17 de enero de 1971, Berlín Este.
Andrea se tumbó en la cama, sin dormir, siempre incómoda, siempre con una parte de su cuerpo destapada y fría porque la manta era demasiado pequeña, hasta que al final se acurrucó con las rodillas contra el pecho. Retorció y arrugó la sábana bajera, que también era demasiado corta. ¿Qué pasaba en ese país, torturaban a los huéspedes con ropa de cama?
Se habían besado, y aún notaba la mitad del beso en los labios. Una mitad tal y como la recordaba, la otra lisa y dura como un pico, pero no de pájaro, más bien de calamar. Qué extraño que no la hubiera asqueado cuando la idea resultaba tan desagradable. Su nueva huella.
Le había preguntado por qué trabajaba para los rusos y las mentiras se alinearon con sorprendente prontitud, listas para desfilar: en Portugal llegué a odiar el fascismo. Me hice comunista por resistencia al fascismo. Me repugnaba el imperialismo autoritario del Estado Novo. Perdí un hijo y a mi marido en el mantenimiento del imperio. Resultaba todo muy impresionante, pero no se valió de ello. Era del todo inaceptable, más que una deshonra, tratar de decir esas palabras ante su ojo sin ceja ni pestaña. Incluso la lealtad a Joáo Ribeiro, que había utilizado para derrotar a Gromov, parecía empañada al resplandor de esa linterna, entre sus caras a media luz, su aliento visible que se unía en el aire frío. Había empezado con su nueva línea de pensamiento, su necesidad de control, la necesidad que todos tenían de control, pero aun sin verlo con claridad supo que él no se estaba creyendo nada.
– Cuando estaba en Lisboa, Richard Rose no paraba de soltarme citas literarias -dijo él-. Una vez me recitó un verso de un poeta, que más adelante me identificó como Coleridge. No había oído hablar de él. El verso era «el secreto ministerio de la escarcha». Con qué silencio y disimulo la escarcha transforma el mundo. No sabemos que está pasando hasta que nos despertamos una mañana blanca e inmóvil y todo está congelado en su momento. A lo mejor se supone que eso debía ser una visión de belleza, no sé. Pero una mañana, antes de entrar en contacto con Jim, mientras estaba en el coche, de vigilancia, presencié el ministerio secreto de la escarcha. Había llovido y después la temperatura empezó a bajar. Pasó ante mis ojos, sin disimulo. El agua se endureció en las ventanillas, al principio en claras astillas de hielo que después, al intensificarse el frío, cristalizaron, se desdibujaron y emblanquecieron hasta que yo no podía ver el exterior y nadie podía ver el interior. Y me chocó, me llenó de un pánico ciego, descubrir que eso era lo que me había pasado. Había desaparecido bajo el secreto ministerio de la escarcha, era impenetrable, estaba en blanco… salvo que no era escarcha. Era odio. Me odiaba a mí mismo, lo que había llegado a ser.
Andrea se tumbó, fría en la cama, pensando en su madre, porque era más fácil pensar en ella que en una misma. Recordó la lejanía de su madre, su cara de luna blanca que escudriñaba escaleras arriba desde el recibidor a oscuras, esa dureza de sus mejillas, la frialdad de sus manos, la madre inalcanzable atrapada tras sus ventanas heladas. Había llegado a ver el odio que le tenía a Longmartin con toda claridad pero ¿lo había llevado alguna vez un paso más allá, como había hecho Voss? Quizás el padre Harpur lo supiera. Quizás a él le hubiese confesado que estaba traicionando a su país y de ese modo halló la salvación.
Irguió la cabeza, encendió un cigarrillo y apoyó un cenicero en el pecho. Ya se sentía diferente, quizás aún demasiado atenazada por el miedo para distinguirlo con claridad, pero empezaba a entender la sencilla belleza de las «paredes enjalbegadas» de la última carta de su padre a su madre. La limpieza. Había tenido suerte, ¿o era para ella un destino diferente encontrar a la única persona ante la que era posible que admitiese su vergonzosa debilidad? A la lóbrega luz que se filtraba por la cortina vio el modo en que esa debilidad la había formado. El modo en que había empleado sus puntos fuertes para ocultarla. El modo en que esa debilidad se había convertido en su secreto. Era una ecuación. Los secretos equivalen a debilidades. Dio una calada al cigarrillo y saboreó la ironía de que fueran sus secretos, esas debilidades, los que la habían hecho enigmática. Le conferían un halo de misterio y eso la hacía atractiva, de paso. Ciertos hombres, como Louis Creig, lo sabían y lo usaban para satisfacer sus necesidades depravadas. El resto eran infelices desinformados.
Llamaron a la puerta. Apagó el cigarrillo. Otra llamada, más apremiante. El le había dicho que los rusos irían a verla y que sería por la noche. Abrió la puerta. Un hombre entró y otro se quedó en el pasillo. El que había entrado se quedó de pie frente a la ventana, le dijo que había ido para llevarla ante el general Yakubovski y que debería vestirse.
El Leopardo de las Nieves la había observado al partir. No le había dejado quedarse la fotografía, más cautelosa esa vez y con motivo, además. Miró por la rendija de los tablones de la ventana y contó sus pasos por el patio hasta el taxista que la esperaba. Ese beso. Se tocó la mitad destrozada de la boca. ¿Le había repugnado ese beso? Algo se estremeció en su torso, una sacudida de dolor antiguo. Verla, abrir ese cofre negro, recuperar todos esos recuerdos tenebrosos. La muerte de su madre, tal vez, en la tormenta de fuego de Dresde. ¿Era eso? Se apoyó en la ventana, sin apartar el ojo de la rendija, mientras el taxi salía de la Mietskasern. Otro escalofrío. El dolor le azotaba el pecho. Tosió como si estuviera escondido y desesperado por que no lo oyeran. Cayó de rodillas y sollozó en el dorso de sus guantes, sobre los años de desconocimiento, sobre los años que jamás conocería y que era posible que no hubiera conocido nunca. Julius, su padre y su madre mirando los tres a la cámara, tras la sonrisa inquebrantable de su hijo.
Se serenó. Recogió las colillas y desperdigó la ceniza a pisotones. Tomó una ruta diferente para salir de esa Mietkasern y cruzó la Wòrtherstrasse para meterse en otra. Se dirigió al hinterhofy subió al tercer piso, refrescando una canción de Brecht; se caló el pasamontañas y llamó a la puerta.
– « Und der Haifisch, der bat Zàhne » -dijo la voz.
– « Und die tragt er im Gesicht » -replicó él.
En esa ocasión el hombre le ofreció algo de beber, lo cual significaba que no iba a ser una operación sencilla. Molle mit korn. Cerveza con aguardiente. No era la hora del día habitual, pero parecía apropiado. Se bebieron de un trago el aguardiente y echaron un sorbo de cerveza.
– ¿Está listo? -preguntó El Leopardo de las Nieves.
– Menos la fecha de entrada.
– Ya no necesito la fecha de entrada.
– Eso no va a abaratarlo, herr Kappa.
– Debería.
– Sé quién es -dijo el hombre-. He leído los periódicos. -Me sorprende que alguien como usted pierda el tiempo con esos panfletos.
– Es Grigori Varlamov. El físico. Va a dar un par de conferencias. Van a otorgarle una medalla en no se qué banquete y después ¿qué? ¡Hala por encima del Muro! Debe de estar loco, herr Kappa.
– No le pido que vaya con él. Limítese a hacer su trabajo.
– Esto está muy pero que muy lleno, herr Kappa.
– ¿Le he pedido que firme su trabajo? Nadie va a mirarlo ni a llamar a su puerta.
– Si se lleva a Varlamov al otro lado del muro las cosas se nos pondrán más feas a todos. Nadie moverá un músculo durante meses. -Hable claro.
– Me estoy privando de trabajo. -Ya casi ha llegado.
– Tengo gente pendiente. Gente que recogió su pase clandestino hace años… Confían en mí. -Siga. -Cinco mil.
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