– Hay que joderse -dijo Lenhardt.
– En fin, la madre estará muy pronto aquí-dijo Infante-. Habría sido mucho mejor no tener que someterla a esto, decirle, nada más aterrizar, que esta mujer miente, o que no. Pero al menos el ADN será concluyente. Cuando por fin lo tengamos. E incluso dándole la máxima urgencia, tardará uno o dos días.
– Ya… -dijo Willoughby-. Acerca de esa cuestión…
10.25 de la noche
El avión parecía roncar tan dormido como los pasajeros, la mayoría de los cuales estaban rotos y agotados debido al retraso de dos horas que llevaba aquel vuelo. En su butaca de primera clase, un lujo provocado por la necesidad de adquirir el billete en el último momento, Miriam no lograba conciliar el sueño, y contemplaba la alfombra de nubes que había debajo del avión. Tardaron bastante rato en atravesar la capa nubosa, pero al final vio Baltimore a sus pies, por vez primera en casi veinte años. Le pareció mucho más grande de lo que recordaba, que las luces se extendían hasta abarcar un área mucho mayor que antaño, pero la última vez que había tomado un vuelo que aterrizaba en la ciudad fue en 1968. En aquel entonces el aeropuerto ya se llamaba Friendship, y ese día Miriam regresaba de Canadá vía Nueva York. Era el verano posterior a los graves disturbios urbanos, y le había parecido buena idea llevarse a sus hijas a Ottawa, permitirles que disfrutaran de unas vacaciones especialmente prolongadas junto a sus abuelos. Iban muy elegantes para ese vuelo de regreso, les pusieron a las niñas unos vestidos iguales que la madre de Miriam compró en Holt Renfrew, unos trajecitos con estampado a listas y un cuello al que se sujetaban con presillas sendos pañuelos de seda artificial. Apenas llevaban veinte minutos de viaje cuando Sunny ya estaba hecha un guiñapo, mientras que Heather pisó el aeropuerto sin una sola arruga. En aquel entonces la gente que iba a recogerte se reunía con los viajeros en la puerta al lado mismo de la pista. Recordó que vio a Dave esperándolas, pálido y fornido de hombros, cansado de trabajar. Al cabo de unos años, cuando Dave le dijo que iba a dejar su empleo de funcionario para montar una tienda, Miriam le contestó que le parecía muy bien. Quería que estuviese contento. Aunque ella estuviera pasándolo mal, quería que Dave disfrutara de algún tipo de paz.
De repente, bajo el avión no había nada, una especie de abismo vacío, sin luces. A Miriam le dio un vuelco el estómago, algo parecido al «mal de Moctezuma» que padecían los turistas en México, y que ella no había padecido ni una sola vez viviendo allí. Buscó a tientas la bolsa para vomitar, pero no la encontró. Tal vez las compañías aéreas habían dejado de suministrarlas, tal vez se suponía que la gente ya no se mareaba en los aviones, al menos los pasajeros de primera. O tal vez otro pasajero anterior se la había llevado sin que las azafatas, generalmente muy atareadas, se hubiesen dado cuenta. De modo que Miriam hizo lo único que, en aquellas circunstancias, podía hacer. Tragar.
OCTAVA PARTE . Las Cosas como Son
(1989)
El último tramo del viaje de Miriam a la escuela de idiomas lo complicó una circunstancia: que todavía no hablaba prácticamente ni una palabra de español. «Una auténtica paradoja», pensó mientras aguardaba en la cavernosa y caótica estación de autobuses donde al final consiguió comprar un billete para Cuernavaca, superando las enormes dificultades que suponía entenderse en un idioma casi completamente desconocido para ella. Para llegar hasta allí había tenido que pasar la aduana y lograr hacerse una idea de cómo funcionaban los taxis en Ciudad de México, y había llegado a sentirse incluso orgullosa de sí misma cuando por fin estuvo ante la ventanilla y salió de allí con el billete de primera para Cuernavaca agarrado en su mano temblorosa.
Ahora bien, ¿cómo localizar el autobús que iba a esa ciudad en medio de las interminables hileras de vehículos estacionados en el exterior, todos con el motor zumbando al ralentí y expulsando negras humaredas por el tubo de escape? En el sistema de altavoces sonaban avisos constantes, que no eran más que una serie de ruidos de electricidad estática, incomprensibles en cualquier idioma. No logró encontrar ningún mostrador de información, no había aparentemente nadie que hablara inglés, y los rudimentos de español que había aprendido en la escuela de Texas no servían de nada. Cuando se dirigía a la gente y tartamudeaba lo que se le ocurría, la miraban con cara de no entender, y replicaban con un torrente de palabras que para ella no eran más que ruidos. Todos pretendían ayudarla. La miraban con rostro amable y ademanes afectuosos y cálidos. Pero nadie entendía nada de lo que ella decía. Se puso a examinar el billete, vio que era azul, y comenzó a mirar los billetes que llevaban los demás. Una mujer llevaba otro billete azul, parecía muy cansada y tenía un perfil que recordaba al de los rostros del arte maya: una nariz noble, aguileña; una frente plana.
– ¿Cuernavaca? -preguntó Miriam.
La mujer reflexionó sobre la pregunta de Miriam con cierta cautela, como si llevase toda una vida en la que las preguntas más sencillas habían acabado siendo siniestras y peligrosas.
– Sí -repuso en español, y añadió sin cambiar de idioma-: Ya me voy.
Y dio media vuelta como si la pregunta de Miriam hubiese sido en realidad una orden que la obligaba sutilmente a irse de allí. Volvió un instante la vista atrás y, al comprobar que Miriam la estaba siguiendo, aceleró el paso, aunque no le resultaba fácil, ya que cargaba con un par de voluminosas bolsas de compras. Pero todavía le costó más a Miriam, que tiraba de su maleta, sujeta a un sistema de ruedecillas, y acabó rezagándose. La mujer miró de nuevo atrás, vio a Miriam peleando por no perderla de vista, y entonces se fijó en el billete que la extranjera llevaba en la mano, y que era azul, como el suyo.
– Cuernavaca -dijo, comprendiendo al fin.
Esperó a que Miriam la alcanzase, y la condujo al autobús que iba a esa ciudad. «Cuernavaca», repitió la mujer mientras subía al vehículo, sonriendo a Miriam como si fuese una niña que estaba aprendiendo a hablar. Ocupó un asiento y repitió, «Cuernavaca». Y decidió lanzarse a enseñarle más vocabulario, pronunció palabras que Miriam supo que llegó a aprender, pero que por alguna razón ya no sabía qué significaban. La mujer lo intentó de nuevo, pronunciando cada palabra más despacio. Miriam se rio y abrió las manos, burlándose de su propia ignorancia. La mujer también sonrió y acabó con una carcajada, aliviada al parecer de no verse forzada a darle conversación a esa extranjera gringa durante la hora entera de viaje hacia el sur. Se recostó en el respaldo de su asiento, rebuscó en el fondo de una de las bolsas y sacó algo envuelto en papel de cera. Quitó el papel y apareció un mango clavado en un palo. La fruta tenía por encima algo que parecía pimienta espolvoreada en abundancia. Sintiéndose por fin segura en el autobús, a punto de alcanzar su destino, Miriam estaba tan relajada que se maravilló ante la visión. Cinco minutos antes, cuando todavía se encontraba perdida, le habría parecido repugnante.
«¿De dónde es?», le había preguntado en español la mujer. Creyó entenderlo por fin, pero era ya tarde para contestarle. Además, ¿qué podía decir Miriam? Esa mañana había tomado un avión en el aeropuerto de Austin. Lo cual no necesariamente hacía de ella una tejana. Podía tal vez responder que era canadiense, pues había nacido en ese país. Desde la muerte de sus padres, no tenía lazos con aquella tierra. Acostumbraba pensar que era de Baltimore, pero apenas había vivido quince años en esa ciudad, y llevaba en Texas trece años. «¿De dónde soy?»
Читать дальше