Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Cuando ya iba saliendo de la ciudad se paró en un restaurante barbacoa de la ciudad y compró una camiseta para Lenhardt. En el pecho llevaba un dibujo de un cerdo muy musculado que doblaba los brazos para mostrar el volumen de sus bíceps: LA MEJOR CARNE DEL MUNDO. Incluso haciendo esa parada en la que además se tomó un bocadillo de carne de cerdo, llegó tan tempranísimo al aeropuerto de Jacksonville que consiguió colarse en un vuelo anterior al suyo y en el que quedaban plazas vacías, un vuelo directo que le dejaría en Baltimore en la mitad del tiempo previsto.

Capítulo 32

– ¿Quiere una silla más cómoda?

– No, no hace falta.

A Willoughby le resultó embarazosa incluso la solicitud del sargento. No era ni lo bastante viejo ni tenía suficiente categoría como para ser digno de tantísima atención.

– Puedo buscar alguna mejor que ésa.

– Estoy bien.

– Será largo, y en esa silla acabará doliéndole todo.

– Mire, sargento -dijo el inspector retirado, tratando de parecer digno y estoico, aunque con la voz algo quebrada-, déjelo, estoy bien como estoy.

No era el mismo edificio en el que había trabajado durante casi toda su carrera, y lo agradeció. No había ido allí para visitar los pasillos del recuerdo. Era el árbitro, el juez de línea, estaba allí para decir si se jugaba bien o alguien cometía una falta. Tenía a sus pies un sobre de color ahuesado, y ligeramente polvoriento, esperando que llegara su momento. Eran las 4.30, una hora curiosa para comenzar un interrogatorio que prometía ser largo. A esa hora Willoughby notaba cierta modorra, le bajaba el azúcar en la sangre, y mucha gente de Baltimore comenzaba a pensar que ya se aproximaba la hora de la cena, o al menos la de ir a tomar unas copas, si tenían esa costumbre. Un rato antes, Willoughby había visto a la policía guapa comerse una manzana y unos trocitos de queso, que fue tragando con la ayuda de una botella de agua.

– Proteínas -dijo ella a modo de explicación al fijarse en que la observaban-. No te proporcionan una cantidad repentina de energías, pero te ayudan a aguantar durante mucho rato.

Willoughby deseó haber tenido una hija. Un hijo le habría gustado también, pero las hijas suelen cuidar de sus padres cuando éstos se hacen mayores, a diferencia de los chicos, a quienes, según había oído contar, solía absorberles por completo la familia de sus esposas. Si hubiese tenido una hija todavía tendría una hija. Y nietos. No se sentía solo, qué va. Y hasta hacía poquísimo tiempo había vivido felizmente. Disfrutaba de buena salud, buenos amigos, tenía el golf, y en caso de que hubiese deseado la compañía de una mujer, había en Edenwald unas cuantas que se habrían mostrado muy bien dispuestas. Un par de veces al mes se veía con sus viejos amigos, los compañeros de Gilman, en el Starbucks de York Road, situado donde antiguamente se encontraba la estación de tren, y hablaban de política y de los viejos tiempos. Hombres retirados que se reunían para comer, y cuya conversación era de lo más animada. Lo único que le entristecía era pensar que Evelyn había estado tantos años tan enferma y tan frágil que en realidad no la echaba de menos. Mejor dicho, se había pasado muchos años echándola de menos, toda la última década de su vida, y ahora que se había ido de verdad era más fácil lamentar su pérdida.

Una cosa curiosa de Evelyn era que no le gustaba oírle hablar de las niñas Bethany. Otros casos, incluso algunos con detalles más morbosos, no la molestaban tanto. En realidad, a Evelyn le gustaba que su marido se hubiera dedicado a aquel oficio. En los círculos sociales de la gente de su clase, ser policía le daba mucho tono, lo convertía en un hombre más sexy incluso, y a ella le encantaba ver cómo todas sus amigas pululaban a su alrededor, trataban de conquistar su atención, le asaeteaban a preguntas sobre su trabajo. Pero no soportaba el caso Bethany, la historia de las niñas Bethany. Willoughby llegó a la conclusión de que le rompía el corazón. No habiendo podido tener hijos, no soportaba la idea de oír hablar de otra pareja infértil que, tras haber conseguido unas hijas de manera casi mágica, se había quedado luego sin ellas. Pero esa tarde Willoughby se preguntó, y fue la primera vez que lo hizo, si lo que en realidad molestaba a Evelyn era el hecho de que su marido no hubiera sido capaz de resolver el caso. ¿La había decepcionado?

***

– Llegas tarde -le dijo Gloria a Kay en tono muy seco, y llevándose a Heather del codo.

– ¿Te ha contado Heather lo que ha pasado? -dijo Kay, diciéndose a sí misma que no estaba mintiendo, que simplemente se negaba a contradecir a Heather, para no delatar su mentira, una vez más, ¿cuántas veces más iba a tener que hacerlo? Trató de entrar con ellas dos en el ascensor, pero Gloria se lo impidió.

– No puedes subir, Kay. Podrías, es cierto, pero te meterían en cualquier oficina vacía.

– Ya lo sé… -dijo Kay, y volvía a mentir en apenas un minuto por segunda vez, aunque en esta ocasión sólo para que no se le notase su fastidio.

– Durará bastante rato, Kay. Serán horas. He pensado llevar a Heather en mi coche cuando terminemos.

– Eso sería dar un rodeo grandísimo para ti. Vives aquí mismo, y mi casa está en el extremo sur.

– Kay…

Se dijo que lo mejor sería volver a casa en ese mismo momento. Empezaba a identificarse demasiado con Heather, estaba saltándose demasiadas reglas. El hecho mismo de que Heather estuviese alojada en su casa -técnicamente no era su casa, pero sí en la misma finca-, podía acabar siendo motivo de reprimendas por parte de sus superiores, que la amenazasen con quitarle su carnet de asistente social. Estaba perdiendo el norte. Sin embargo, habiendo llegado tan lejos, no pensaba renunciar.

– Me he traído un libro. Jane Eyre. Estaré la mar de bien.

– ¿Jane Eyre? Ah… no he leído nada de ella.

Kay comprendió que Gloria había confundido el nombre del personaje con la otra famosa Jane del siglo XIX, la novelista Jane Austen. Probablemente, en el cerebro de Gloria no había sitio más que para su trabajo, sus clientes. Kay dudó si debía llevársela a un lado para decirle que habían ido al centro comercial. Dudó que Heather estuviera dispuesta a contárselo. Al final se quedó sola, sus ojos recorrieron a ciegas las páginas, sin ser capaz de meterse de verdad en Jane Eyre y su huida de Thornfield, la fría proposición matrimonial de St. John, las adorables hermanas que la tratan tan bien y resulta que son primas suyas.

No le gustó ver que en la sala había una mujer policía, pero trató de ocultar su irritación, su sorpresa.

– ¿Va a venir Kevin? -preguntó.

– ¿Kevin? -repuso la policía, una mujer rolliza, como si fuese un eco-. Ah, el inspector Infante. -Como si Heather no tuviera el derecho a tomarse esa clase de confianzas. «A esta mujer no le gusto. Le fastidia que yo sea delgada, y eso que es mucho más joven que yo. Quiere a Kevin para ella sólita»-. El inspector Infante ha tenido que salir de la ciudad. Ha ido a Georgia.

– ¿Y eso ha de tener algún significado específico para mí?

Gloria le lanzó una mirada furiosa, pero a ella no le importaba demasiado lo que Gloria pudiese pensar. Sabía lo que se hacía y lo que pensaba hacer.

– Ni idea. ¿Lo tiene, tiene algún significado para usted?

– No he vivido nunca allí, si eso es lo que insinúa.

– ¿Dónde ha vivido en los últimos treinta años?

– Apelará a la Quinta Enmienda si le haces esa pregunta -dijo Gloria sin perder un segundo.

– No estoy segura de que se pueda aplicar la Quinta En mienda en este caso, y te hemos dicho varias veces que podríamos llevar a tu cliente a declarar ante un gran jurado, concediéndole inmunidad en relación con el presunto robo, y… Da igual. -Nancy fingió no darle importancia.

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