Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Utilizó la última moneda de veinticinco centavos que le quedaba para comprar el Washington Star, y leyó los anuncios clasificados en el metro, metiendo de vez en cuando la mano en el bolso para comerse unos cuantos M &M. Estaba estrictamente prohibido comer y beber en el metro, pero a ella le gustaba violar esa clase de reglas tan estúpidas. Solía decirse que tenía que practicar ese tipo de rebeldía, por si un día se veía obligada a engañar a quien fuera. Le hubiese gustado ser capaz también de ser más lista que el sistema de billetes del metro, que cobraba tarifas diferentes según la ruta recorrida y exigía presentar el billete a la salida. Saltar el torniquete no era en absoluto su estilo, pero imaginaba que debía de haber alguna manera de burlar el pago, que no era barato precisamente.

No había pretendido ser de esa manera. Un ser furtivo y tramposo. Se podía argumentar que, en todo caso, ya no necesitaba serlo. Tenía un nuevo nombre y con él una nueva vida. «Una pizarra en blanco -le prometió tío-. Una oportunidad para empezar de cero, sin nadie que te fastidie. Podrás ser lo que tú quieras. Y si me necesitaras alguna vez, me tendrás siempre aquí, a tu disposición.» Pero no podía siquiera imaginar la posibilidad de necesitarle. Confiaba en no volver a verle nunca más. Se tapó la cara con las manos, en un ademán instintivo. Pero las apartó enseguida, olían a queso y a plástico. Aunque no había hecho su horario completo, las manos le olían a queso y a plástico de envolver.

Una vez de vuelta en su casa, un pequeño estudio, se quitó el disfraz de campesina y luego lo bajó a la lavandería del sótano. Aunque Randy dijo que había que llevarlo a la tintorería, en realidad no hacía ninguna falta. Randy era un chulo de mierda. Pero se olvidó de fijarse en lo que estaba haciendo, y lo tuvo en la secadora a la temperatura máxima durante una hora, sin darse cuenta de que esas máquinas eran muy potentes, y cuando lo sacó se había encogido tanto que parecía un vestidito para una niña de doce años, o para una enana. Seguro que Randy aprovecharía el accidente para negarse a pagarle la última paga, y de todos modos obligaría a una dependienta pequeñita a ponérselo pese a todo, para que algún cliente de los que compraban sus estúpidos quesos se riera a gusto. «Que se joda.» Tiró el uniforme a la basura y subió otra vez al estudio, tenía mucho que hacer. Le tocaba terminar un trabajo para la clase de Estadística, tenía que haberlo entregado hacía algunos días. Por suerte el profesor de esa asignatura era un anciano de manos temblorosas que apenas protestaría por su poca diligencia.

SÉPTIMA PARTE . Sábado

Capítulo 27

Brunswick, la ciudad de Georgia, tenía un olor peculiar. Infante trató al principio de atribuirlo a imaginaciones suyas, a su antipatía de siempre por el profundo sur norteamericano. Cuando, con apenas veinte años, llegó a Baltimore procedente de las afueras de Nueva York, experimentó un notable choque cultural. Pero había terminado por acostumbrarse, y hasta le gustaba. En Baltimore, el sueldo y las horas extras de un policía le daban para vivir, cosa que no hubiera ocurrido en Long Island. Supuso que en Brunswick el mismo dinero le hubiese dado para vivir mejor incluso, pero dar un salto así no le apetecía en absoluto. Así que, lo mirase por donde lo mirase, Brunswick era un lugar apestoso.

Cuando entró en Waffle House la camarera debió de fijarse en el gesto de asco que mostraba su nariz.

– Es la industria química -dijo la camarera en voz bajita, como si fuese la contraseña para entrar en un club muy privado.

Además del olor nauseabundo, la gente de Brunswick hablaba con un acento incomprensible. Ante la expresión de Infante, la camarera añadió:

– No se preocupe, enseguida se habitúa uno, y dejará de notarlo.

– Me parece que no estaré en esta ciudad el tiempo suficiente para habituarme a nada.

Pero sonrió a la camarera con la mejor de sus sonrisas. Le gustaban todas las mujeres que le servían comida. Incluso las que eran tan feúchas y con mal tipo como aquella muchacha con la cara llena de granos y el cuerpo bastante rollizo también le gustaban.

Eran casi las diez de la noche del día anterior cuando llegó a Brunswick, así que estaba demasiado oscuro y era demasiado tarde para visitar el barrio donde habían residido Penelope Jackson y su novio. Pero por la mañana atravesó la zona de camino hacia su encuentro con el inspector jefe de los bomberos. Reynolds Street, o al menos la manzana donde había vivido y muerto Tony Dunham, tenía un aspecto rudimentario. Parecía estar en mitad de un descenso o de un ascenso de categoría. Aunque la verdad era que casi todo lo que fue viendo de Brunswick le produjo exactamente esa misma impresión a Kevin Infante. No se sabía si la ciudad estaba hundiéndose en la desesperación o comenzaba a remontar el vuelo tras una larga caída. «No es mi tipo de ciudad», pensó mientras contemplaba sus edificios y calles desde el interior de la esfera de cristal que era aquel Chrysler modelo Carisma que le proporcionó Álamo Renta Car. Al acercarse al puerto y notar la suave brisa dulzona, y recordar que en Baltimore aún no tenían noticias de la primavera, captó la amabilidad del clima local, y pensó que también la gente era así, muy amable. Y sintió respeto por el buen tiempo, ya que no por lo demás.

– Fue un accidente, sin la menor duda -dijo el inspector de los bomberos, un tipo llamado Wayne Tolliver, que se reunió con Infante cuando éste ya terminaba de desayunar, para tomarse con él un café, tal como el policía de Baltimore había calculado. A Infante no le gustaba mezclar los negocios con la comida, y pensó que había acertado dedicándose por entero a los huevos con salchichas y sémola de maíz antes de ver al bombero-. Ella se encontraba en la habitación contigua, la que daba a la fachada. Viendo la televisión. Él estaba en el dormitorio, fumando y tomando una copa. El hombre se durmió, volcó el cenicero sobre la alfombra que había al pie de la cama y -alzó las manos hacia arriba, como para tirar unos puñados de confeti invisible- ardió todo.

– Y ella, ¿qué hizo?

– No funcionaron las alarmas anti-incendios -dijo haciendo una mueca. El bombero tenía la cara redonda, con mejillas sonrosadas y aspecto simpático, y seguramente no era tan mayor como cabía deducir de su cabeza calva y pecosa-. A la gente le fastidia que les andemos diciendo que cambien las pilas al mismo tiempo que cambian la hora de sus relojes, cada seis meses, pero nunca se acuerdan. En fin, era Nochebuena, hacía bastante frío para lo que suele ocurrir por aquí, y ella iba con la estufa eléctrica a todas partes. La tele estaba en una galería y no tenía radiador de calefacción. Cuando la mujer notó el humo, ya era demasiado tarde. Nos contó que se dirigió a la puerta del dormitorio y que, antes de abrirla, hizo caso de nuestros consejos, la palpó, notó que estaba muy caliente, y comenzó a dar golpes, llamó a su novio a gritos, y después llamó al 911. Las ventanas estaban cerradas con clavos, lo cual significa una violación del reglamento por parte del casero, sin duda, pero el tipo estaba muy bebido y no se enteró de nada ni hubiera podido salvarse de ninguna manera. Deduzco que murió por la asfixia producida por la inhalación de humo, o que estaba a punto de morir, y que falleció sin llegar a darse cuenta del peligro.

– Y eso fue todo.

Tolliver notó el tono crítico en la voz de Infante.

– No hubo ningún elemento que acelerase el efecto de las llamas. Y un único punto originó el fuego, todo comenzó en la alfombra. Investigamos a la mujer. La estuvimos siguiendo de muy cerca. Lo que me convenció de su inocencia fue que no se llevó nada de allí. Ardió todo, toda la ropa que tenía y las joyas, suponiendo que tuviera, y el tío estaba sin blanca, no pudo dejarle nada de nada. Todo lo contrario. Él cobraba una pensión vitalicia, pero al morir eso terminaba del todo, de manera que, si ella sacaba algún dinero de él, tras el fallecimiento se quedó sin nada.

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