Robert Wilson - En Compañía De Extraños

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Lisboa, 1944. Bajo el tórrido calor veraniego, mientras las calles de la capital bullen de espías e informadores, el final de partida de la guerra del espionaje se libra en silencio. Los alemanes disponen de tecnología y conocimientos atómicos. Los aliados están decididos a que los rumores de un «arma secreta» no lleguen a materializarse.
Andrea Aspinall, matemática y espía, entra en este mundo sofisticado a través de una acaudalada familia de Estoril. Karl Voss, agregado militar de la Legación Alemana, ha llegado, reconcomido por su implicación en el asesinato de un Reichsminister y traumatizado por Stalingrado, con la misión de salvar a Alemania de la aniquilación.
En la placidez letal de un paraíso corrompido, Andrea y Voss se encuentran y tratan de encontrar el amor en un mundo donde no se puede creer en nadie. Tras una noche de terrible violencia, Andrea queda atrapada por un secreto que le provocará adicción al mundo clandestino, desde el brutal régimen fascista de Portugal hasta la paranoia de la Alemania de la Guerra Fría. Y allí, en el reino helado de Berlín Este, al descubrir que los secretos más profundos no obran en manos de los gobiernos sino de los más allegados, se ve obligada a tomar la decisión más dura y definitiva.
Un thriller apasionante que abarca desde la Europa de los tenebrosos días de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín.

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Gromov sacó una bolsa blanca de papel arrugada de las que daban en las confiterías. Se la ofreció a Andrea, que la rechazó con un movimiento de la cabeza. El ruso pescó una pelota de rugby amarilla en miniatura con sabor a sorbete de limón y se la metió en la boca. Se paseó la chuchería por el paladar ruidosamente.

– Usted me dio la lista de Cleopatra -dijo-. En ella aparecía un nombre que no debiera haber constado. Cuando envié esa lista a Moscú me dijeron que el general Lothar Stiller, que era el encargado de la seguridad personal del secretario general Walter Ulbricht, no tenía permiso para tomar parte en esa operación.

– ¿Era?

– Stiller no presentó ninguna explicación susceptible de salvarlo -explicó Gromov, y Andrea palideció-. No, no, no… Nada que ver con su información. Más adelante he llegado a saber que ya estaba condenado a muerte. Fue la KGB la que le pasó su nombre a Cleopatra. Su presencia en la lista de Londres no era más que una especie de trámite para legitimar su ejecución.

– ¿Ante quién?

– Ante los alemanes del Este, por supuesto. Si les damos pruebas terminantes de que su hombre es un traidor, de que está fichado como traidor en Londres, no hay discusión posible.

– ¿Por qué quería Moscú librarse de Stiller?

– Era una deshonra para el comunismo y, debido a su corrupción o generosidad, como prefiera, poseía una base de poder amplia y muy extendida dentro de la Stasi. Y eso es todo lo que estoy dispuesto a contarle por el momento. El suceso tiene una vertiente política que no puede comentarse. A lo que voy es que los problemas de El Leopardo de las Nieves comenzaron tras la muerte de Stiller.

– ¿De modo que ahora investiga los contactos de Stiller?

– Ya le he dicho que eran amplios y muy extendidos. Hemos empezado un proceso de investigación pero hay centenares de personas implicadas y, dado que Varlamov llegará a Berlín Este en las próximas treinta y seis horas y le otorgará al SIS veinticuatro horas para sacarlo, disponemos de muy poco tiempo. Hace falta tiempo para sonsacar a la gente. Su actuación será más rápida y directa.

– ¿De verdad espera que me lo crea? -preguntó Rieff.

– Ya le dije a mi contacto que no se lo creería -dijo Schneider, que acababa de explicarle a Rieff la Operación Cleopatra a grandes rasgos, sin teoría ni mención alguna a Stiller, sólo que los americanos la habían montado para comprar información soviética con la certeza de que recibían desinformación de la KGB a partir de la cual los servicios de inteligencia aliados esperaban extraer conclusiones que les dieran una idea general de la verdad.

– Es absurdo.

– Es el extremo al que hemos llegado en el… impasse -argüyó Schneider; eso pareció llegarle a Rieff, porque dio un pequeño respingo en su asiento.

– Sería propio de la KGB, ¿sabe? -dijo.

– ¿El qué? -preguntó Schneider, removiendo con desaliento el tosco azúcar cubano en su café solo y flojo.

– Que la KGB montara una operación sin informarnos y sin mostrarnos los resultados.

– ¿Qué hay que mostrar? -preguntó Schneider-. ¿Que hemos reducido al enemigo a tales absurdos? Supongo que podría mejorar la moral.

– ¿Cree que la moral está baja?

– Quiero decir que podría suponer un estímulo adicional a nuestra ya de por sí elevada moral.

– A mi no me engaña con esa jeta de plástico, Schneider. El resultado de su supuesto accidente de laboratorio -añadió con befa.

A Schneider no le gustaba ese aspecto de Rieff. El modo en que abrazaba a uno, con complicidad, para después darle un puñetazo en el vientre justo cuando lo tenía por amigo. No dijo nada.

– Con motivo de su trabajo para la AGA conoce a muchos extranjeros -prosiguió Rieff-. Debe de tener una buena red a ambos lados del Muro.

– Llevo siete años trabajando en ello.

– ¿En esos siete años ha topado alguna vez con un agente con el nombre en clave de El Leopardo de las Nieves? -No, nunca. ¿Por qué lo pregunta? -Porque quiero encontrarlo. -¿Cuál es su juego?

– Es un agente doble que ha destapado con éxito varias de nuestras operaciones secretas en el Oeste, a la vez que ha organizado al menos tres deserciones de alto nivel.

– ¿Lleva mucho tiempo operando?

– Cerca de seis o siete años.

– Circularé el nombre por mi red, a ver si descubro algo. -Me extrañaría.

– ¿Por qué no? Es muy difícil operar de forma completamente anónima. No debería ser tan pesimista, general.

– Tan sólo lo dudo, comandante, porque creo que El Leopardo de las Nieves es usted.

Andrea tomó un vuelo de Interflug hasta el Aeropuerto Schónefeld de Alemania del Este. Los alemanes orientales sólo se habían mostrado dispuestos a aceptarla como matemática de visita en la Universidad Humboldt si llegaba como invitada de la RDA, aunque eso no significaba que le pagaran el vuelo o el hotel, que eran gastos que iba a tener que cubrir con divisa fuerte.

Fue sometida a una prolongada comprobación de documentos, durante la cual verificaron por vía telefónica sus dos cartas de invitación, una del rector de la universidad y la otra del director del Departamento de Matemáticas, Günther Spiegel. Desmantelaron su equipaje y dejaron de su cuenta el volverlo a ordenar, pero no hubo registro personal. Efectuó una declaración de divisas y compró los habituales veinticinco Osmarks del banco estatal. La esperaba un chófer enviado por la universidad, con su nombre mal escrito en un cartel. La llevó sin escalas al centro de la ciudad, al interior de la ciudad más llana en la que jamás había estado, y la dejó en el Hotel Neuwa de la Invalidstrasse. No soltó prenda, ni por iniciativa propia ni en respuesta a ninguna de las preguntas de Andrea.

Comió sola en el hotel. Un espantoso pedazo de cerdo cartilaginoso con un puré de col lombarda y patatas aguadas. El chófer volvió y la llevó sumido en su habitual silencio hosco hasta la universidad. La guió escaleras arriba al primer piso, señaló una puerta y partió. Una mujer respondió a su llamada y, al pedirle que entrara, le ofreció las primeras palabras de bienvenida desde su llegada al país. Tuvo un encuentro inicial con Günther Spiegel, que al final le solicitó que asistiera a una de su conferencias por la tarde, con un grupo de sus estudiantes de posgrado.

Encontró el camino a la cantina de estudiantes, donde tomó un café barato pero más repugnante incluso que el de British Rail. La gente la miraba pero nadie osaba abordarla. Después de la conferencia Spiegel la invitó a cenar a su piso.

– La habría invitado antes -dijo-, pero había que conseguir permiso.

Al volver al hotel descubrió que habían registrado su habitación; habían sacado su ropa de la maleta y la habían vuelto a colocar casi con precisión. Abrió el grifo de la bañera, se desnudó, se quitó una venda de la espalda encima de los riñones y despegó una compresa del refuerzo de sus bragas. Abrió los dos envoltorios y sacó veinte mil marcos en blandos billetes usados, que ocultó en pañuelos de papel.

El agua del baño estaba tibia y marrón; lo que fuera que, suspendido en la superficie, la empardecía, se pegaba al jabón y producía una espumilla que flotaba como un vertido. Se vistió y se colocó el dinero en la espalda, justo por debajo del elástico de la cintura, sin salir del baño. Se echó en la cama y leyó un libro, pasando las páginas sin asimilar una palabra. La llamaron de recepción a las 7:30 p.m. para decirle que el chófer la esperaba abajo. La llevó en un corto trayecto hasta una moderna urbanización llamada Ernst Thàlmann Park.

El piso de Günther Spiegel se encontraba en la octava planta de una torre con vistas a la estatua del propio Ernst Thàlmann, trece metros de mármol negro ucraniano. Spiegel se puso a su lado delante de ventana, sacudió la cabeza y bebió vino mientras contemplaban la chata extensión de la ciudad, que seguía cubierta por una capa de nieve helada.

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