– ¿Una pensión vitalicia? -Infante recordó que el abogado le había dicho que Stan Dunham, después de vender la granja, había contratado una pensión vitalicia, así que ese detalle encajaba. Aunque también había dicho que el hombre no tenía ningún pariente.
– Era una póliza que le pagaba cierta suma mensual durante diez años. Del mismo estilo que las que adquieren los deportistas famosos que cobran esas sumas astronómicas. También están respaldadas por rentas vitalicias. Aunque la de ese hombre era desde luego infinitamente más pequeña. A juzgar por su estilo de vida, debía de ser muy poco dinero. Les bastaba para ir tirando a los dos, nada más. Solían ir de fiesta a menudo. A su edad, y él tenía ya cincuenta y tantos, el resto de la gente suele abandonar esta clase de pasatiempos, pero a ellos les gustaba.
En el tono de Tolliver había cierta pena al hacer este último comentario, como si él hubiese tenido algún tipo de experiencia personal comparable, una novia de las que no crecen nunca y por cuya causa él hubiese sufrido bastante. Pero no eran los asuntos personales de Tolliver lo que había llevado a Infante hasta allí.
– ¿Averiguó alguna cosa más sobre la pareja?
– Les visitaban a menudo nuestros hermanos de uniforme azul. Quejas por el ruido que hacían siempre. Sospechas de violencia doméstica. Pero no era ella quien hacía las llamadas, eran los vecinos, que por cierto comentaban que no sabían cuál de los dos se llevaba las peores palizas. Ella era una bruja, una de esas rústicas de Carolina del Norte.
«Todo es relativo. Si éste llama rústica a la tal Penelope, esa mujer debía de ser una tía bastante tirada, una palurda calentorra de categoría.»
– ¿Llevaba mucho tiempo viviendo en ese apartamento de Reynolds Street?
– No estoy muy seguro. La mujer no aparecía mencionada en ninguno de los documentos oficiales: ni en el contrato de alquiler ni en las facturas de los suministros. Todo estaba a nombre de él. El hombre había vivido allí desde hacía cinco años, más o menos. Era camionero, pero nunca estuvo a sueldo de ninguna empresa. Según contaban los vecinos, encontró a la mujer en alguna carretera y se la trajo consigo a vivir con él. No era un tipo apuesto, pero siempre conseguía tener pareja. Ésa era la tercera, según los vecinos.
– ¿Hicieron comprobaciones de drogas y demás?
El bombero le miró como sintiéndose otra vez ofendido.
– Claro, el tipo tomaba de todo lo que suele tomar la gente que también bebe mucho. Pero nada fuera de lo corriente. Como pasa con algunos camioneros, tomaba pastillas para no caerse dormido sobre el volante, para aguantar las largas jornadas, y después alguna pastilla que le tranquilizara al llegar a casa. Acababa de regresar de un viaje de ésos el día anterior.
– De todas formas…
– Mire, ya sé adónde quiere ir a parar con sus preguntas. Pero entiendo bastante de incendios. Espero que acepte que es así. Un cenicero que cae boca abajo en una alfombra barata de algodón. Para que el incendio lo hubiese causado ella… No se imagina lo mucho que habría tenido que calcular esa mujer para provocarlo y salir viva, la calma con la que debería haber actuado. Tirar una colilla encendida en una alfombra es muy fácil, pero debería haberse asegurado de que el tipo no se despertaba. Y la mujer tendría que haber esperado allí, viendo cómo el fuego iba prendiendo, esperando a que aquello fuera un infierno antes de hacer la llamada. Y si a la primera no hubiese prendido, no habría podido intentarlo una segunda vez sin que las pruebas la delataran. ¿Vale? Y además, habría necesitado que ningún vecino se enterase de lo que pasaba…
– Era Nochebuena, ¿había muchos vecinos en sus apartamentos?
Tolliver resopló y continuó como si no hubiese oído nada.
– Hablé con esa mujer. No tenía la clase de cerebro que hace falta para organizar algo parecido. Y los bomberos tuvieron que sujetarla para que no entrase en la casa otra vez.
«Quizá, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo para no abrir la puerta del dormitorio al notar que estaba muy caliente.»
Tolliver pareció oír lo que Infante no había dicho.
– En situaciones de emergencia, hay muchas personas que actúan de manera tranquila y sensata. Es el instinto de autoprotección. La mujer se salvó, pero al comprender que el hombre estaba ardiendo, que lo había perdido para siempre, enloqueció de verdad. He escuchado su llamada al 911. Estaba muerta de pánico.
Infante notó el cerrado acento sureño del bombero. Y pensar que en Baltimore se metían con su acento neoyorquino, que en realidad no era muy marcado, casi imperceptible.
– ¿Dónde está ahora la mujer?
– No lo sé. El edificio quedó inhabitable, así que allí no está. Puede que viva aquí, puede que se haya largado. Es libre de hacer lo que le plazca. Es una mujer libre, blanca, y tiene veintiún años.
La frase le sonó a Infante como salida de una película, o de una serie de televisión, y no de los últimos tiempos, precisamente. Pronunciada en una oficina en la actualidad, era la típica expresión de ideas anticuadas que podía pronunciar alguien del departamento de recursos humanos. Y a Tolliver no parecía haberle sonado a prejuicios anticuados, en absoluto. En realidad, Infante podía recordar a su propio padre o a sus tíos soltando cosas infinitamente peores. Y quedándose tan frescos.
Al irse de Waffle House se puso a pensar en qué motivos podía haber tenido Tony Dunham para viajar tan al sur, qué le había conducido a instalarse en esa ciudad. El clima, por ejemplo, lo hubiese justificado. Y era un simple camionero de largas distancias, no era un tipo ambicioso. Había nacido en 1950, y la gente de su generación solía pasar del instituto. En los años sesenta, podías ganarte muy bien la vida sin haber terminado la enseñanza media. Bastaba con ser miembro de un sindicato poderoso. Nancy había comprobado el historial de Dunham y no había encontrado pruebas de que fuese un veterano de guerra. Pero tampoco quedaba demostrado que hubiese vivido en la casa donde la supuesta Heather Bethany afirmaba haber residido durante unos años. Y no había hablado de ningún otro habitante de la casa. Sólo mencionó a Stan Dunham. ¿Pretendía la mujer del hospital que la policía encontrara la pista de Tony Dunham? ¿Y cómo encajaba en todo eso la tal Penelope Jackson?
Las fotos no mentían: era evidente que la mujer que había aparecido en Baltimore no era Penelope Jackson, no era desde luego la Penelope Jackson cuya foto aparecía en el carnet de conducir. Entonces, ¿quién era esa Penelope del incendio? ¿Podía ser que Penelope fuera Heather Bethany, y que ésta le hubiera robado el nombre, el coche y su historia? Confió en que los vecinos de Reynolds Street fueran capaces de reconocer la imagen de la mujer misteriosa, que explicaran cuál era su relación con la pareja del apartamento que ardió.
Cuando regresó a Reynolds Street y comenzó a interrogar a la gente del barrio y preguntarles por Penelope Jackson y por Tony Dunham, no encontró ni rastro de la famosa hospitalidad sureña. El primer tipo al que interrogó estaba muy dispuesto a informarle, pero sabía hablar mucho más español que inglés, y en cuanto vio la placa de Infante se volvió mudo de repente. De todos modos, llegó a decir que sí con la cabeza cuando vio la fotocopia del carnet de conducir emitido en Carolina del Norte a nombre de Penelope Jackson. «Sí, sí, sí-dijo en español-, es la señorita Penelope.» Por el contrario, al ver la foto de la otra mujer se encogió de hombros. No dio señales de haberla reconocido. La vecina del edificio situado del lado este del que se había quemado era una negra gruesa que parecía tener cinco o seis hijos, y se limitó a suspirar profundamente, como diciendo que ya había tenido que ver en su propia vida suficientes cosas complicadas como para fijarse en lo que pasaba a su alrededor.
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