Parecía como si Heather estuviera repasando los apuntes con vistas a un examen. Pero, si era en efecto Heather Bethany, ¿por qué iba a preocuparse por la exactitud de sus afirmaciones? Y si no lo era, la sola visión de los muchos cambios experimentados por el centro comercial ¿no era suficiente como para pensar que daba igual, que nadie iba a poder comprobar lo que ella recordara?
– Mira, los guardias de seguridad del centro comercial -dijo Heather deteniéndose para inspeccionar una cabina con paredes de cristal tras las cuales se veía a unos hombres de uniforme mirando diversas pantallas.
Kay pensó que tal vez Heather estuviera considerando que, de haber habido esa clase de agentes en aquella época remota, ellos las habrían salvado.
Y luego Heather prosiguió:
– Aquí vendían las palomitas… No, no, no… Es al revés. El ala nueva, esa donde han puesto Hetch's, me ha confundido. Claro, no es que el centro sea mayor que entonces, es que me he hecho un lío y creía que esta avenida era la otra.
Salió caminando tan deprisa que Kay casi tuvo que ponerse a trotar tras ella.
– Los cines estaban aquí -dijo, frenando en seco, dando media vuelta y reanudando su paso rápido enseguida-. Y si vamos por este lado… Eso es, ahora lo entiendo todo. Mira, ¿ves ahí, donde están las escaleras mecánicas? No es donde estaba Hoschild's, sino donde ese fin de semana estaban todavía construyendo J. C. Penney. Y aquí estaba la tienda de órganos, aquí trabajaba los fines de semana el señor Pincharelli.
Sólo que en ese local había ahora una tienda de ropa infantil especializada en prendas para bodas y fiestas, y que se llamaba Kid Go Round. La tienda siguiente era Touch of the Past, «Tope del Pasado», un nombre incomprensible para Kay hasta que comprendió que se dedicaba a la venta de recuerdos de equipos de baloncesto de las ligas sólo para negros, como los Homestead Grays y los Atlanta Black Crackers.
– ¿Pincharelli? -preguntó Kay.
– Sí, el profesor que daba clases de música en el instituto Rock Glen. Durante un tiempo, Sunny estuvo loquísima por él.
Heather se quedó por un momento ensimismada, balanceándose rítmicamente, tarareando bajito para sí, como antes en el coche, abrazándose, como si tuviera frío.
– Mira esos vestidos -dijo-. Son para la niña que le lleva el ramo a la novia, para el cortejo. ¿Tuviste una boda con todo eso?
– No exactamente -dijo Kay, sonriendo al recordar-. Nos casamos al aire libre, en el jardín de la casa de un amigo, en Severn River, y yo llevaba en la cabeza una corona de flores. Eran los años ochenta -dijo, como disculpándose-. Y yo tenía apenas veintitrés años.
– Yo no me casaré nunca, no quiero -dijo Heather utilizando un tono en el que no había ni rastro de queja ni de autocompasión, una simple constatación de hecho.
– Así no tendrás que divorciarte nunca -dijo Kay.
– ¿Verdad que mis padres se divorciaron? No acabé de comprenderlo del todo cuando alguien lo comentó. Se pelearon, vaya. ¿Fue por mi culpa?
– ¿Por tu culpa?
– Bueno, no sería por mi culpa, evidentemente. Pero como consecuencia… de lo que pasó. ¿Crees que se alejaron el uno del otro a causa del dolor?
– Me parece -dijo Kay, tratando de elegir las palabras con la máxima precisión- que el dolor y la tragedia tienden a magnificarlo todo, a dejar al desnudo fisuras que ya estaban ahí. Los matrimonios fuertes se hacen más fuertes todavía. Los débiles sufren más, y si no encuentran ayuda exterior, se rompen las parejas. Esa fue mi experiencia personal.
– ¿Insinúas que el matrimonio de mis padres, antes de que ocurriera, no era muy fuerte? -Habló ahora con fiereza, en tono de patio de colegio, tratando de defenderse instintivamente ante lo que le parecía que había sido un insulto dirigido contra sus padres.
– No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Hablaba en general, Heather.
Otra vez la sonrisa, la gratitud cuando alguien la llamaba por su nombre, el premio para alguien que la creía, más incluso de lo que lo hacía Gloria, alguien cuya entrega era completa, minuto a minuto.
– Siempre creí que había muerto todo el mundo. Siempre supuse que estaban muertos, todos menos yo.
Kay deslizó su mirada por las tenues faldas infantiles de los escaparates, la clase de ropa súper femenina que su hija Grace se negaba a llevar. «Siempre creí que había muerto todo el mundo.» Si hubiese sido así, habría resultado más sencillo mantener la mentira. Pero ¿era posible que, por librarse de ser acusada por un accidente de tráfico, alguien pudiese inventar semejante mentira? Si hubiese sido así, y a sabiendas de que el chico del otro coche no iba a fallecer, ¿no habría sido más sencillo retractarse? Habría sido perfectamente creíble. Al mismo tiempo, que Kay pensara estas cosas era quizá la prueba de que toda esa actuación estaba perfectamente estudiada.
Miró al frente y vio el reflejo de Heather en el cristal del escaparate de la tienda en la que antiguamente estaba el comercio de instrumentos musicales. Las lágrimas habían comenzado a resbalar por las mejillas de Heather, y todo su cuerpo temblaba con tal intensidad que le castañeteaban aquellos dientes sin caries, perfectos.
– Aquí comenzó todo -dijo-. En cierto sentido, empezó aquí.
El barrio de negocios de St. Simons, que la gente de Brunswick llamaba el «village», según un vecino de la ciudad que ayudó a Kevin Infante a encontrar el camino, era una zona horrible pero con encanto. En la calle principal había tiendas de cosas maravillosas, esas que se especializan en la venta de artículos que no sirven para nada a personas adineradas que reflexionan mucho antes de comprar, y que compran como principal pasatiempo de sus vidas. No eran tiendas de marcas lujosas, como en los Hamptons, el barrio en el que Kevin se ganó la vida como jardinero de millonarios en su adolescencia, pero era un lugar privilegiado en aquella ciudad horrible. Ahora entendía muy bien por qué Penelope Jackson no vivía en la zona de las islas, sino en la zona continental. Era obvio que los empleados que servían helados, servían jarras de cerveza y vendían los vestidos de color rosa y verde que dominaban los escaparates no podían pagar el alquiler en ninguna vivienda de aquellas islas exclusivas.
Organizó las cosas de manera que la visita a Mullet Bay coincidiera con el momento de los grandes atascos de tráfico al final de la tarde, y justo antes de que la zona fuese invadida por la gente de dinero que solía cenar en los restaurantes de las islas. El sitio donde había trabajado Penelope Jackson era el clásico lugar con ambiente para turistas, una variación del viejo tema del sueño americano en la línea de la cadena de restaurantes del cantante Jimmy Buffett: loros, bebidas tropicales, relajo total.
Parecía difícil que una mujer de cuarenta y tantos encajara en un sitio así, pues era el clásico sitio con clientela juvenil atendida por un personal uniformado con un polo y unos pantaloncitos muy cortos. La encargada, una chica de ojos color miel oscura y piel reluciente, resolvió el enigma cuando le explicó que Penelope no atendía las mesas, sino que era una de las cocineras.
– ¡Era genial! -dijo la encargada, con un entusiasmo prefabricado que parecía ser el tono en el que decía todas sus palabras, y con un acento supermoderno.
En la insignia de plástico que llevaba prendida justo encima de su perfecta teta izquierda decía «Heather», y la coincidencia le pareció a Kevin un portento de… bueno, de lo que fuera. Por otro lado, Heather era un nombre bastante corriente.
– Era una magnífica trabajadora -siguió la encargada-, podías fiarte de ella. Se quedaba hasta el último minuto, podías pedirle en una emergencia que atendiera en la barra si el camarero de siempre no se presentaba. A los jefes les habría encantado que no se fuera.
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