Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Se levantó, irguiéndose entre las montañas de informes que había erigido a modo de muralla a su alrededor, y salió corriendo hacia la mesa del director, ágil a pesar de los altos tacones que usaba, temblando de furia, como si Barb la hubiese amenazado de manera violenta. Se le estremecía hasta el alto moño que coronaba su cabeza, perfectamente teñido y retocado cada dos semanas para que ni la más mínima raíz delatara una sola cana en medio de aquel fiero color castaño rojizo.

Barb se habría sentido profundamente preocupada si no hubiera visto la misma actuación como mínimo dos veces al mes desde que el verano anterior comenzara a trabajar en esa redacción. Al otro lado de los cristales del despacho del director, la señora Hennessey iba y venía agitada, mostrando sus diminutos puños cerrados y en alto, exigiendo el despido de Barb. Salió por fin del despacho, muy enfurruñada, y al instante Barb fue convocada al mismo despacho por medio de un correo electrónico.

– Le agradecería que tratase de actuar y hablar con mucho más tacto cuando tenga que dirigirse a ella… -comenzó a decir Mike Bagley, el director.

– Lo intentaré -dijo Barb-. Lo intentaré. Pero me parece que no le está usted pidiendo a ella que tenga más tacto conmigo y, la verdad, me trata como si yo fuera su criada. Es cierto, de vez en cuando el ordenador se come todo lo que acaba de escribir, pero la mayor parte de los problemas de los que se queja son culpa de ella, y de su manía de no tomar las medidas más elementales. No tengo por qué andar vigilándola todo el rato.

– La señora Hennessey es una… -miró a su alrededor, como si temiera que alguien pudiese oírle- es una mujer mayor. Acostumbrada a hacer las cosas de una manera. A estas alturas, ¿de verdad espera que la hagamos cambiar?

– ¿Así que toda la redacción tendrá que seguir estando pendiente de si esa señora menea o no la cola?

– ¡Esa señora meneando la cola! -dijo Bagley, un hombre grandote, cuyo cabello, abundante y pelirrojo antaño, clareaba ahora y apenas si tenía un leve timbre amarillento. Su mueca era desagradable-. Vaya imagen ha tenido que elegir usted, ¡santo cielo! Mire, Barb, lleva usted una carrera que, como mucho, podríamos decir que ha sido poco ortodoxa. Su talento…

Barb esperó a ver cómo continuaba la frase, temiéndose lo peor. ¿Iba a decir «es inexistente»? ¿«Limitado»? Pero ni siquiera terminó la frase.

– Esta redacción depende de usted. Cada vez que se funde el sistema y usted consigue hacerlo resucitar, nos ahorra miles de dólares. Lo sabe usted y lo sé yo. Así que deje que la señora Hennessey siga pensando que es una persona eficaz y consecuente, y evíteme que nos lleve a los tribunales por discriminación contra las personas maduras, por favor. Vaya, vaya a pedirle disculpas.

– ¿Disculparme yo? No ha sido culpa mía.

– Le ha dicho que sus reportajes eran muy cutres.

– ¿Qué yo le he dicho…? -Se rio-. Sólo le he dicho que el operario que le echa las culpas a sus herramientas no es muy buen operario. Es una frase hecha. Y no he dicho ni palabra sobre lo que escribe. Aunque la verdad es que lo que escribe es bastante cutre. ¿O no? -Barb se quedó pensándolo. No se le había ocurrido hasta ese momento que tenía derecho a opinar sobre las palabras que aparecían en las pantallas que estaban a su cuidado. Antes trabajaba en la sección de anuncios por palabras, hasta que alguien descubrió que sabía de ordenadores lo suficiente como para cuidar de ellos. En realidad, ni siquiera sabían que solía leer el periódico, pero lo hacía, vaya que sí lo hacía, y los textos de la señora Hennessey eran de lo más cutre. Seguro.

– Mire, Barb, vaya a decirle que lo siente, nada más. A veces la mejor manera de llevar los conflictos es actuar así.

Barb estaba furiosa y le miraba con ojos llameantes. «¿Tiene idea de qué desastre podría yo causarle al sistema? ¿Sabe hasta qué punto estaría en mis manos cargármelo todo?» Cuando redactó un informe sobre la calidad del trabajo de Barb, el director (que no tenía derecho alguno a supervisar su trabajo puesto que no sabía absolutamente nada de ordenadores) escribió que era importante que «tratase de controlar sus accesos de ira». Eso, controlarlos. Vaya que sí. Lo que hacía era atizar las llamas de esa ira, pues al fin y al cabo la ira era su principal fuente de energía.

– ¿Y a mí, quién me pedirá disculpas a mí?

– Mire, Barb -dijo Bagley, completamente desorientado ante esa reacción-. Estoy de acuerdo en que la señora Hennessey nos da a todos mucho trabajo. Pero no le ha alzado la voz. Y está en cambio convencida de que usted le ha dicho que no sabe escribir. Sería mucho mejor para todos si fuese usted a presentarle sus disculpas.

– ¿Sería mucho más mejor para quién?

– No se dice «mucho más mejor». Se dice «mucho mejor» -la corrigió. Menuda metedura de pata-. De acuerdo, será mucho mejor para mí. Y el jefe soy yo, ¿de acuerdo? Así que ya puede ir a pedirle disculpas, y acabemos de una vez con esta pelea de gallinero.

La señora Hennessey se había ido a la sala llamada de descanso, un lugar sombrío, pequeño, lleno de máquinas tragaperras de comida y bebida y con mesas de fórmica.

– Lo siento -dijo Barb en tono envarado.

No menos envarada que ella, la señora Hennessey, bajó levemente la cabeza, con la actitud de una reina que mirase a una campesina por encima del hombro. Sólo que como la señora estaba sentada en un banco bajo, no pudo mirarla por encima del hombro.

– Gracias.

– Lo único que le decía… -Barb no entendía por qué razón se sentía obligada a hablarle. Se había limitado a hacer lo que le decían que hiciera-. No he insinuado nada acerca de su forma de escribir.

– He sido reportera durante treinta y cinco años -dijo la señora Hennessey. Se llamaba Mary Rose Hennessey, así firmaba sus informaciones, con nombre y apellido, pero había que llamarla señora Hennessey y tratarla de usted. Siempre-. Empecé a trabajar en este periódico antes de que usted naciera. Y fue gracias a mujeres como yo, gracias a las que abrimos el camino en contra de la discriminación, que mujeres como usted han logrado encontrar un empleo. Yo escribí mucho acerca de la discriminación de la mujer, y la necesidad de combatirla.

– Caramba. Un tema importante… -Barb se mordió la lengua, justo a tiempo. Iba a decir que había sido un tema importante en su ciudad de origen, en la gran Chicago, capital del estado de Illinois. Barb fue alumna de una universidad típica de las ciudades grandes. Había estudiado en Mather. Y en lugares así era más sencillo escaquearse que en instituciones pequeñas de pequeñas ciudades. En la gran ciudad resultaba sencillo que nadie se fijara en ti. Y tampoco sabía muy bien cómo había sido lo de la discriminación en Chicago. Probablemente la lucha haya sido dura, pero ¿por qué meterse en camisa de once varas y hablar de lo que no sabía?-. Fue un asunto importante en los años setenta, ¿verdad?

– Lo fue. Y lo trabajé yo sólita.

– Fantástico.

Lo dijo con la intención de mostrarse muy impresionada, pero a veces su tono traicionaba sus verdaderos sentimientos, y comprendió que esta vez podía haber sonado cargado de sarcasmo, de ironía.

– Fue fantástico, lo fue. E importante. Mucho más importante que ganarse la vida trasteando en las tripas de las máquinas. Lo que yo escribo es el primer borrador de lo que luego serán las páginas de la Historia con mayúscula. Mientras que usted, usted es una simple mecánica.

Barb soltó una risotada ante el intento evidente de insultarla. Vaya con la señora Hennessey y sus ataques verbales. Pero la risa encendió aún más a la anciana.

– Se cree usted muy especial meneándose por entre las mesas con sus falditas cortas y ajustadas, tratando de conseguir que los hombres la miren. Se cree usted importante…

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