– Mejoraré -dijo ella-. Venderé más y envolveré las cosas muy bien… -Miró a Randy desde debajo de sus pestañas humedecidas, y prefirió callar. El encargado no iba a dejarse convencer. En esto, su instinto no le fallaba nunca-. ¿Tengo que irme hoy mismo? ¿Puedo terminar el resto de mi jornada?
– Eso lo decides tú misma -dijo él-. Si quieres cobrar las cuatro horas que te quedan, sigue trabajando. Y si te vas, no las cobras.
Durante un segundo entero pensó en quitarse el uniforme allí mismo y largarse en ropa interior. Vio a una actriz hacer exactamente eso en una película, y su actitud había resultado impresionante de verdad. Pero su propia situación era distinta, allí no había nadie dispuesto a aplaudirla si decidía liberarse. En ese momento la tienda estaba vacía, y eso había sido parte del problema. Ni siquiera la vendedora más concienzuda y más capaz de presionar a los clientes iba a vender más quesos, simplemente porque no había a quien venderle nada. La cuestión era que había que prescindir de un empleado, y le había tocado a ella: por ser la última en llegar, por ser la menos competente, la más tristona. No era capaz de engatusar a los clientes para que comprasen más. Más bien intentaba convencerles de que no comprasen ciertos productos, sobre todo esos quesos tan malolientes, porque cuando se ponía a envolverlos le daban ganas de vomitar.
Era el segundo empleo que perdía en apenas ocho meses, y otra vez era por la misma razón. No se llevaba bien con la gente. No tenía iniciativa. No era capaz de imponerse. Quiso discutir, explicar que trabajos como el suyo, por los que apenas pagaban el salario mínimo, no eran de los que permitían al dueño exigir ninguna clase de iniciativa por parte de sus empleados. Finalmente, ella sabía dejar correr las horas. Sabía soportar el lento paso del tiempo. Soportaba el aburrimiento mucho mejor que nadie. ¿No bastaba con eso? En apariencia, no.
En noviembre pasado, cuando acudió a la entrevista de selección de personal, cuando contrataban dependientas para la campaña de Navidad, ya sospechó que Randy no se sentiría muy dispuesto a contratarla a ella, precisamente. No le estimulaba su instinto protector. Randy era gay, pero el motivo no era ése. Si podía evitarlo, ella hacía lo posible por no utilizar el sexo a su favor. Sencillamente, había personas a las que les caía muy bien y otras a las que no, y hacía ya mucho tiempo que no trataba de averiguar el porqué. Lo importante era solamente hacer lo posible por identificar a aquellos a los que, en caso necesario, se veía capaz de manipular. A su modo, el hombre al que le hacían llamar tío quiso quedarse con ella, mientras que tía la odiaba. Tenía la impresión de que la gente necesitaba sólo un minuto para saber si les gustaba o no, y no había modo de hacerles cambiar esa primera reacción.
– ¿Sabe qué le digo? -dijo a Randy-. Que si me va a despedir, no tengo las menores ganas de seguir trabajando aquí. El viernes vendré a por mi última paga. Entonces le dejaré el uniforme.
– No voy a pagarte -dijo Randy.
– A que no se atreve. -Y le dio la espalda haciendo que la ancha falda roja flotara un instante en el aire.
– Lo quiero de la tintorería -dijo él-. Me lo devuelves recién salido de la tintorería.
Salió a los pasillos del centro comercial, un lugar tristón y anticuado que se había quedado sin buena parte de su clientela desde el día en que inauguraron Tysons Córner en el barrio oeste, un nuevo y más reluciente centro comercial. El antiguo tenía en cambio la ventaja de contar con una parada de metro al lado mismo, y por eso lo había elegido ella. No tenía coche. De hecho, ni siquiera sabía conducir. El hombre al que tenía que llamar tío se negó a enseñarle. Y cuando decidieron que a la chica no le quedaba otro recurso que irse de casa, no quedaba tiempo de ir a una escuela y aprender a conducir. Luego, incluso cuando ya llevaba algún tiempo trabajando seguido, le costaba hacerse a la idea de pagar todo el dinero que pedían en las academias. Tendría que seguir trabajando en lugares a los que pudiera ir usando el transporte público, al menos hasta encontrar a alguien que quisiera enseñarle gratis a llevar un coche. Se paró a pensar en la clase de relación que tendría que establecer para que alguien quisiera enseñarle a conducir, e hizo una mueca de disgusto. Y no era que no sintiera nunca el impulso natural de tener relaciones sexuales. Le gustó mucho ver a Mel Gibson en una película titulada Mad Max. Viéndola tuvo la sensación de que en ese mundo ella se hubiera manejado bastante bien, en caso necesario, un lugar en donde había un solo bien que se intercambiaba, y en donde cada uno cuidaba de sí mismo. O de sí misma. El problema radicaba en que ella se había acostumbrado a mantener, en las relaciones sexuales, una actitud a la defensiva, tratando de no salir perjudicada. «Vale, vale, lo haré, pero no vuelvas a hacerme daño.» Para ella, el sexo era como una moneda y no sabía verlo de otra manera. Si Randy no hubiera sido gay, por ejemplo, probablemente habría acabado arrodillándose delante de él, aunque eso fuera para ella el último recurso. Lo mejor era prometerlo, y no darlo casi nunca. Le había funcionado con su jefe en Chicago, en la pizzería. Hasta el día en que apareció la esposa de aquel tipo.
Cuando el hombre al que tenía que llamar tío le dio cinco mil dólares y le proporcionó otro nombre, pensó que lo mejor era irse a vivir a una gran ciudad. En las ciudades era más fácil mantener el anonimato, y en medio de tantísima gente y de edificios tan grandes pensó que se sentiría más segura. Decidió primero irse a San Francisco, a Oakland, pero no encajó bien. Gradualmente, casi sin darse cuenta, comenzó a regresar hacia el este siguiendo un camino en zigzag. Phoenix, Albuquerque, Wichita, Chicago otra vez. Finalmente llegó al norte de Virginia, a la ciudad de Arlington, una población densa y enérgica, pero sobre todo un lugar de paso, un sitio donde la gente iba y venía tan rápidamente que nadie pretendía establecer grandes amistades con nadie. Se instaló a vivir en Crystal City, la ciudad de cristal, y ese nombre la hacía reír. Le parecía súper falso, como el escenario de una película de ciencia ficción. Baltimore estaba a no más de setenta kilómetros, Glen Rock a unos cuarenta más, pero el río Potomac le parecía tan ancho y tan imposible de navegar como si fuese un océano, un continente, una galaxia. Procuró no acercarse nunca al centro.
Cuando salió de la tienda fue a sentarse en un banco, sin salir del centro comercial. La enorme falda se le hinchó a los costados, la aplanó con las manos, pero en cuanto la soltó se hinchó de nuevo. Centro comercial: una expresión que conocía bien. Todos eran parecidos, en todas las ciudades por las que pasaba. Los había deslumbrantes y modernísimos, y en ellos latía la energía de la gente que los abarrotaba, mientras que otros, como aquel en el que había trabajado en esta ocasión, eran más bien tristes, unos lugares casi abandonados y solitarios. Pero en todos había cosas similares: el olor intenso a canela y pastelería dulzona, el aroma a ropa nueva, las numerosas perfumerías.
Bajó hasta la galería de vídeos, adonde solía ir cuando le llegaba el tiempo de descanso. Jugaba a videojuegos infantiles, a Pac Man y Frogger, y comenzaba a dominarlos, tanto que, con apenas uno o dos dólares, podía jugar una hora entera. Captaba las pautas y los ritmos, entendía las posibilidades, que eran finitas. A esa hora, como faltaba bastante para que los críos salieran de los colegios, se encontró casi sola, y estaba segura de tener un aspecto la mar de raro: una joven disfrazada de campesina bávara agarrada a un joystick y tratando de conseguir que una mancha amarilla se zampara unos huidizos puntitos. Ese día avanzó lo suficiente en el desarrollo de la partida como para alcanzar la fase final de la cacería, pero gastó la última de sus vidas antes de que llegara el bebé Pac en su cochecito. Con esa máquina raras veces llegaba al bebé Pac. Estaba programada a un ritmo demasiado rápido para ella, y acababa siempre fracasando en la última parte del juego, cuando contaba hasta cada milisegundo.
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