– ¿Le habló de su familia? ¿Hubo otras personas implicadas en todo eso?
– Ellos no lo supieron todo. No estoy segura de qué les contó a su esposa y a su hijo, quizá les dijo que yo había huido de casa, que andaba perdida por las calles de Baltimore, que, por la razón que fuera, yo no podía volver a mi casa. Todo lo que sé es que se fue a la hemeroteca y estuvo viendo periódicos antiguos hasta que encontró lo que necesitaba. La historia de un incendio que se produjo una vez en Ohio, unos cuantos años atrás. Murió en él toda una familia. Cogió el nombre de la niña pequeña y pidió un número de la Seguridad Social a ese nombre. Y así consiguió que me aceptaran como alumna de la escuela parroquial de York.
– ¿No necesitó más que un número de la Seguridad Social?
– Era una escuela parroquial, ya se lo he dicho, y les contó que eso era todo lo que yo tenía, que el incendio lo había destruido todo, que tardaría muchos meses en conseguir un certificado de nacimiento. Recuerde que había sido agente de la policía, una persona respetada. La gente trataba de caerle bien.
– De manera que le apuntó en ese colegio, y usted fue todos los días a clase, ¿y ni siquiera intentó contarle a nadie quién era usted y la clase de vida que tenía que llevar?
– No me llevó inmediatamente al colegio. Esperó al comienzo del curso siguiente, en otoño. Habían pasado unos seis meses, durante los cuales viví bajo su techo sin ningún tipo de libertad. Para cuando comencé a ir al colegio yo ya estaba rota. Durante seis meses había tenido que oírle decir que yo no le importaba a nadie, que nadie me buscaba, que dependía completamente de él. Era una persona mayor, y además era un policía. Y yo una niña. Le creí. Además, me violaba cada noche.
– ¿Y su esposa aguantaba esa situación?
– Cerró los ojos a todo lo que pasaba, suelen hacerlo muchas familias en casos así. O a lo mejor pensó que la culpa era mía, que yo era una prostituta infantil, que seducía a su marido. Qué sé yo. Con el tiempo te acabas insensibilizando. Era como un trabajo pesado que tienes la obligación de hacer. Una cosa que se esperaba de mí. La granja estaba a mitad de camino entre Glen Rock y Shrewsbury, y eso me sonaba como si estuviéramos a un millón de kilómetros de Baltimore. Nadie habló nunca de las niñas Bethany en aquel lugar. Era un suceso ocurrido lejos, en la ciudad. Y ya no quedaban dos niñas Bethany, sólo una.
– ¿Es ahí donde vive usted ahora? ¿Ha pasado todos esos años ahí?
– No, inspectora. -Sonrió-. Me fui hace mucho, al cumplir los dieciocho años. Me dio dinero, me metió en un autocar, y me dijo que tenía que valerme por mí misma.
– ¿Y por qué no regresó a Baltimore, por qué no buscó a sus parientes, por qué no empezó a contar lo que le había pasado?
– Porque yo ya no existía. Había sido todo ese tiempo Ruth Leibig, la única superviviente de un incendio ocurrido en Ohio, en la ciudad de Columbus. Adolescente normal de día, consorte de noche. Heather Bethany no existía. Nadie me esperaba en ningún lado.
– Así que ése es el nombre que ha utilizado, Ruth Leibig.
La mujer sonrió, esta vez una sonrisa muy ancha.
– No va a sonsacarme tan fácilmente, inspectora. Stan Dunham me adiestró muy bien. Aprendí a rastrear noticias en periódicos antiguos, a encontrar identidades que nadie iba a reclamar, a apropiarme de ellas. Ahora ya no es tan fácil como entonces, claro. Ahora la tarjeta de la Seguridad Social te la dan cada vez más y más temprano. Pero una persona de mi edad encuentra todavía muchísimos nombres de niñas fallecidas que puede utilizar sin grandes problemas. Y le sorprendería lo sencillo que resulta obtener certificados de nacimiento con tal de que poseas ciertas informaciones, muy básicas, y algo de… técnica.
– ¿Qué clase de técnica?
– ¿Y a usted qué le importa?
Gloria asintió.
– Mira, Nancy, te ha contado la historia. Ahora ya sabes lo que querías saber.
– Pues la cuestión es que no estoy segura -dijo Nancy-. Todos los indicios que nos ha proporcionado conducen a callejones sin salida. Esa granja donde ocurrió todo hace tantos años… Pues bien, los terrenos han sido parcelados hace tiempo para construir casas unifamiliares, y no se registró en ningún lugar que se encontrara ninguna tumba al hacer las excavaciones.
– Podéis hacer comprobaciones en la escuela parroquial, en las Hermanas de la Florecilla. Estará registrada Ruth Leibig.
– Stan Dunham se encuentra internado, se está muriendo…
– ¡Vaya! -dijo la mujer.
– Y su esposa murió hace al menos diez años. Ah, sí, y el hijo… El hijo murió en un accidente, un incendio, hace sólo tres meses. En Georgia. Por cierto, vivía allí con una tal Penelope Jackson.
– ¿Ha muerto? ¿Tony ha muerto?
De haber sido más joven, Willoughby habría saltado de la silla como impulsado por un resorte. Infante y Lenhardt, que estaban de pie en ese momento, tensaron sus cuerpos, se inclinaron hacia el altavoz a través del cual escuchaban la conversación.
– ¿Lo han oído…? -comenzó a decir Lenhardt.
Al mismo tiempo, pisando sus palabras, Infante hablaba también:
– Lo del padre no la ha sorprendido, y ni lo de Penelope Jackson ni la mención de Georgia parecen haberla afectado en lo más mínimo, pero lo del hijo no se lo esperaba. Y, aunque Nancy no lo haya pronunciado, ella conoce el nombre del hijo.
– Tranquila, Heather -decía Gloria al otro lado-. Por favor, Nancy, déjanos hablar un minuto.
– Claro, todo lo que necesites.
Nancy salió de la habitación, y prácticamente estaba pegando brincos cuando se reunió con los demás policías. Estaba orgullosa de sí misma, tenía motivos para estarlo, pensó Willoughby. Había hecho un buen trabajo. El olvido de Pincharelli era una omisión clave. Además, Miriam siempre había dicho que Heather se llevó esa tarde al centro comercial una cantidad bastante grande de dinero, porque la caja donde solía guardarlo en su habitación estaba vacía.
Pero con eso no bastaba. Él era el único de los presentes que sabía que no habían conseguido demostrar que esa mujer no era Heather Bethany. Hubiera apostado hasta su propia vida a que la mujer mentía, pero no lo podía demostrar.
– ¿Y bien? -dijo Nancy a los tres inspectores.
– ¿Qué piensa usted? -dijo Lenhardt, mirando a Willoughby.
El policía retirado se agachó, cogió el sobre que tenía a sus pies y lo abrió, aunque ya sabía qué contenía. Un bolso de tela vaquera de color azul, con un pespunte rojo. Dentro del sobre no se veía bien el color, los años lo habían desteñido un poco, pero era exactamente tal como ella lo había descrito. Todo, excepto el contenido. Pero eso era solamente porque no había nada dentro. Encontraron el bolso cerca de un contenedor, le habían dado la vuelta y en un lado quedó grabada la marca de un neumático. Siempre dieron por supuesto que Heather lo perdió en el momento de ser secuestrada, y que algún pillastre lo encontró tirado, sacó todo lo que había dentro, se quedó el dinero o las cosas que contenía y lo tiró.
Sin embargo, no podían contradecir el recuerdo de su contenido, ya que nunca lo conocieron. El bolso sí, era exactamente tal como ella lo había descrito. Ahora bien, si esa mujer era Heather Bethany, ¿por qué no recordaba haber visto al profesor de música de su hermana? ¿Cabía la posibilidad de que fuese Pincharelli el que había mentido? En los interrogatorios de Willoughby, ¿había dicho eso, lo que el inspector quería oír, a modo de tapadera para no contarle otra cosa que prefería que permaneciese en secreto? Pincharelli también había fallecido. Daba igual hacia donde miraran, los testigos habían muerto o estaban agonizando. Habían transcurrido treinta años, eso formaba parte del orden natural de las cosas. Dave ya no estaba allí. Evelyn, la esposa de Willoughby, tampoco estaba a su lado. La mujer de Stan Dunham, al igual que su hijo, ya no estaba. Penelope Jackson, fuera quien fuese, había desaparecido, y no había dejado tras de sí ningún rastro, sólo un Valiant de color verde. Y lo único que habían sido capaces de probar más allá de toda duda era que la mujer que se encontraba en la sala de interrogatorios no era Penelope Jackson. Pero esa mujer les había dado una descripción perfecta del bolso. ¿La convertía eso en Heather Bethany? Volvió a recordar el aire reverberando en un crepúsculo veraniego, el instante en el que supo que la mujer mentía.
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