Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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Al astrónomo le brillaron los ojos de excitación por primera vez.

– Muy bien, cariño -aceptó complacido su reto-. Lo intentaré. Lo primero que debes saber es que hasta la llegada de la revolución industrial, quienes hacían ciencia en este país estaban más preocupados por cuestiones espirituales que materiales. Isaac Newton, sin ir más lejos, puso todo su conocimiento al servicio de la reconstrucción del Templo de Salomón. Sus escritos revelan su preocupación por recuperar el único espacio sagrado de la Antigüedad en el que se podía hablar «cara a cara» con Dios. Los Principia mathematica, por los que pasaría a la Historia de la Ciencia, en realidad fueron algo de importancia menor para él. Eran sólo un medio con el que alcanzar un fin superior. Creía que el lenguaje de Dios se fundamentaba en los números y que había que aprender matemáticas si queríamos llegar a conversar con Él.

– ¿De veras quiso reconstruir el Templo de Salomón? -pregunté mientras trataba de tragarme el pastelillo, que resultó ser una bomba calórica de miel y nueces.

– E incluso escribió sobre ello -precisó Daniel-. Conservamos sus notas. Todas prueban sus esfuerzos por comunicarse con el gran arquitecto del Universo. Para Newton, el Templo debió de ser una especie de centralita telefónica desde el que invocarlo.

– Pues, por lo que dice Martin, parece que Dee estuvo más cerca que el mismísimo Newton de conseguirlo. O al menos con los ángeles -sonreí.

– No te equivoques, Julia. Sir Isaac Newton creía en los ángeles más que nadie.

Me ruboricé.

– No quise ofender…

– No es a mí a quien ofendes -gruñó-. Mucha gente ha muerto por hacerse con este secreto. A fin de cuentas, los grandes arcanos de la Humanidad están ligados a la comunicación directa con Dios. ¿Qué fueron el Arca de la Alianza, el Santo Grial o la Kaaba sino herramientas para dirigirse a Él? Debes saber que el doctor Dee fue el último personaje histórico que tuvo en sus manos esa capacidad. Gracias a sus comunicaciones con las jerarquías celestiales se ganó una reputación extraordinaria en Inglaterra. Y todo lo logró desde este solar sobre el que estamos. Por eso Sheila se mudó aquí.

– ¿El suelo es importante?

– Suele serlo, desde luego. Los esfuerzos de Dee por lograr abrir ese puente con el mundo angélico nunca han sido comprendidos del todo. Por eso respetamos los lugares que nuestros antepasados eligieron para sus contactos.

– Pero ¿de veras creéis que John Dee habló con los ángeles?

Mi interlocutor se retorció en su asiento mientras Martin nos contemplaba divertido.

– Hay una prueba que, a mi juicio, lo demuestra más allá de toda duda -precisó Daniel, como si lo hubiera herido en su amor propio-: esas criaturas superiores le transmitieron cientos de eventos que estaban por suceder. Sus comunicantes eran capaces de moverse adelante y atrás en el tiempo. Un don que fue muy apreciado por la reina Isabel, que incluso estuvo en varias ocasiones en esta casa para reclamar sus servicios proféticos.

– ¿Y acertaba?

– No sé si ése es el verbo más adecuado.

– Está bien -concedí-. ¿Profetizaba?

– Júzgalo tú misma, jovencita. Dee anunció la decapitación de la reina María de Escocia, las muertes del rey de España Felipe II, del emperador Rodolfo II y hasta de la mismísima reina. Sí. Yo diría que fue un futurólogo extraordinario.

– Verás, Julia -nos atajó Martin, mientras decidía tomar asiento a mi lado como si quisiera protegerme de los humores de su sabio amigo-: mis padres encargaron hace veinte años a Daniel y a tía Sheila que investigaran a fondo la vida de Dee y, en especial, los instrumentos que desarrolló para hablar con esos ángeles. Como ellos se fueron a vivir a los Estados Unidos pero Sheila y Daniel se quedaron en Londres, pensaron que a ellos les sería más fácil hacerlo. Sabíamos que Dee reclutó al menos a dos videntes capaces de usar los objetos que recibió de los ángeles, pero ignorábamos el alcance exacto de lo que vieron a través de ellos. Y, al parecer, fue algo extraordinario.

Martin hizo una pausa antes de continuar:

– Hoy debemos imaginar esos objetos como una especie de teléfonos satélite del tiempo. Por fuera parecen simples piedras, pero son muy poderosos. Gracias a ellos Dee se hizo con datos de primer nivel en óptica, geometría, medicina… Sus informaciones estuvieron llamadas a revolucionar su época. El propio Dee, convencido de su valor, invirtió su fortuna en la construcción de una «mesa de invocación» en la que encastraba aquellas piedras. Adquirió un espejo de obsidiana traído por los españoles desde México, e incluso reunió una pequeña colección de joyas para que sus médiums pudiesen recibir más y mejores mensajes de los ángeles. Siguió al pie de la letra todas sus instrucciones, sobre todo las de cierto arcángel Uriel, y abrió una línea de comunicación con el Cielo que no existía desde la Antigüedad.

– ¿Y por qué tu familia se interesa por eso? -Empezaba a no dar crédito a lo que estaba oyendo. Mi marido había dejado de sonreír hacía un rato, mudando su estado de ánimo a uno más serio. Solemne, incluso-. ¿Es que los Faber coleccionáis ese tipo de joyas?

Sheila no dejó que Martin respondiera. Llegó con una tetera bien caliente que olía a hierbabuena y la plantó entre nosotros con la intención de no moverse de allí.

– Jovencita -se arrancó-, lo que verdaderamente importa ahora es que nosotros tenemos las dos piedras que usó el doctor Dee en sus experiencias angélicas. Hay algunas más circulando por ahí, incluso expuestas en las vitrinas del Departamento de Antigüedades Medievales del Museo Británico. Pero no son tan poderosas como las nuestras. Nosotros guardamos las únicas y verdaderas adamantas de Dee.

– Ada… ¿qué?

– ¡Oh, vamos, Martin! -La anfitriona palmeó la espalda de mi novio, divertida-. ¿La has traído hasta aquí sin decirle nada?

– Te prometí que lo haría. Ni media palabra.

– ¡Buen chico! -sonrió.

Mientras vertía un poco de té aromático en unos vasitos de aspecto árabe, Daniel retomó la conversación.

– Entonces, se lo explicaré yo -dijo. Dio un sorbo a su infusión, hincó el diente a un nuevo baklava y prosiguió-: Verás, Julia, según lo poco que dejó escrito el doctor Dee al respecto, esas joyas fueron el mejor regalo que le hicieron los ángeles. Su origen era celestial. Tan únicas como las rocas que se trajo la NASA de la Luna. De hecho, antes de confiárselas, se cuidaron bien de explicarle que las habían tomado del Paraíso terrenal. Del Edén.

Lo miré estupefacta.

– Por supuesto, puedes creértelo o no, pero desde que el padre de Martin nos las entregara, no han dejado de asombrarnos.

– ¿Ah, sí?

– Bueno… Nunca se han comportado como dicen las notas del doctor Dee, pero a veces las piedras hacen cosas extrañas. Varían de peso, cambian de color, dejan ver signos que después desaparecen y son tan duras que ni el diamante puede cortarlas.

– ¿Y eso qué tiene que ver con la comunicación con los ángeles?

– El caso es que las hemos puesto en manos de videntes de buena reputación, tal y como hizo Dee en el siglo XVI, y algunos han llegado a arrancarles sonidos y hasta luces.

– ¿Y un gemólogo? ¿No las ha visto un experto?

– Ese es otro tema. -Sonrió Daniel enigmático, acariciándose los rizos de la barba-. Digamos que todos los intentos racionales por arrancarles sus secretos han fracasado. Sólo ciertas personas con habilidades psíquicas nos han ayudado a avanzar algo en su conocimiento. Y eso es ahora justo lo que esperamos de ti, jovencita. ¿Verdad, Martin?

Vi cómo las pupilas de Daniel se dilataban al pronunciar aquellas palabras:

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