Las niñas nunca llegaron a conocer toda la historia. Sabían, naturalmente, que eran hijas adoptivas, pese a que Heather se negó siempre a creerlo, mientras que Sunny alardeaba de tener muchísimos más recuerdos de lo que en realidad podía tener. («Teníamos una casa en Nevada -le contaba a Heather-, y había una valla alrededor. ¡Y teníamos un poni») Pero el súper honesto Dave, siempre partidario de la verdad en cueros, no soportaba la idea de contarles a las niñas ningún detalle: los novios que huían de casa, la furia asesina de su padre, la muerte de dos personas, la incapacidad de Sally para telefonear a sus padres y pedirles que la ayudaran a huir de su marido, aquel joven que tan mal les había caído a ellos en cuanto le conocieron. Miriam siempre había opinado que era mejor no contarles a las niñas toda la verdad, ni de pequeñas ni más tarde, mientras que a Dave le parecía que contarles esa historia serviría para marcar el paso de las niñas a la edad adulta, más o menos a los dieciocho años.
En cambio, a Miriam no le gustó nada la amable fantasía que inventó Dave como explicación ofrecida a las niñas en espera de que llegara de ese ulterior momento.
– Cuéntame cosas de mi mamá -le decían a Dave las niñas cuando las acostaba.
– Era muy guapa…
– ¿Y yo me parezco a ella?
– Muchísimo.
Era cierto, se le parecían. Miriam había visto fotos en los álbumes de casa de los Turnen Sally tenía el cabello rubio muy lacio, y un cuerpo de huesos delgados y pequeños.
– Era muy guapa y se casó con un hombre y se fueron a vivir lejos. Pero hubo un accidente…
– ¿Un accidente de coche?
– Más o menos.
– Pero ¿qué fue?
– Eso, un accidente de coche. Murieron en un accidente de coche.
– ¿Y nosotras, íbamos en el coche?
– No.
En realidad, sí estaban en la casa cuando ocurrieron las muertes. Eso preocupaba mucho a Miriam. Encontraron a las niñas en la casa, Heather en su cuna, y Sunny en un parque. Estaban ambas en otra habitación, pero ¿qué vieron? ¿Qué oyeron? ¿Y si Sunny recordaba alguna cosa más real que una casa en Nevada y un poni en el jardín?
– ¿Dónde estábamos nosotras?
– En casa, con la canguro.
– ¿Cómo se llamaba la canguro?
Y así seguía Dave, inventando los detalles hasta que toda aquella historia se convirtió en la mentira más colosal que Miriam había oído contar en su vida.
– Les contaremos la verdad cuando cumplan dieciocho años -decía siempre Dave.
¿Cómo se le podía ocurrir que la verdad había que decirla a cierta edad, como beber cerveza o tener el derecho a votar? Dave y Miriam se habían comportado como una pareja de ajetreados pero inexpertos castores que construían presas improvisadas para proteger sus secretos, y tratando de frenar el goteo de un riachuelo, cuando un auténtico terremoto amenazaba a sus espaldas con destruirlo todo. Al final todas sus mentiras acabaron saliendo a la luz y al mundo, pero pese a ello nadie se fijó, porque ¿quién iba a fijarse en aquellos jueguecitos en medio del universo post- apocalíptico, cuando ya estaban rodeados de tales montañas de escombros? El día en que Estelle y Herb Turner fueron a verles para pedir ayuda, Miriam creyó que estaba proporcionando un nuevo comienzo a dos criaturas inocentes. Al final, sin embargo, fueron las dos niñas quienes le proporcionaron a ella la oportunidad de volver a inventarse a sí misma. Y cuando las chicas desaparecieron, Miriam comprobó que con ellas había desaparecido también aquella nueva parte de su personalidad.
«Mierda -pensó girando a la izquierda pese a la señal de prohibición-, me voy a Barton Springs.» Pero al cabo de otra manzana regresó a su ruta anterior. El mercado inmobiliario de Austin comenzaba a perder fuerza. No podía arriesgarse a perder un solo cliente.
– Piensas más deprisa que la caja -dijo Randy, el encargado de la tienda de Swiss Colony.
– ¿Cómo?
– Esta caja registradora es capaz de calcular el cambio que hay que devolver, piensa por ti. Pero tú no le das tiempo. Te anticipas siempre, Sylvia.
– Me gusta que me llamen Syl -dijo ella estirándose las mangas del uniforme que la cadena Swiss hacía llevar a sus dependientas, aquel absurdo traje imitación de campesina de Baviera, con sus mangas abombadas y sus bordados. A las chicas les parecía odioso vestir esas blusas de escote bajo que dejaban los pechos al descubierto cada vez que se inclinaban a coger queso o salchichas de los mostradores refrigerados. Aunque en invierno les ponían un jersey de cuello de cisne por debajo del corpiño, en primavera, y abril estaba a punto de comenzar, resultaba difícil ponerse el jersey.
– Llámeme Syl, no Sylvia -insistió ella.
– Como tú digas, pero -dijo el encargado- has de espabilarte un poco y aprender a vender de verdad. Mira, si viene un cliente y te pide salchichas de verano, tienes que forzarle a llevarse también mostaza. Y si quieren una cestita para regalar, colócales la cesta grande, aunque te pidan la pequeña.
«No nos dan comisiones», iba a soltarle ella, pero sabía que era mejor callarse. Se arremangó la manga derecha, y la izquierda le resbaló hasta la muñeca. Se arremangó la izquierda, y la derecha resbaló. Bien, si Randy quería mirarle el hombro, que lo hiciera.
– ¿Es que no necesitas este empleo, Sylvia?
– Llámeme Syl -dijo ella-. Es un diminutivo de Priscilla, no de Sylvia.
Trataba de subrayar el nombre que había elegido, pretendía convertirse en Priscilla Browne, una joven de veintidós años, de acuerdo con los datos de los documentos que les había mostrado: un certificado de nacimiento, una tarjeta de la Seguridad So cial y una tarjeta de identificación estatal, aunque no tenía carnet de conducir.
– Estás un poco malcriada…
– ¿Cómo dice?
– No tienes experiencia laboral, prácticamente. Dices que no te dejaron trabajar cuando ibas al instituto… Y ahora, ¿dónde dices que te has matriculado…? -El encargado bajó la vista para mirar los datos de la hoja que tenía en una carpeta-. ¿El Fairfax College? Una universidad de niñas bien, ¿eh?…
– ¿Cómo?
– Tu papá te daba mucho dinero, te malogró del todo. No te hizo falta trabajar, claro.
– Bueno, digamos que sí. -«Es cierto, ese hombre me malogró del todo.»
– En fin, el negocio no marcha demasiado bien estos días. Después de Navidad se pararon las ventas, y sigue así. Tengo que adelgazar la estructura…
El hombre la miró con actitud expectante. Era uno de los momentos que más temía ella. Desde que la echaron de la casa y se vio forzada a vivir por su cuenta, se había visto sometida con frecuencia a esa clase de situaciones, y forzada a hablar en el dialecto que ella creía que era el de la «normalidad». Las palabras eran más o menos las mismas del idioma que ella conocía, pero se hacía líos en cuanto a su significado. Si alguien dejaba una frase abierta y esperaba que ella la completara, tenía siempre mucho miedo a confundirse y decir cualquier barbaridad, algo que no encajara en absoluto y la delatara de forma automática. Al oír lo de «adelgazar» ella supuso que tenía que comprender que lo que el encargado estaba pensando era en la necesidad de incluir en su oferta una línea de productos de dieta, bajos en calorías. Pero enseguida comprendió que no, que «adelgazar la estructura» significaba otra cosa muy distinta. Lo que quería decir era que… ¡Oh, no, iban a despedirla! ¡Otra vez!
– No te llevas bien con la gente -dijo Randy-. Eres lista, pero como vendedora no vales mucho.
– ¿Seguro que no? -dijo ella, con los ojos a punto de soltar lágrimas.
– Tienes que vender -insistió él-. Ése es tu cometido, vender.
Читать дальше