Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Subió a la vieja furgoneta Volkswagen, otra reliquia de la que se negaba a desprenderse, otro elemento de una vida, la suya, que le recordaba a la de la rica y desdichada señorita Havisham de Grandes esperanzas, la novela de Dickens. La esperanza pasó a ocupar el asiento al lado del suyo, y la vieja tapicería de plástico gimió y crujió bajo sus garras siempre inquietas. El grifo volvió sus ojos de color de bilis hacia Dave, y le recordó que tenía que ponerse el cinturón de seguridad.

«¿Y a quién le importa que yo viva o muera?» «A nadie -admitió la esperanza-. Pero, cuando mueras, ¿quién las recordará? ¿Miriam? ¿Willoughby? ¿Sus compañeras de curso, algunas de las cuales habrán terminado la carrera universitaria? Eres lo único que tienen, Dave. Sin ti habrán desaparecido del todo.»

Capítulo 25

Miriam estaba secretamente enamorada: su amor era el yogur de nuez de pacana de la marca No Me Creo Que Sea Yogur. En realidad, estaba convencida de que sí lo era. Es más, a diferencia de casi todo el mundo, ella creía que no se trataba de un alimento de régimen, y le daba igual que tuviera muchas o pocas calorías. Aunque la publicidad de la marca No Me Creo Que Sea Yogur insinuara, directa o implícitamente, que apenas tenía calorías, a ella no le importaba. Le gustaba apasionadamente, y estaba dispuesta a dar incluso un gran rodeo para comprar uno. Era un día caluroso, al menos para ella, aunque a los téjanos pudiera parecerles que no, lo bastante caluroso como para pensar que resultaba de lo más razonable ir esa tarde a Barton Springs. De hecho, pensó seriamente en la posibilidad de tomarse la tarde libre e ir hasta allí, e incluso acercarse al lago, pero la sucursal de Clarksville tenía dos compradores potenciales, y había establecido sendas citas con ellos.

Aunque al final no lo hizo, le preocupó un poco pensar que había considerado esa posibilidad, la de coger el coche e ir a la zona donde se podía nadar, porque significaba que ya se había establecido en Texas. Si no se andaba con cuidado, pronto formaría parte del coro colectivo que solía empezar sus frases diciendo aquello de «No sabes lo que te perdiste, si hubieses estado aquí cuando…» Las quejas constantes que hablaban de lo moderno, lo barato, lo precioso que era Austin hasta hacía bien poco. O esa invocación de lugares o tiendas que ya habían desaparecido, como Armadillo, o el restaurante Liberty. O lo horrible que era ahora ir a Guadalupe Street y al Drag, no había modo de encontrar un sitio donde aparcar. Tendría que olvidarse de su yogur y tratar de llegar a tiempo a la primera cita.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo, y trató de dar marcha atrás en el hilo de sus pensamientos hasta localizar lo que le producía tanta ansiedad. Aparcamiento… Austin… Barton Springs… el lago. Era el lago. Hubo un doble asesinato allí el pasado otoño, dos chicas cuyos cadáveres fueron localizados en el solar donde iban a construir una gran mansión. Dos chicas, no eran hermanas, pero eran dos, y aquel suceso y sus circunstancias llamaron su atención, el hecho de que no hubiese habido manera de encontrar un motivo para los crímenes. Miriam, cuya experiencia le permitía leer entre líneas en las informaciones de la prensa, concluyó que la policía no tenía ni idea de nada. Sus amigas, en cambio, habían especulado a partir de los más mínimos detalles y concebido toda clase de extrañísimas conspiraciones. La televisión las había entrenado para que buscaran como fuese «una historia», un relato comprensible y «satisfactorio», aunque ésa era una palabra norteña que ninguna de sus amigas de Austin hubiera utilizado. Sus amigas estaban obsesionadas por los cambios que la ciudad experimentaba, una auténtica «mutación», como decían sus habitantes más veteranos. Los recién llegados hablaban en cambio de crecimiento y progreso, eran gente que había apostado mucho dinero en ese fenómeno de urbanización galopante. Para unos y para otros, los asesinatos tenían que tener su causa en ese fenómeno del enorme crecimiento. Las chicas asesinadas, las típicas que van con motoristas y rockeros, pertenecían a familias arraigadas en la ciudad, gente que vivía allí desde antes de que la zona se convirtiera en una de las más deseadas. Según las informaciones de la prensa, hacía tiempo que usaban aquella caleta del lago Travis para sus fiestas, y a ninguno de ellos se le había ocurrido dejar de merodear por la zona por la sencilla razón de que alguien comenzara la construcción de una casa en ese lugar. A Miriam le pareció que en realidad las chicas habían sido víctimas de las malas compañías con las que solían ir, aunque la policía llegó a interrogar al propietario del solar y a algunos de los obreros de la construcción que trabajaban allí.

Las amistades de Austin, centrándose en el choque entre lo viejo y lo nuevo, entre el progreso y el pasado, no se daban cuenta de que en realidad vinculaban los crímenes a sus propias vidas, y trataban así de convertir lo que era un caso horroroso, pero aislado y sin sentido, en algo que se podía narrar, por odiosa que fuera esa forma de entenderlo. No, la ciudad de Austin, tan liberal en sus costumbres, no podía aceptar un caso como aquél. De Austin se suponía que era una ciudad tolerante y amable, aunque Miriam comenzaba a sospechar que tal vez no fuera así en absoluto.

Por ejemplo, con la reintroducción de la pena de muerte en Texas, y de eso hacía sólo un año. Sus colegas del trabajo, sus vecinos, todo el mundo anduvo discutiendo ese hecho, diciendo que era una vergüenza, que no tenía sentido que Texas volviese a legalizar las ejecuciones, siguiendo el ejemplo de Utah. Y eso que sólo se había aplicado una única vez la pena de muerte de nuevo legalizada. Miriam prefería no participar en esta clase de discusiones, temía acalorarse y acabar sacando su experiencia personal como ejemplo para sus argumentos, y eso era precisamente lo que pretendía evitar a toda costa. Desde su llegada a Texas, hacía siete años, había disfrutado del lujo de que nadie la tratase como la madre mártir, la pobre y triste Miriam Bethany. De hecho, para todo el mundo ella era ahora Miriam Toles. Si alguno de sus conocidos recordaba el caso de las niñas Bethany, si esos nombres salían a la luz en el curso de las interminables discusiones sobre los asesinatos del lago Travis, a nadie se le podía ocurrir siquiera que Miriam tuviese relación alguna con ellas. Siempre pasaba de puntillas por sus años en Baltimore. «Un mal matrimonio, no funcionó, no tuvimos hijos, gracias a Dios, yo soy de Ottawa, me gusta más el clima de Texas.» Era todo lo que la gente sabía de ella.

Hubo momentos -la camaradería de las muchas copas o los porros, casi siempre a las tantísimas de la noche- en los que había estado a punto de dejar escapar alguna confidencia ante alguien. Nunca ante un hombre, pues si bien le resultaba notablemente fácil hacer amistades y meterse en la cama con ellos, no quería novios de ningún tipo, y una revelación de esa categoría habría podido propiciar que alguno de ellos tratara de tomarla muy en serio. Pero sí había tenido muy buenas amigas, y una de ellas, Rose, llegó a confiarle sus propios secretos. A sus treinta y siete años era todavía estudiante de Antropología, siguiendo una costumbre muy propia de Austin, donde abundaban las personas decididas a ser estudiantes toda la vida, y una noche se quedó con Miriam hasta muy tarde, después de una fiesta, y aceptó la idea de Miriam de darse un baño en la piscina de agua caliente. Mientras se bebían entre las dos una botella de vino, Rose comenzó a hablarle de cierta aldea remota de Belice donde había vivido unos cuantos años. «Un sitio surrealista -dijo Rose-. Habiendo vivido allí, creo que el realismo mágico no es una forma literaria. Esos narradores cuentan la realidad tal cual es allí.» Surgió el tema de la violación, contado de tal modo, sin pronombres, que no hubo modo de averiguar si Rose se refería a que había sido ella misma víctima de una violación o simplemente un testigo que no hizo nada por impedir que ocurriese. Miriam y ella estuvieron danzando esa noche en torno a la hoguera de sus respectivos pasados, proyectando bellas sombras que permitían a la otra sacar conclusiones. Pero en ningún otra ocasión volvieron a hablar de cosas personales, para alivio de Miriam y, tal vez, también de Rose. De hecho, casi no habían vuelto a encontrarse.

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