No tenía necesidad de levantarse hasta al cabo de otra hora, pero le pareció inútil tratar de conciliar nuevamente el sueño. Se levantó, fue a buscar el periódico a la entrada, y puso agua a hervir para prepararse un café. Dave se había empeñado en hacer café a la antigua, por mucho que Miriam reclamase una cafetera eléctrica, esas máquinas que se pusieron de moda cuando Joe DiMaggio comenzó a anunciarlas. Todos los norteamericanos obsesionados por la comida, unas personas muy decandentes en opinión de Dave, comenzaban ahora a regresar a los métodos antiguos de preparación del café, si bien tenían en casa unas máquinas que lo molían haciendo un zumbido pomposo, cacharros exageradamente grandes para los fetichistas que se consideraban grandes gourmets. «¿Lo ves? -le dijo a su invisible compañera de desayuno-. Todo acaba por regresar.» Y vertió el agua humeante sobre los granos del colador.
Nunca dejó de hablar con Miriam mientras desayunaba. De hecho, desde que ella se fuera le gustaba todavía más hacerlo, porque ahora ya no le llevaba la contraria ni le tomaba el pelo ni expresaba sus dudas. Él se mantenía en sus trece y Miriam estaba de acuerdo con todo lo que decía. Mejor solución, imposible.
Hojeó las páginas de información local del Beacon. No había mención alguna de la efeméride, pero eso era normal. Publicaron una información coincidiendo con el aniversario al cabo de un año y al cabo de dos, pero luego no volvieron a hacerlo. Le dejó perplejo que, al conmemorarse los cinco años, no hubiese tampoco nada. ¿Cuánto tiempo tenía que pasar para que les importase otra vez el destino de sus hijas? ¿Esperarían al décimo aniversario, al vigésimo? ¿Las bodas de plata, las de oro?
– La prensa hizo lo que pudo -había dicho Willoughby hacía apenas un mes mientras veían a los obreros cavando en una antigua granja de las afueras de Finksburg.
– Ya, pero aunque fuera sólo desde un punto de vista histórico, por el hecho de que hace tantos años que ocurrió…
Era una zona rural muy bonita. ¿Por qué era la primera vez que se acercaba a ese lugar, la primera que veía toda esa belleza? Hacía poco, sin embargo, que la carretera cruzaba esa zona. Antes de su construcción, nadie hubiese podido vivir allí e ir a trabajar cada día a la ciudad.
– Visto lo visto, tendremos que hacer una detención -dijo Willougby cuando el día llegaba a su fin y se habían cavado montones de hoyos, y el inspector creyó que no valía la pena continuar-. Podría ser alguien que sabe algo y que pretende utilizarlo para hacer un trueque. O tal vez se trate de alguien que ya está detenido por otro delito. Hay casos sin resolver que tuvieron muchísima publicidad, los de Etan Patz, de Adam Walsh…
– Se produjeron después… -dijo Dave como si se tratara de defender una primogenitura-. Y los padres de Adam Walsh al menos han encontrado el cuerpo.
– Sólo la cabeza -dijo Willoughby, permitiendo que asomara a la superficie su pedantería-. El cuerpo no lo han encontrado todavía.
– ¿Sabes qué te digo? A estas alturas mataría por tener al menos una cabeza.
La llamada acerca de Finksburg pareció prometedora. Para empezar, porque la hizo una mujer. Y si bien las mujeres estaban en general tan chifladas como los hombres, la suya no era una locura que buscara alguna clase de liberación burlándose de la familia de dos presuntas víctimas de homicidio. Además, era una vecina que había dado su nombre completo. Informó de que un hombre llamado Lyman Tanner se había mudado a la zona en la primavera de 1975, justo antes de la desaparición de las niñas. La mujer dijo recordar que le había visto lavar el coche muy temprano el domingo de Pascua, el día después de la desaparición, y que le había parecido muy raro, habían anunciado que iba a llover.
Según le contó Willoughby a Dave posteriormente, le preguntaron a la mujer cómo había recordado todo eso al cabo de ocho años.
– Muy sencillo -respondió ella, que se llamaba Yvonne Yepletsky-. Soy ortodoxa. Ortodoxa rumana, pero voy a la iglesia ortodoxa griega, como casi todos los ortodoxos rumanos de por aquí. En nuestro calendario la Pascua cae en otro día, y mi madre solía decir siempre: «En la otra Pascua, la de los otros, suele llover.» Y así es, por supuesto.
Seguía siendo bastante raro que lo del lavado del coche cuando se anunciaba lluvia lo hubiese recordado solamente hacía pocos meses, al morir Lyman Tanner y dejar su granja a unos parientes lejanos. Yvonne Yepletsky recordó entonces que su vecino trabajaba en la Seguridad Social, cerca del centro comercial, y que solía mostrarse hasta demasiado interesado por las hijas de la propia señora Yepletsky, que eran unas adolescentes cuando el hombre se mudó a la casa vecina. A aquel hombre ni siquiera le fastidió que hubiese un viejo cementerio al lado de esa propiedad, cosa que había disuadido a otros compradores potenciales.
– Además -dijo la señora Yepletsly-, cuando se instaló allí se puso a hablar de lo que pensaba cultivar, alquiló un tractor y estuvo arando con él todo el terreno, pero al final no llegó a sembrar absolutamente nada.
La policía del condado de Baltimore alquiló una pala excavadora.
Llevaban perforados ocho grandes hoyos cuando se presentó otro vecino para contar que a la señora Yepletsky le había fastidiado muchísimo la negativa de los herederos de Tanner a venderle las tierras, que el marido de ella quería adquirir. No eran un matrimonio de mentirosos, no del todo. Se habían creído las historias que se contaban sobre Tanner. Pensaban que no había nada más raro que unos herederos que no quisieran vender esas tierras por un buen precio. «Lavó el coche cuando anunciaban que iba a llover al día siguiente. Y eso fue en la época en que las niñas desaparecieron. Seguro que las secuestró él. » La esperanza, que durante una semana saltó al hombro de Dave, volvió a esconderse dentro de su pecho, clavándole de nuevo sus garras.
Como el desayuno de Dave consistía en una taza de café sin leche, y nada más, al cabo de veinte minutos ya se la había bebido, había leído el diario, había aclarado la taza y había vuelto al piso de arriba para vestirse. Eran apenas las 7 en punto. Trescientos sesenta y cuatro días al año mantenía cerrados los dormitorios de sus hijas, pero ese día los abría, cada año, y se permitía entrar y mirarlos un rato. Era como un Barbazul al revés. Si algún día una mujer fuese a vivir con él a esa casa -cosa más que improbable, pero teóricamente posible-, seguro que iba a prohibirle que entrara en esas habitaciones. Y sin duda ella no le haría caso y se colaría para mirarlas a espaldas de él. Y no para encontrar allí los cadáveres de las anteriores esposas de Dave, sino el mundo encapsulado y perfectamente conservado de sus hijas tal como estaba en abril de 1975.
En la habitación de colores rosa y blanco donde dormía Heather, seguía estando Max, el personaje de la historia de ¿Dónde se encuentra la vida silvestre?, que seguía dando la vuelta al mundo y encontraba por fin la isla de la vida silvestre, y sorprendentemente le daba tiempo a volver a casa para cenar. En las paredes, por encima de Max, habían ido encontrando refugio unos cuantos ídolos de adolescencia, unos chicos de fuerte dentadura, exactamente iguales los unos a los otros a los ojos de Dave. Al lado, en la habitación de Sunny, había un ambiente de chica bastante mayor, sin más huellas de la infancia que un colgante de pared, el trabajo manual que había realizado Sunny sobre biología marina, una escena submarina que ella elaboró con mucho esfuerzo en punto de cruz. Había merecido un sobresaliente por ese trabajo, pero antes la profesora estuvo interrogando a Miriam, incapaz de creer que la pequeña Sunny hubiera sido capaz de hacer aquello ella sola. Dave se puso furioso al saber que alguien se atrevía a dudar del talento y de la palabra de su hija.
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