Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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«Te conozco, inspectora. Eres una chica buena, una de esas que acaba siendo la subdelegada del curso, o la delegada. La que siempre consigue un novio genial y juguetea con el collar durante las comidas, con apenas dieciséis años pero con el estilo de toda un ama de casa. Te conozco. Pero yo sí sé lo que es ser una novia adolescente, y sé que a ti no te hubiese gustado serlo. No te hubiese gustado en lo más mínimo.»

– No se trata sólo del aspecto legal de las cosas, lo hemos dicho hasta la saciedad -dijo Gloria-. Hablamos del fisgoneo, de meter las narices en todas partes. Si Heather diera detalles de su identidad actual, ¿verdad que al instante saldría la policía a preguntar cosas a sus compañeros de trabajo y a sus vecinos?

– Es posible. Seguro que analizaríamos todas las bases de datos a nuestro alcance.

«¿Y a quién coño le importa?»

Pero Gloria dijo otra cosa:

– ¿Crees que es una delincuente?

– No, no, qué va. Sólo que nos cuesta muchísimo comprender por qué razón no se presentó voluntariamente a contarlo todo hasta el día en que se vio metida en un accidente y supo que estaba expuesta a ser acusada de haber abandonado el lugar del suceso eludiendo su deber de auxiliar a los accidentados.

En ese momento ella decidió enfrentarse a la policía:

– No le gusto a usted.

– No la conozco siquiera, acabo de saludarla por vez primera -dijo Nancy.

– ¿Cuándo regresará Kevin? ¿No tendría que ser él quien me interrogara? Si él no está, tendremos que volver a hablar de muchísimas cosas que ya le he contado.

– Es usted la que ha querido hablar hoy. Pues bien, aquí estamos. Adelante.

– Ésas fueron las últimas palabras que pronunció Gary Gilmore antes de su ejecución. Era en 1977. Seguro que usted ni siquiera había nacido.

– Nací precisamente ese año -dijo Nancy Porter-. Y usted, ¿qué edad tenía? ¿Dónde estaba y cómo fue que la muerte de Gary Gilmore le produjo tanto impacto?

– La pobre Heather tenía entonces trece años. De cara al exterior, se suponía que tenía más.

– «La pobre Heather.» ¿Llevaba una vida de perro?

– Créame, inspectora, mi vida era tan horrible que soñaba en vivir al menos una vida de perro.

Capítulo 33

5.45 de la tarde

– Sunny me dijo que podía ir con ella al centro comercial, pero que no me permitiría que anduviera detrás de ella toda la tarde. Pero al final, y quizá por llevarle la contraria, no me aparté de ella. La seguí, y me metí en el cine donde daban Huida a la montaña embrujada. Cuando comenzaron a poner los tráiler ella se levantó y salió. Pensé que había ido al baño, pero como empezaron a echar la película y aún no había regresado, salí a la entrada del cine, la busqué.

– ¿Estaba preocupada por ella? ¿Temía que le hubiera pasado alguna cosa?

La mujer -Willoughby no quería llamarla Heather todavía, aunque sólo fuera por un sentimiento de autoprotección, porque no quería depositar demasiadas esperanzas en esa mujer, en esa solución del caso-, la mujer reflexionó detenidamente antes de responder la pregunta. El policía retirado supo que estaba acostumbrada a pensárselo todo dos veces antes de dar una respuesta. Tal vez porque era una persona cautelosa, pero sospechó que a esa mujer le gustaba el dramatismo producido por sus pausas y sus dudas. Sabía que su interpretación tenía un público que no se limitaba a Nancy y a Gloria.

– La pregunta es interesante. Y la cuestión es que sí, sí que estaba preocupada por Sunny. Entiendo que pueda parecer extraño, siendo yo la pequeña. Pero Sunny era… no sé cómo decirlo, ¿ingenua? No es una palabra que yo hubiese conocido siquiera en aquel entonces. Pero sí sé que me sentía obligada a protegerla, y cuando vi que no regresaba me sentí preocupada. No se me ocurrió la posibilidad de que hubiese comprado la entrada para ver una película y decidiera no verla.

– Habría podido usted salir y pedir que le devolvieran el dinero.

Frunció el entrecejo, como dándole vueltas a esa posibilidad.

– Sí, claro. No se me ocurrió siquiera. Sólo tenía once años. Además, averigüé enseguida por qué había salido. Se había colado en la sala vecina, donde ponían Chinatown, una película para menores acompañados. No era sencillo colarse, porque había un solo hall para los dos cines y había vigilancia. Pero si te ibas al baño del otro lado y te colabas deprisa, no era difícil escapar a las miradas del acomodador. Lo habíamos hecho otras veces, para ver dos películas por el precio de una, pero nunca para ver una película no apta. Bueno, eso era algo que jamás se me había pasado por la imaginación. Yo era una buenaza.

Willoughby consideró la idea de colarse para ver una película para menores acompañados… ¿todavía lo hacían los críos actualmente? Por otro lado, ninguno lo haría en la actualidad para ver algo como Chinatown, una película sin desnudos ni nada parecido. Se preguntó si una niña de once años, en 1975, habría sido capaz de captar el tema del incesto, de enterarse bien de la complicada trama de compraventa de terrenos que era el núcleo de la historia.

– Total, que la encontré en la última fila, viendo Chinatown. Y se puso furiosa conmigo, me dijo que me largara. Y acabó llamando la atención del acomodador, que nos echó a las dos. Sunny estaba furiosa. Tan furiosa que me dio miedo. Y luego dijo que ya estaba harta de mí, que ni siquiera iba a comprarme caramelos como me había prometido, y que no quería volver a verme hasta que papá pasara a recogernos a las cinco y media.

– ¿Y qué hizo usted entonces?

– Pasear, mirar cosas.

– ¿Vio a alguien, habló con alguien?

– No, no hablé con nadie.

Willougby anotó algo en el bloc que le habían proporcionado. Ésa era la clave. Si Pincharelli se acordaba de ella, ella habría tenido que acordarse de Pincharelli. Era uno de los escasos detalles que el profesor de música acabó contando, y le costó bastante soltarlo. Dijo haber visto a Heather entre el público que le escuchaba.

Por fortuna, Nancy Porter también captó el detalle.

– Así que no habló con nadie, bien. Pero ¿vio a alguien, a alguna persona que conociese?

– No lo recuerdo.

– ¿Nadie cuyo rostro le resultara familiar, un vecino, algún amigo de sus padres?

– No.

– Así que no hizo más que andar por ahí, sola en el centro comercial, durante tres horas…

– Hace siglos que las niñas hacen precisamente eso cuando están solas en un centro comercial. Rondan por ahí. ¿No lo hizo usted nunca, inspectora?

Esta pregunta le ganó una mirada crítica por parte de Gloria, a la que no le estaba gustando la actitud combativa de su cliente. La inspectora Porter sonrió, sonrió de una manera luminosa, relajada, sincera, un tipo de sonrisa como su cliente jamás pudo esbozar, jamás en toda su vida.

– Claro que sí -dijo Nancy Porter-. Sólo que yo habría hecho eso mismo en White Marsh, y me habría acercado a la zona de los restaurantes, a la pizzería de Mamma llardo.

– Me gusta el nombre.

– Y hacían buenas pizzas.

Nancy se inclinó sobre su cuaderno y tomó muchísimas notas apresuradamente. «Puro espectáculo -pensó Willoughby-. Puro espectáculo.»

6.20 de la tarde

– Cuénteme otra vez lo que ocurrió al final de la tarde, cuando ya era la hora de encontrarse otra vez con su hermana.

– Ya se lo he dicho.

– Dígamelo otra vez.

Nancy tomó un sorbo de agua. Había invitado repetidas veces a la mujer a que tomara un refresco, hiciera un descanso para ir al baño, pero ella se había negado todas las veces. Mala suerte, porque de haber podido sacar sus huellas de un vaso, las habrían metido enseguida en la base de datos y en unos minutos habrían sabido si correspondían a alguien que estuviera fichado por alguna razón.

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