No fue a causa del asunto de los Bethany, no exactamente. Pero la justicia fue perdiendo importancia para él. Las respuestas no se encontraban en los tribunales. Ése era un universo de epílogos, un escenario en el que los actores aportaban los datos, los hacían encajar. ¿Qué había dicho la joven? «Ah, sí. "Como si fueran piezas de una caja de Lego."» «Ésta es mi versión, ésta es su versión. ¿Cuál le gusta más?» Piezas de Lego. Podían combinarse en un número infinito de formas distintas. Recordó la biblioteca del centro de Baltimore durante las navidades, diversos estudios de arquitectura construían en sus vitrinas magníficos edificios con piezas de Lego. Y él, de muy joven, había pensado que algún día pasearía con sus hijos, y más tarde con sus nietos, ante esas vitrinas. Luego resultó que su mujer no podía tener hijos. «Puedes adoptar algún niño», dijo Dave un día. Y Willoughby, sin pensar, comentó: «Claro, pero no sabes qué te llevas a casa.»
A lo cual Dave respondió, y fueron unas palabras muy meritorias para alguien con su historia, «Nadie lo sabe nunca, Chet, nadie.»
Aún le pesaba a Willoughby la deuda contraída con Dave, una deuda que permanecía impagada, que nunca podría saldar. El esfuerzo que realizó por saldarla había terminado ahora con ese disparate: Miriam volando, los inspectores suponiendo que la ciencia estaba de su lado, creyendo que si todo lo demás fallaba obtendrían una orden del juez y que así demostrarían fácilmente que esa mujer era una mentirosa, y que podrían demostrarlo con su sangre, o la dentadura… o con el ADN de su madre. Sí, lo mejor sería que alguien desmontara la historia que estaba contando esa mujer, y que eso ocurriese antes de que el avión de Miriam aterrizase esa misma noche en Baltimore.
– Te acompañaré -dijo por fin-. No voy a entrar, pero miraré y escucharé, y puedes consultarme cuando quieras. Tendré que tomar algo de comer, y será mejor que me metas un poco de cafeína en el cuerpo. Será una tarde larga, y estoy muy acostumbrado a echar una cabezadita después del almuerzo.
Sabía que la gente joven ya no usaba palabras como «almuerzo», que Nancy les contaría a sus colegas que en lugar de decir «después de comer» como todo el mundo, hablaba como en los libros. Pero siempre había sido así. Siempre había provocado las burlas de sus colegas, siempre había tenido problemas para apearse de su solemnidad y sus palabras redichas, siempre les había dado motivos para reírse de él.
Aunque siempre le habían desconcertado tanto la hostilidad que los demás polis manifestaban contra él como las sospechas que despertaban en ellos los motivos que le habían conducido a ese trabajo. Al fin y al cabo también sus colegas habrían podido ganar más dinero con otros empleos, pero eligieron ser polis. Lo mismo que él, y su amor por esa profesión era aún más puro que el de ellos. Pero no logró nunca convencerlos. Eran incapaces de fiarse de un tipo que no necesitaba el sueldo que cobraba a fin de mes. Y aquella lozana jovencita era igual que los demás. Necesitaba su ayuda, o creía necesitarla. Pero cuando terminara todo, se reiría de él como los demás, a su espalda. Qué más daba. Haría lo que le pedían por Dave. Y por Miriam. Se preguntó qué tal habría envejecido Miriam, si su cabello moreno tendría o no muchas canas, si México habría agrietado su preciosa piel de tono oliváceo.
Las hojas de su pasaporte, tan vacías de toda clase de sellos e inscripciones, le recordaron a Miriam lo poco que se había movido en los últimos dieciséis años. Casi no había salido de San Miguel y, desde luego, no había prácticamente cruzado la frontera mejicana. No había tomado ningún vuelo desde mucho antes del US, pero estaba bastante segura de que no habría notado apenas los cambios si no hubiese tratado de fijarse. Las aduanas del aeropuerto de Dallas Fort Worth no debieron de ser nunca una experiencia muy agradable, ni siquiera en tiempos mejores. Pero lo cierto es que ni le sorprendió ser tratada con tanta rudeza ni que la mirasen con tanto recelo, primero su rostro y luego la foto del pasaporte, que iba a caducar al año siguiente. En 1963 obtuvo la nacionalidad estadounidense porque simplificaba mucho todas las cosas.
Contra lo que muchos creían, no te daban la nacionalidad por el simple hecho de casarte con un estadounidense. Si no hubiera sido por las niñas, tal vez no habría tratado de conseguir la nacionalidad. Todavía en 1963 no había tenido nunca el serio propósito de llegar a ser «americana», como solían decir de sí mismos, con actitud gratuitamente presumida, los residentes en Estados Unidos, como si ése fuera el único país de todo el continente americano. Pero adoptó la nacionalidad por ellas y su familia.
– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Estados Unidos? -preguntó en tono aburrido la agente de inmigración. Era una mujer negra, de cuarenta y tantos años, y su trabajo le resultaba tan extremadamente tedioso que parecía que le representara un esfuerzo enorme incluso apoyar su considerable peso en el alto mostrador de la pequeña cabina en la que trabajaba.
– Eeeeh…
La duda duró apenas una fracción de segundo, pero pareció constituir la clase de diversión que la agente de inmigración llevaba horas esperando, la vaga respuesta que sus oídos estaban entrenados para captar. De repente se enderezó y la miró con ojos penetrantes.
– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Estados Unidos?
– Pues…
De repente Miriam recordó que no tenía necesidad alguna de contar toda su vida ante la oficial de inmigración. No tenía por qué contarle a esa mujer que sus hijas fueron dadas por desaparecidas y asesinadas hacía muchísimos años, y mucho menos que de repente, ahora, y contra toda esperanza, cabía la posibilidad de que una de ellas estuviera viva. No tenía por qué contarle sus amoríos con Baumgarten, el divorcio, la mudanza a Texas, la mudanza a México, la muerte de Dave. No tenía por qué explicarle qué motivos la indujeron a adoptar la nacionalidad estadounidense, ni por qué había vuelto a usar su apellido de soltera tras el divorcio, ni mucho menos qué razones la habían impulsado a decidir instalarse a vivir en San Miguel de Allende. Su vida le pertenecía, al menos de momento. Esto último podía cambiar; en cuestión de veinticuatro horas, podía convertirse de nuevo en propiedad pública.
De modo que se limitó a decir:
– Motivos personales. Un asunto familiar. Un pariente sufrió un accidente de coche.
– ¡Cuánto lo siento! -dijo la mujer-. ¡Qué horror!
– No ha sido grave -la tranquilizó Miriam, recogiendo sus bolsas y avanzando hacia la terminal de vuelos nacionales, donde tendría que matar horas, hasta la salida del vuelo a Baltimore.
– No ha sido nada grave -le dijo el sargento por teléfono la tarde anterior, cuando Miriam comenzó a recuperarse de la conmoción. Como una persona a la que tiran de golpe a unas aguas profundas y heladas, Miriam tuvo momentos de aturdimiento y desconcierto, y quedó completamente abrumada. Tardó un poco en volver a centrarse, reaccionar, salir de nuevo a la superficie, buscar el modo de respirar profundamente otra vez.
– Me refiero al accidente de coche -dijo el hombre-. Naturalmente, las acusaciones que ha formulado son muy graves.
– Tendré que pasarme un día entero volando, pero si salgo a primerísima hora podría estar de regreso mañana por la noche -dijo Miriam. Sollozaba, pero su llanto no le impedía articular palabras, no le impedía pensar. Su cabeza repasaba vertiginosamente a todos sus conocidos de San Miguel, la gente que le debía favores, que podía hacerle alguno. Había un hotel especialmente bueno cuyos empleados estaban acostumbrados a tener alojada gente rica y por tanto caprichosa. Ellos sabrían la manera de reservarle un vuelo. El dinero no representaba un problema.
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