Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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Aunque hubiera podido pensarse que las habitaciones, tan cerradas siempre, habrían acumulado humedad y polvo, a Dave le parecía siempre que estaban vivas y nada mustias. Sentándose en cada una de las camas, y esa mañana lo hizo en las de los dos cuartos, parecía sensato confiar en que sus propietarias iban a regresar esa misma tarde. La propia policía, que durante algún tiempo consideró la posibilidad de que hubiesen huido de casa por propia voluntad, aceptó al final que ambos dormitorios demostraban que sus ocupantes tenían intención de regresar. Era cierto que parecía extraño que Heather se hubiese llevado todo su dinero al centro comercial, aunque tal vez ésa hubiera sido la causa que propició luego la desaparición. Había gentuza capaz de hacer daño a una niña por cuarenta dólares, y cuando encontraron el bolso de la pequeña no contenía ningún dinero.

Por supuesto, cuando la policía dejó de sospechar que las niñas podían haber huido, Dave se convirtió en el principal sospechoso de las investigaciones. Había pasado mucho tiempo, y aún tenía que llegar la hora en que Willoughby admitiera ante él o le pidiese disculpas por ese recelo tan injusto como extraño, ya que habían perdido un tiempo precioso investigando en esa errónea dirección. Al cabo de un tiempo Dave averiguó que los miembros de la familia solían ser sospechosos en casos parecidos, si bien las circunstancias de su caso -los problemas matrimoniales, los de la tienda, el dinero invertido por los padres de Miriam para pagar los futuros estudios universitarios de las niñas- hicieron que tal suposición resultara especialmente odiosa. «¿Cree usted que maté a mis hijas por dinero?», preguntó Dave a Willougby, casi amenazándole físicamente. El inspector no se tomó su actitud como cosa personal. «No creo nada, de momento -le dijo encogiéndose de hombros-. De momento me limito a analizar las preguntas y a buscar las respuestas. Sólo eso.»

Y ni siquiera en ese momento sabía Dave qué le parecía peor: que sospecharan que había matado a sus hijas por dinero o que le acusaran de haberlas matado para fastidiar a la esposa infiel. Miriam actuó de manera muy honesta cuando decidió revelar su secreto a la policía en el primer momento, pero su secreto les proporcionaba, a ella y a su amante, una coartada perfecta. «¿Y si fueron ellos? -preguntó Dave a la policía-. ¿Y si lo hicieron y me tendieron una trampa para convertirme en sospechoso y largarse ellos por ahí?» Ni siquiera él creyó nunca en esa posibilidad.

No le importó demasiado que Miriam le abandonase, pero lo que no le perdonó fue que además se fuese de Baltimore. Significaba abandonar la espera. No tenía el carácter lo bastante fuerte como para resistir la presencia agobiante y dolorosa de la esperanza, para escuchar con paciencia todas aquellas posibilidades imposibles que esa misma esperanza le susurraba al oído. «Están muertas, Dave -dijo Miriam la última vez que hablaron, hacía ya dos años-. Sólo tenemos que esperar la confirmación oficial de lo que ya sabemos que es cierto. No podemos agarrarnos a otra cosa que a creer que tal vez su muerte no fuera tan horrorosa como siempre hemos temido que fuera. Que alguien las secuestró y las mató de un tiro, o que las mató de una forma que no las hizo sufrir. Que no fueron violadas, que…»

«Calla, calla, calla, ¡CALLA!»

Ésas fueron casi las últimas palabras que dirigió a Miriam. Ninguno de los dos quería que fuese así, de modo que luego él pidió disculpas y ella pidió disculpas, y las últimas palabras que se cruzaron fueron esas disculpas mutuas. Miriam, a quien siempre habían gustado las cosas nuevas, se puso un contestador automático el año antes de que lo hiciera él. A veces él la llamaba y escuchaba su voz grabada, pero nunca le dejó ningún mensaje. Dave se preguntaba si Miriam escuchaba los mensajes de su contestador, y si contestaría al escuchar un mensaje en el que identificara la voz de su ex marido. Tal vez no.

La ley del estado de Maryland permitía solicitar que declarasen legalmente muertas a las niñas a partir de 1981. Una vez obtenida la confirmación judicial, el dinero para sus estudios se hubiera liberado. Pero a Dave no le interesaba el dinero de las niñas ni mucho menos tener que acudir a un tribunal para dar testimonio y conseguir que sus temores más terribles adquiriesen una codificación oficial. De modo que dejó que ese dinero languideciera. Así todo el mundo se enteraría de lo que valían ciertas sospechas.

«A lo mejor las robó una familia de gente amable -le susurraba al oído el grifo de la esperanza-. Una familia amable, gente de una agencia de voluntarios, como el Peace Corps, que se las llevó a África. O tal vez se cruzaron con una pandilla de espíritus libres, alguna nueva versión de un hippie como Ken Kesey y su banda de rock, y se largaron carretera adelante, e hicieron lo que tú mismo habrías hecho de no haber tenido hijos.»

«Pero, si es así, ¿por qué no han llamado nunca?»

«Porque te odian.»

«¿Por qué?»

«Porque los niños odian a sus padres. Tú odiabas a los tuyos. ¿Cuándo llamaste a tu madre por última vez? Las conferencias de larga distancia no son tan caras.»

«Y en realidad, ¿no hay otras opciones? ¿Sólo puede ser que estén vivas pero inflamadas de odio contra mí y es por eso que no me llaman? ¿O tal vez me quieren muchísimo, pero han muerto?»

«No, hay otras posibilidades. Es posible también que algún loco rematado las tenga encadenadas en el sótano de su casa y allí…»

«Calla, calla, calla, CALLA.»

Por fin llegó la hora de irse a El hombre de la guitarra azul . La tienda no abría sus puertas hasta tres horas más tarde, pero tenía mucho que hacer antes de ese momento. De todas las ironías de su vida, ésa era la más dolorosa. La publicidad indirecta provocada por la desaparición de sus hijas hizo que la tienda comenzara una fase de prosperidad. Primero la gente iba a meter las narices y ver la cara del pobre padre, aunque se encontraron con que la tienda la llevaba Wanda, la empleada de la panadería. Se le presentó voluntariamente y le dijo que ella se ocuparía de la tienda todo el tiempo necesario, hasta que Dave pudiera volver al trabajo. De hecho insistió en afirmar que Dave debería volver. De los mirones se pasó a los clientes, y el boca a boca sobre la tienda corrió tan rápidamente que el negocio comenzó a crecer hasta más allá de lo que en sus más modestos sueños hubiera podido imaginar. Tuvo que ampliar el tipo de género que vendía, incluyó ropa y cacharros de mesa y cocina, jerséis y platos de cerámica para colgar en la pared. Y sus importaciones de México se acabaron poniendo muy de moda. El conejito de madera que la señora Baumgarten desdeñó se vendía ahora a treinta dólares, nada menos. Pero un museo de San Francisco que iba a inaugurar una sección de artesanía ofreció mil dólares a Dave por esa misma escultura diminuta: por fin alguien reconocía su valor, una obra maestra realizada por artistas de Oaxaca anteriores al momento en que sus artesanías comenzaron a estereotiparse. Dave decidió prestarlo para la inauguración, en lugar de venderlo.

Al salir se detuvo en el porche, embebiéndose de la luz. Los árboles estaban casi desnudos, y con la hora oficial pendiente aún del cambio estacional, la claridad de las mañanas era agridulce. La mayor parte de la gente aprobaba el ahorro de electricidad que suponía el cambio de la hora oficial de los relojes, pero a Dave le parecía que en ese canje se perdía algo muy importante, la luz de los amaneceres a cambio de un poco más de luz por las tardes. La última vez que había sido feliz fue una mañana. O feliz o casi feliz. Esa mañana Dave trataba de serlo, se centró en las niñas porque le pareció que Miriam tramaba alguna cosa, aunque él no estaba preparado para enfrentarse a lo que fuera. Por eso trató de distraerse, hizo el papel de papá súper atento, y Heather se lo tragó, creyó que era una actitud auténtica. En cuanto a Sunny… a Sunny no la engañó. La mayor supo que en realidad su padre no estaba allí, que estaba perdido en sus propios pensamientos. Ojalá hubiese podido estar realmente con ellas, ojalá no se hubiese empeñado en que Sunny se llevara a Heather consigo. Ojalá… Pero ¿a qué venían esas cábalas? ¿De verdad hubiera preferido perder a una hija a cambio de conservar a la otra? Era la historia de La decisión de Sophie, un libro que Dave no había tenido el valor de leer, y eso que otra obra, de William Styron, Las confesiones de Nat Turner, era una de sus novelas favoritas. Styron tuvo que utilizar el Holocausto para explicar cuál era la peor situación a la que un padre podía enfrentarse. Y Dave pensaba que ni siquiera eso era suficiente. Dave pensaba que seis millones de muertos no eran nada comparándolo con la pérdida de tus propios hijos.

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