– Nos mudamos aquí de una casa bonita del siglo xix de la Belforterstrasse porque la antigua se caía a trozos, las cañerías no funcionaban y la electricidad era una amenaza mortal, todo lo cual el Estado se negó a reparar. Insistieron en que nos trasladáramos aquí. Estaba nuevecito. Y ahora está igual de mal que las casas de hace cien años. Ha tenido suerte de que el ascensor funcionara, aunque los ocho pisos de subida suponen que uno se mantiene caliente cuando se avería la calefacción central y, por supuesto, los fontaneros estatales hibernan en invierno…, todo el mundo lo sabe.
La cena fue ligeramente mejor que la comida del hotel: tanto herr como frau Spiegel se disculparon por separado por la mala calidad de la carne.
– Hace poco el Estado se pasó a lo grande a la producción porcina -dijo Spiegel-, así que ahora no tenemos verdura y toda nuestra carne asquerosa se la venden al Oeste para hacer comida para animales.
– Sus pobres perros -añadió frau Spiegel.
Después de cenar Spiegel le indicó por señas que entrara en el baño y le preguntó si tenía divisa fuerte para prestar. Debía de haberlo hecho antes, porque no dio muestras de vergüenza ni humillación.
Le dijo que tendrían que encontrar un taxi cerca de la estación de S-bahn porque el chófer de siempre tenía la noche libre. Bajaron juntos y encontraron uno dando vueltas a la manzana. Spiegel habló con el taxista mientras Andrea subía.
El conductor no volvió por el mismo camino, sino que torció por Greifswalderstrasse y siguió adelante hasta que apareció un parque a la izquierda.
– Volkspark Friedrichshain -anunció.
Embocó el lado sur del parque y pasó por delante de una estatua.
– Estatua de Lenín -dijo el taxista, en mal inglés-. Nueva. Nikolái Tomski.
– Preferiría volver directamente al hotel -dijo ella. -No problema.
Puso rumbo al centro y se adentró en el barrio de Prenzlauer Berg.
– Teatro Volksbühne -anunció el conductor, y sus ojos se encontraron en el retrovisor.
– Hotel Neuwa, Invalidenstrasse -replicó ella-. Por favor.
– Pacten -dijo él.
A la altura del U-bahn de Senefelderplatz dobló a la derecha por Kollwitzstrasse, dejó atrás el cementerio judío y giró otra vez a la derecha para embocar Belforterstrasse, donde Spiegel le había dicho que vivía antes. El conductor dobló a la izquierda sin dejar de mirar por los retrovisores.
– Torre de agua -dijo-. Los nazis mataban gente en sótano.
Esa vez Andrea no dijo nada.
– Bien. Ahora relajada -observó el taxista.
Cruzó la Kollwitzplatz, siguió por la Knaackerstrasse y trazó una curva cerrada a la izquierda para entrar en una Mietkasern; pasó con rapidez bajo el arco de entrada, atravesó un patio y otro arco hasta aparcar en la penumbra total del segundo patio. Le abrió la puerta, la tomó del brazo y la condujo hasta la escalera.
– Último piso. Derecha -dijo-. Mano en la pared. Muy oscuro. Yo espero.
Andrea se estremeció, no de frío, sin querer, como si unos dedos le hubieran rozado las costillas.
El Leopardo de las Nieves vio la llegada del coche y se puso el pasamontañas. Había dispuesto dos pilas de bloques de hormigón a cada lado de la mesa como taburetes. Llevaba una linterna en el bolsillo. Oyó que se acercaban los pasos vacilantes, unos pies que tanteaban en cada rellano en busca del siguiente tramo. Bostezó hasta que le afloraron lágrimas a los ojos. Le sorprendía que su organismo pudiera segregar tanta adrenalina. Se caló la máscara.
Los pies llegaron al último piso y avanzaron por el pasillo. Encendió la linterna, la apuntó a los pies de la recién llegada y acarició con la luz los tobillos cubiertos por las medias. Cuando se detuvo le preguntó dónde estaban echados tres leopardos blancos y ella respondió. Guió a los pies hasta el interior de la habitación y dejó la linterna encima de la mesa. La niebla de sus alientos coincidía al borde de la luz tenue. Sacó un paquete de Marlboro y un mechero. Ella cogió uno. El Leopardo de las Nieves iluminó su cara con la llama amarilla y aceitosa de su encendedor de gasolina. Le tembló la mano. Ella la calmó. Él encendió su cigarrillo y prosiguió un largo silencio de los que rara vez se producen al inicio de un encuentro.
– Me avisaron de que llevaría máscara -dijo ella, para romper el hielo.
– ¿Le importa si le miro la cara? ¿Si se la ilumino con la linterna? -preguntó él.
– Si eso sirve… Tendremos que conocernos mejor a la larga… Espero.
Él la iluminó con la linterna desde varios ángulos. Andrea miraba al frente sin cerrar ni entornar los ojos. El delimitado círculo de luz temblaba en su mano.
– ¿Le importa si la apago un momento? -preguntó él-. Necesito oír su voz sin distracciones. -Está bien.
Apagó la linterna. Se quedaron a oscuras, a la única luz de las ascuas de sus cigarrillos. El corazón de El Leopardo de las Nieves era como el trueno, no había latidos diferenciados, tan sólo un tremendo bramido en el pecho.
– ¿Me conoces? -preguntó él.
– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó ella-. No sé qué cara tiene. -¿Qué sabe nadie con sólo mirar?
Silencio.
– Tú eres el experto -dijo ella-. Tú eres el espía.
– Todos somos espías -replicó él-. Todos tenemos secretos.
– Pero… pero tú eres el profesional.
– No retribuido. Recuerda. Por eso estás aquí.
– Ah, sí, el asunto -dijo ella, aliviada-. He traído su dinero. Veinte mil marcos occidentales.
– Ahora sí me reconocerás por mi voz, ¿verdad? -preguntó él-. Escucha con atención.
– No sé qué le ha hecho llegar a esa conclusión.
– Dicen que un niño siempre reconoce la voz de su madre.
– Pero yo no soy hija suya -dijo ella, y algo se estremecía en su interior, o más bien fuera, como si se tratara de un temblor de tierra, algo ajeno por completo-. ¿Podemos encender la luz ya, por favor?
– ¿Se aplicaría lo mismo a un amante? -preguntó él, sin hacerle caso-. ¿Entre amantes?
– No es lo mismo, ¿verdad? No es un vínculo de sangre.
– ¿Has estado enamorada alguna vez?
– No me he arriesgado a venir aquí para hablar de eso con un completo extraño.
– Desde luego. No para hablar de ese tipo de secretos… sino de otros… más aburridos.
Silencio de nuevo.
Él se quitó la máscara y la dejó encima de la mesa.
– ¿Tú responderías a la misma pregunta viniendo de alguien a quien no conoces? -preguntó ella. -Puede.
– ¿Has estado enamorado alguna vez? -Sólo una.
– ¿De quién? -preguntó ella, con el corazón indeciso acerca del siguiente latido.
– De ti… locamente.
Andrea tosió contra el súbito nudo de su garganta. Su cigarrillo oscilaba en la oscuridad.
– ¿Ahora me reconoces? -preguntó él. No hubo respuesta. -¿Me conoces?
– Sí -respondió ella, tras otro largo silencio-. No estoy segura de conocerme a mí.
– Hemos cambiado… -dijo él, casi indiferente, distante-. Es normal. ¿No es completamente normal? Yo tampoco soy como antes.
Cobró consciència de su frialdad y alargó la mano hasta encontrar la de ella.
– Déjame verte la cara -dijo ella. -Sólo te acordarás de la mitad. -Enséñamela.
– ¿Las buenas o las malas noticias?
– De donde vengo siempre pedimos las malas noticias primero.
El volvió el rostro hacia la derecha, encendió la linterna y la sostuvo a la altura de la mesa, de modo que cobró una apariencia espectral, espantosa, terrible.
– Esto son las peores noticias -dijo.
Volvió la cabeza para enseñar su otro perfil y ahí estaba Karl Voss, casi como Andrea lo había conocido. Le rozó la cara con la punta de los dedos y tocó los huesos, que seguían siendo prominentes, todavía vulnerables bajo la piel tersa.
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