Lisboa. Frecuentaban bares y locales nocturnos sin ningún disimulo.

– ¿Qué impresión daban juntos?

Un largo silencio, lo bastante largo para que Anne acabara el cigarrillo y lo aplastara contra los bajos del banco de piedra.

– No pretendía que la pregunta fuera tan dura -dijo. -Enamorados -respondió él-. Eso parecían.

– Pero ha tenido que pensárselo -observó ella-. ¿Cree que era correspondido?

– Sí, pero ¿qué sabe nadie con sólo mirar?

A Anne eso le gustó. Demostraba comprensión de los lenguajes no hablados.

– Me queda un cigarrillo, sólo uno, si quiere compartirlo -le ofreció.

El tenía un paquete en el bolsillo pero se acercó y se sentó junto a ella. Anne le encontró la mano a tientas y dejó en ella el pitillo. La cerilla prendió entre ellos. Él le sostuvo el dorso de la mano exactamente como Anne se había imaginado que alguien lo haría. Después alzó una rodilla y descansó sobre ella la mano del cigarrillo.

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