– Eran casi las cinco y regresé paseando a la zona central, bajo la gran claraboya verde, allí estaban las tiendas de comida. Karmelkorn, BaskinRobbins. Pensé que a lo mejor Sunny decidía finalmente comprarme alguna golosina. Decidí que, si no me compraba nada, les diría a mis padres que había intentado ver una película no apta. Como fuera, iba a conseguir lo que yo quería. En aquella época… en aquella época era muy lista, sabía cómo conseguir lo que yo quería.
– ¿Y luego?
– No se imagina hasta qué punto la esclavitud sexual acaba quebrando la voluntad de cualquiera.
A Willoughby le gustó el modo en que la inspectora asintió con la cabeza al oír estas palabras, mostrándole su simpatía, pero al mismo tiempo no permitiendo que esta afirmación la apartara de su camino.
– Eran ya las… ¿Qué hora era cuando llegó a Karmelkorn?
– Ya se lo he dicho, casi las cinco.
– ¿Cómo supo la hora?
– Tenía un reloj con un Snoopy. -Lo dijo en tono de «ay, señor, lo que me aburro con todo esto…»-. Un reloj con la esfera amarilla y una correa ancha de cuero. Había sido de Sunny, en realidad, pero ella había dejado de ponérselo. A mí me hacía mucha gracia. Pero indicaba la hora con los brazos, y no permitía saber la hora con mucha precisión. Por eso sólo sé que eran cerca de las cinco.
– ¿Y dónde estaba Karmelkorn?
– Si me pregunta si estaba al sur o al norte, ni idea. Security Square tenía forma de signo más, pero uno de los brazos era mucho más largo que el otro. Y la tienda de Karmelkorn se encontraba en el brazo más corto, el que daba al sitio donde iban a inaugurar J.C. Penney, sólo que aún no lo habían abierto. Era un sitio perfecto para sentarse, aunque no comieras nada, el aroma era fantástico, olía a mantequilla…
– De modo que estaba sentada.
– Sí, al borde de una fuente. No era de esas que dicen que te trae suerte, pero la gente había echado monedas. Me acuerdo de que pensé qué podía ocurrir si yo trataba de pescarlas, si me buscaría problemas.
– ¿No me dijo que era usted una buenaza o algo así?
– Incluso a las niñas buenas se les ocurren esas cosas. Yo diría incluso que eso es lo que nos define. Siempre estamos pensando en las cosas que no nos atrevemos a hacer, pensando en dónde está la frontera, de manera que podemos acercarnos hasta el borde mismo, y luego declarar que somos inocentes hablando en términos estrictamente técnicos.
– Y Sunny, ¿era también una niña buena, una buenaza?
– No, era algo mucho peor que eso.
– ¿Qué cosa?
– Quería ser mala, y no sabía cómo.
7.10 de la tarde
Tras haber terminado Jane Eyre -«Me casé con él, lector. Estaba ciego, ¿qué otra oportunidad le quedaba?»-, Kay se dio cuenta de que no tenía ningún libro más. Seguramente guardaba alguno en el portamaletas del coche, pero no estaba segura de que la dejaran entrar otra vez en el edificio si salía. Podía preguntarle a alguien, pero le asaltó la timidez adolescente que nunca la había abandonado. Se quedó leyendo las notas del tablón de anuncios, los folletos que encontró sueltos por ahí. Los había que hablaban de cómo ayudar a la gente a combatir las drogas.
Estaba todavía preocupada por la repentina excursión al antiguo centro comercial, se preguntaba si tenía que haber informado a alguien. Se preguntaba también a quién debía ser fiel, si es que le debía fidelidad a alguien. Y si era mejor marcharse. Pero le esperaba una casa vacía del todo un sábado por la noche.
7.35 de la tarde
– ¿Quiere un refresco?
– No.
– Yo sí quiero algo. Volveré enseguida, ¿de acuerdo? Voy a por algo de beber. ¿Y tú, Gloria?
– No necesito nada.
Cuando se quedó sola con su cliente, Gloria le dijo:
– Nos están escuchando, que lo sepas. Pero si quieres que hablemos de forma privada, pídelo, no pueden impedirlo.
– Ya. No, gracias, todo va bien.
7.55 de la tarde
– Bueno, ¿dónde estábamos?
– Ha ido usted a por un refresco.
– No, quiero decir en qué momento del relato, y dónde estaba usted. Ah, claro, sentada en la fuente, pensando en las monedas.
– Un hombre me dio un golpecito en el hombro.
– ¿Cómo lo hizo? Muéstremelo.
– ¿Que se lo muestre?
Nancy se inclinó sobre la mesa que había entre ellas dos.
– Pongamos que yo soy usted. ¿Se le acercó por detrás? ¿Por qué lado? Hágamelo a mí.
Se levantó y se acercó a Nancy por la espalda, y le dio un golpe en el hombro izquierdo, con más fuerza de lo que hubiera hecho falta para imitar un golpecito.
– Y entonces se dio la vuelta y vio a ese hombre. ¿Qué aspecto tenía?
– Un viejo, yo lo vi así. Pelo muy corto, moreno y con canas. De aspecto corriente. Tendría unos cincuenta y tantos, pero eso lo averigüé más tarde. En aquel instante sólo pensé: «Es viejo.»
– ¿Le dijo él alguna cosa?
– Me preguntó si yo era Heather Bethany. Sabía cómo me llamaba.
– ¿Pensó que era raro que lo supiera?
– No. Yo no era más que una niña. Los mayores siempre sabían sobre mí cosas que yo no sabía que supieran. Los mayores eran como dioses. En aquel entonces.
– ¿Conocía a ese hombre?
– No, pero me enseñó la placa, y me dijo que era policía.
– ¿Qué aspecto tenía la placa?
– No sé, era una placa. No llevaba uniforme pero tenía una placa, y por nada del mundo se me habría ocurrido dudar de nada de lo que dijera.
– ¿Y qué dijo?
– «Tu hermana se ha hecho daño. Acompáñame.» Y le acompañé. Le seguí a lo largo de un pasillo, por la zona de los servicios. Y al final había una salida con un cartel que decía «Salida de emergencia exclusivamente». Y lo nuestro era una emergencia y no me extrañó nada que saliéramos por ese sitio en lugar de hacerlo por las entradas normales.
– ¿Sonó una alarma?
– ¿Una alarma?
– Cuando alguien sale por una puerta donde dice que es sólo para emergencias, normalmente suena una alarma.
– No recuerdo que sonara nada. Quizás él la había desactivado. O quizá no había alarma. No lo sé.
– ¿Dónde estaba ese pasillo?
– Entre el hall central y Sears. Era el pasillo de los servicios, y también donde hacían las encuestas.
– ¿Qué encuestas?
– Me lo dijo Sunny, me dijo que hacían preguntas a los clientes y te pagaban cinco dólares por contestar. Pero sólo te encuestaban si tenías al menos quince años. A mí no me hicieron nunca ninguna encuesta.
8.40 de la tarde
Infante entró en la habitación donde Willoughby y Lenhardt observaban el interrogatorio.
– ¿No se supone que tenías que estar en el aeropuerto, esperando la llegada de la madre? -le dijo Lenhardt, pero no lo dijo con ganas de tocarle los huevos, pensó Willoughby.
– He llegado muy temprano, y por lo que he visto en los monitores, el avión de ella llegará con dos horas de retraso. He pensado que me daba tiempo a venir y ver cómo iban las cosas.
– Nancy lo está dirigiendo muy bien -dijo Lenhardt-. Tomándose todo el tiempo del mundo. Ya lleva cuatro horas con ella, y todavía la está conduciendo poco a poco hasta el momento del secuestro, pero cuando ya está cerca, vuelve para atrás. La está volviendo loca. Esa mujer se muere de ganas de contarnos toda la mierda que vino luego. Por algún motivo…
Infante miró su reloj.
– Tendré que irme a las nueve y media hacia el aeropuerto. ¿Tendré tiempo de ver la escena principal?
Lenhardt cerró los puños con fuerza y giró las muñecas para quedarse mirando los dedos muy prietos.
– Yo diría que sí.
8.50 de la tarde
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