– Son hijas nuestras -le dijo más de una vez a Chet-. Lo que ha ocurrido no tiene nada que ver ni con los Turner ni con ese imbécil que nunca cuidó de las niñas. Estáis perdiendo el tiempo.
Cuando salía el tema, Dave se ponía medio histérico.
En cierta ocasión, años atrás, alguien -una persona que consideraban una amiga hasta que se produjo este incidente, el cual reveló que ni entonces ni antes había sido realmente una amiga de verdad- preguntó a Miriam si los hijos podían ser, biológicamente hablando, de Dave, si no cabía la posibilidad de que hubiese dejado embarazada a la hija de los Turner durante una relación erótica clandestina, y que luego hubiesen decidido todos ellos inventar aquella historia cuando Sally murió. Miriam se acostumbró finalmente al hecho de que nadie encontrara nunca el menor parecido entre ella y sus hijas, pero le resultó de lo más extraño que esa mujer encontrara alguna similitud entre las niñas y Dave. El tenía también el cabello claro, pero no lacio, sino muy rizado. Y la piel de Dave también era clara, pero sus ojos eran marrones, y sus huesos, muy distintos. Pero en repetidas ocasiones había gente que comentaba que las niñas «salían a su papá», y en tales ocasiones se producía en Miriam un momento de tensión, pues no quería negar esa posibilidad delante de sus hijas, pero no soportaba que ese dato quedara confirmado por su silencio. «Se parecen a mí -tenía ganas de decir-. Se me parecen mucho. Son hijas mías, yo las he educado. Serán como yo, pero mejores, más fuertes y más seguras de sí mismas, y podrán conseguir lo que quieran sin temor a parecer egoístas o codiciosas, que es lo que nos ha ocurrido a las mujeres de mi generación.»
Le quedaban cuatro horas, tenía que matar cuatro horas en un aeropuerto y luego otras tres horas de vuelo, y llevaba casi ocho horas desde que había salido de su casa: se había levantado a las 6 de la mañana para coger el coche que Joe le había conseguido, fue al aeropuerto más próximo, y luego hubo un retraso muy prolongado en el de Ciudad de México. En la librería del aeropuerto vio buenos libros, pero no se sentía capaz de centrar la atención en ninguno, mientras que las revistas le parecieron excesivamente triviales, demasiado alejadas de su vida. Ni siquiera conocía muy bien a ninguna de las actrices de cuyas vidas hablaban, porque había aprendido a vivir sin televisión por satélite. Todos los rostros y los tipos le parecieron escandalosamente parecidos, tan indistinguibles como muñecas de una misma colección. Los titulares se centraban en asuntos personales: noviazgos, divorcios, nacimientos. «¡Qué mérito tuvo lo que consiguió Chet!», pensó. Fue gracias a él que se mantuvieron alejados los periódicos. Y que los periodistas que les vieron se mostraron tan circunspectos, tan dóciles. Pero ahora sería inevitable que toda la historia saliera a la luz, que se hablara de la adopción, de su lío con Jeff, del dinero, de todo.
Aún interesaría, comprendió Miriam. «Aún interesaría nuestra historia.» Tal como era el mundo ahora, sería imposible que esa reunión, si finalmente se demostraba que era una reunión, permaneciera oculta en la intimidad. De sólo pensarlo casi le entraban ganas de desear que la mujer de Baltimore fuese al final una impostora. Pero el deseo no se sostenía mucho tiempo. Miriam lo habría dado todo -la verdad acerca de sí misma, por fea y desagradable que resultara, la verdad acerca de Dave y de cómo le había tratado ella-, habría regalado a quien fuera todo eso, y sin pensárselo dos veces, a cambio de poder ver de nuevo a una de sus hijas.
Cogió un montón de diarios populares, se los puso bajo el brazo y decidió que se los tomaría como si fuesen deberes, el texto futuro de su vida.
– ¿Crees que con esto se acabará? -preguntó Heather mirando por la ventanilla del coche.
Desde que subió, había estado tarareando bajito, aunque elevó el volumen de su voz cuando Kay enfiló la entrada de la carretera de circunvalación. Kay no estaba segura de que su acompañante tuviera conciencia de lo que hacía.
– ¿El qué?
– Que si en cuanto se lo haya contado se acabará todo esto.
Kay no era partidaria de las simplificaciones, ni siquiera tratándose de asuntos sin importancia, y además esa pregunta le pareció muy seria. «¿Se acabará todo esto?» Gloria no le proporcionó apenas información cuando la llamó y le pidió -en realidad le ordenó, porque hablaba como si Kay trabajara a sus órdenes, como si Gloria le hubiese estado haciendo favores, y ella, Kay, fuese la que estaba en deuda- que llevara a Heather al edificio de la Seguridad Pública a las cuatro en punto de la tarde. E iban a llegar con retraso porque Heather había estado dándole vueltas a la elección de la ropa que debía vestir para la ocasión. Se había mostrado tan caprichosa como su hija Grace a la hora de ir a la escuela, y casi tan imposible de satisfacer como la niña. Al final se conformó con una blusa abotonada de color azul pálido, y una falda de lanilla un poco ajustada y que, extrañamente, iba bastante bien con sus zapatones negros, y ésas fueron las únicas prendas de su limitado guardarropa que se mostró dispuesta a ponerse. Todo lo cual hizo reír interiormente a Kay, puesto que Heather daba la sensación de ser una de esas personas a las que no les importa su apariencia en lo más mínimo. Una pena, por cierto, porque era una mujer guapa a la que la naturaleza había tratado muy bien: pómulos marcados, una figura delgada de las que ni siquiera los años afeaban, buena piel.
– En cuanto al chico, si me preguntas por eso, todo sigue igual. Va mejorando despacio. Me parece que Gloria está muy segura de que, en relación con el choque, no habrá ninguna acusación grave.
– De hecho no pensaba en él.
– Oh.
A Kay le llamaba la atención que Heather pensara casi siempre en sí misma y en nadie más. Aunque seguramente eso fuera una consecuencia lógica de todo lo que le había ocurrido, suponiendo que Kay acertara en sus teorías. A partir de los escasísimos detalles que le había contado Heather hasta ese momento, Kay había llegado a la conclusión de que Stan Dunham había secuestrado a las dos niñas, pero que había decidido matar sólo a Sunny porque ya tenía quince años, y a esa edad ya no le interesaba. Y se había quedado con Heather sólo el tiempo suficiente para que, siendo como era un pedófilo, le siguiera resultando atractiva, aunque luego la retuvo unos años más hasta que Heather tuvo una edad en la que la experiencia era ya tan traumática que jamás iba a ser capaz de revelarla. ¿Por qué? Kay prefería no pensar en eso. De algún modo, aquel hombre supo convertir a Heather en su cómplice, logró que ella pensara que también era culpable de un delito. O quizás había logrado atemorizarla de tal modo que la niña jamás pensaría en la idea de contarle nada a nadie. A Kay no la turbaba algo que a los policías parecía preocuparles bastante, el hecho de que durante seis años más o menos Heather no hubiese tratado de huir ni de contarle a nadie lo que le estaban haciendo. Tal vez ese hombre le había dicho que sus padres habían fallecido, o incluso que se habían puesto de acuerdo con él para que se llevara a las dos niñas. Los niños eran seres maleables, sugestionables. A Kay le parecía lógico incluso que ahora Heather se resistiera a contar la historia con todos sus detalles. Porque la nueva identidad que se había forjado se había convertido en el elemento crucial de su supervivencia. No le parecía extraño que no hubiese querido confiar sus secretos a nadie, y mucho menos a gente que había trabajado en el mismo Departamento de Policía que su secuestrador.
– ¿Crees que habrán averiguado alguna cosa nueva? -preguntó.
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