– Yo me ocupo de mis cosas y ellos se ocupaban de las suyas -dijo al preguntarle Infante qué sabía de Penelope Jackson.
Al otro lado del edificio chamuscado de color azul, un anciano pasaba un rastrillo de bambú por el césped amarillento, tratando de limpiarlo de hojarasca invernal. Al principio se mostró hosco y frío, pero al comprender que quien le hacía preguntas era una persona con algún tipo de cargo oficial se mostró más amistoso.
– Lamento decirlo, pero prefiero que la casa esté quemada a tener a esos dos otra vez como vecinos -dijo el anciano, que se llamaba Aaron Parrish-. Está feo que lo diga, y no les deseaba una tragedia como la que sufrieron. Pero eran horribles. Peleas, gritos… Y además… -Bajó la voz como para hablar de algo muy vergonzoso-. Además, el tipo se empeñaba en aplastar el césped de la entrada aparcando la camioneta justo encima. Me quejé ante el casero, pero me contestó que no eran como los mejicanos, que no pagan el alquiler. Que ellos estaban al día de la renta. Yo en cambio prefiero a los mejicanos. En cuanto les explicas dos o tres cosas sobre este país, son mucho mejores vecinos que ésos.
– Las peleas, los gritos… ¿eran siempre entre ellos dos?
– A menudo.
– ¿Avisó usted a la policía?
Miró nervioso a su alrededor, como temiendo que alguien pudiera estar vigilándole.
– Hice llamadas anónimas. Unas cuantas veces. Mi mujer habló con esa Penelope alguna que otra vez, y ella le dijo que se metiera en sus asuntos, y se lo dijo de muy mala manera.
– ¿Esa Penelope es la de esta foto?
Parrish miró la fotocopia del carnet de conducir. Nancy había hecho una ampliación.
– Se le parece. En persona era más guapa. Bajita, pero tenía muy buen tipo, como una muñequita.
– ¿Y esta mujer, le suena de algo? -Le mostró una foto de la supuesta Heather Bethany, tomada con una cámara digital durante la segunda entrevista.
– Jamás la había visto. Aunque, ¿verdad que se parecen un poco?
¿Se parecían, en serio? Infante miró las dos fotos, y sólo encontró similitudes superficiales. El cabello, los ojos, quizá los huesos pequeños. Aunque en la mujer que decía ser Heather Bethany había cierta fragilidad. Por muy mal que le cayera, por mucho que se negara a creerla, tenía que admitir la presencia de ese rasgo. Un rasgo, por otro lado, que en Penelope Jackson brillaba por su ausencia. La tal Penelope Jackson era dura de pelar.
– ¿Le contó algo de sí misma? Me refiero a Penelope Jackson. ¿Le dijo de dónde era? ¿O de dónde era Tony? ¿Cómo se habían conocido?
– Esa mujer no era nada habladora. Sé que trabajó en la isla de St. Simons, en Mullet Bay. Y Tony a veces también trabajaba por aquella zona de la ciudad, cuando no conseguía que le contrataran para ningún viaje de largo recorrido con el camión. Hacía de jardinero. Pero no podían permitirse vivir allí.
– ¿Porqué?
Aaron Parrish miró a Infante riéndose de su ingenuidad.
– Por los precios, hijo mío. Ninguna de las personas que trabajan en la isla pueden permitirse vivir allí. Esta casa -señaló los restos chamuscados de la casita, los tres dormitorios y el porche azul en la entrada- costaría un cuarto de millón de dólares, tal cual está, si pudieras cogerla entera y trasladarla por aire apenas siete kilómetros más al este. El barrio de St. Simons es para millonarios. Y en la isla las casas son aún más caras.
Infante le dio las gracias a Parrish y entró en la casa, que permanecía abierta y aún olía a incendio. No comprendió que se hubiese prohibido rehabilitarla, los estragos del fuego se habían concentrado sobre todo en el dormitorio. Posiblemente se debía a que el dueño iba a sacar más dinero del seguro si la dejaba tal cual.
Aunque la puerta del dormitorio se había hinchado y estaba algo atrancada, Infante consiguió abrirla cargando contra ella con todo su peso. Tolliver había afirmado que Tony había muerto antes de quemarse, asfixiado por la inhalación de humo, pero no resultaba fácil una vez allí dentro olvidar que su piel había chisporroteado y se había hinchado formando burbujas, como si hubiera estado en una barbacoa. Y aún quedaba el olor. Desde el umbral, Infante trató de imaginar la escena. Había que tener unos huevos de tamaño gigantesco para que se te ocurriera matar así a una persona, tirando el cenicero a la alfombra y esperando a que las llamas prendieran. Y si no funcionaba a la primera, tal como dijo Tolliver, probarlo una segunda vez con otra colilla era imposible. El tipo, por muy borracho que estuviera, podía despertar y no habría sido fácil en ese caso tratar de convencerle de que era un accidente y habías entrado por casualidad. Una situación de bastante riesgo sobre todo con un tío que te pegaba palizas a menudo. También hacía falta una enorme fuerza de voluntad para dejar allí dentro todas tus pertenencias, hasta las más queridas, y permitir que ardieran. De haber sido un incendio provocado voluntariamente, quien lo hubiera hecho tendría que haber permanecido allí dentro, a punto de asfixiarse por culpa del humo, aguantar mucho tiempo, lavarse la cara para librar los ojos del lagrimeo constante debido al incendio, salir en el último instante, para después regresar y asegurarse de que nadie era capaz de salvar al tío que estaba al otro lado de esa puerta.
La mujer de Baltimore, cualquiera que fuese su nombre, podía ser capaz de todo eso. Pero también estaba convencido de que no era Penelope Jackson. Esto era lo único que estaba fuera de toda duda. «No conozco a Penelope Jackson», había dicho la mujer. Aunque, si de verdad no hubiese sabido nada de ella, la frase habría sido ligeramente distinta. «No conozco a ninguna Penelope Jackson, no conozco a esa tal Penelope Jackson», habría dicho. De acuerdo, no la conocía: y entonces, ¿por qué diablos iba por ahí conduciendo el coche de Penelope Jackson? Para no tener que contestar a esa pregunta, les había ofrecido contarles la solución de un crimen infame, y luego había lanzado una grave acusación contra un agente de policía. Había estado lanzando contra la poli toda clase de historias. Pero ¿con qué finalidad? Había algo que ella quería evitar que viesen, ¿qué era lo que trataba de ocultar?
Salió de la casa y se fue de Reynolds Street. Era una casa triste, incluso antes del incendio. Una casa en la que dos personas infelices habían convivido con la frustración, la decepción. Una casa llena de peleas y de insultos. Lo sabía porque él mismo había vivido en una casa así, en dos ocasiones. O al menos en una, durante el segundo de sus matrimonios. El primero había estado bien, hasta que dejó de estarlo. Tabby era un encanto de chica. Si ahora volviera a conocerla… Pero no era posible, no podía volver a conocer a la misma Tabitha que vio por vez primera en el Wharf Rat hacía ya doce años. Aquella chica ya no existía, había sido reemplazada por otra que sabía que Kevin era un falso, que andaba de cacería por ahí. Se había cruzado algunas veces con Tabby, Baltimore era una ciudad pequeña en ese sentido precisamente, y ella se había mostrado siempre cortés y educada, como él. Amistosa incluso, dispuesta a reírse del matrimonio como si no fuese más que una excursión en coche plagada de pequeños incidentes, una aventura que no terminó bien. Habían pasado diez años, podían permitirse el lujo de ser generosos con las personas que habían sido de jóvenes.
Pero en los ojos de Tabby siempre había una película de humedad, un brillo de decepción que no desaparecería jamás. Infante habría dado cualquier cosa por conseguir que ella le mirase de nuevo como le miró aquella noche en el muelle, cuando él era todavía una persona que Tabby podía admirar y respetar.
En el hall del Best Western había visto en un folleto que en la isla de St. Simons había una fortificación, y decidió matar el tiempo allí en espera de que abriese el restaurante de Mullet Bay donde había trabajado Penelope Jackson, y para evitarse los atascos de la hora de cenar cuando se dirigiera hacia esa zona turística de la ciudad. Estaba acostumbrado a llevarse grandes decepciones a la hora de ver atracciones turísticas, por ejemplo cuando fue a visitar El Álamo a los diez años, pero aquello era peor, porque en el sitio donde había estado Fort Frederica no había nada de nada. Estaba mirando ensimismado las abundantes algas del lugar conocido como Bloody Marsh, cuando sonó su móvil.
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