Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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– Muchísimo.

– ¿Sabe por qué?

– S… Sí -dudé.

– Por favor -sonrió al percibir mi indecisión-, no me oculte nada. Le he dado mi palabra de que voy a ayudarla a encontrar a Martin, pero necesito su colaboración.

– Tiene que ver con un secreto de familia.

– ¿Otro secreto familiar?

– De los Faber.

– ¿Y cuál es?

– La piedra que sostiene en el vídeo es un objeto poderosísimo. De una potencia casi atómica.

Allen me miró más severo que nunca, pero no se inmutó.

– Supe por primera vez de él un día antes de que Martin y yo nos casáramos. Le aseguro que es una gran historia… Aunque explicársela quizá nos lleve toda la noche.

– No importa. Estoy deseando escucharla.

Capítulo 12

Pese a la hora tan tardía, el inspector Antonio Figueiras decidió acercarse a la comisaría de policía para rellenar el papeleo del incidente y cursar una orden de busca y captura para el tipo que se les había escapado en la catedral. La ciudad vieja estaba desierta. Descendió por la calle Fonseca contra dirección, con las luces de la sirena de su Peugeot 307 encendidas, justo después de dar órdenes a su patrulla para que no perdieran de vista el café La Quintana. Les había pedido que llevaran a la testigo a su despacho tan pronto como el norteamericano acabara con ella. «Que duerma en un calabozo, si es preciso -dijo-. Pero necesito tenerla bajo custodia hasta que me aclare qué carallo está pasando aquí.»

Antes de alejarse del promontorio en el que despuntaban las agujas de la catedral, Figueiras descubrió el perfil ahusado de un objeto enorme estacionado en el centro de la plaza. A través de los limpiaparabrisas dedujo que se trataba del helicóptero que había pedido. Con la que estaba cayendo, sus hombres debían de haberlo aterrizado a la espera de que las condiciones meteorológicas aconsejaran su vuelo.

«Mejor así», se dijo aliviada.

Cuando enfiló la avenida Rodrigo de Padrón, fuera ya del casco histórico, y aparcó en la zona subterránea del edificio del Cuartel General, tenía sólo una idea en mente: averiguar qué papel jugaban en aquel embrollo los talismanes del matrimonio Faber. Porque algún papel intuía que tenían. Que alguien se liara a tiros con la doctora Álvarez sólo se explicaba si hubieran tramado robarle algo precioso. Algo -dedujo- que valiera más que su propia vida. Para ser exactos, dos millones de libras esterlinas, según su declaración de aduanas.

– ¿Unas piedras preciosas del siglo XVI? -La voz al otro lado del teléfono no daba crédito a que lo hubieran sacado de la cama para una consulta profesional.

– Eso es, Marcelo. Isabelinas. Inglesas, vaya.

Marcelo Muñiz era el joyero más afamado de todo Santiago. Cualquier transacción con una piedra fuera de lo normal en Galicia siempre pasaba por sus expertas manos.

– No me suena haber visto nada así -dijo con tono de tasador profesional-. ¿Sabes el nombre de sus propietarios?

Figueiras se lo facilitó.

Unos minutos más tarde, después de encender su ordenador portátil y hacer las oportunas comprobaciones en su base de datos, Muñiz retomó la conversación con malas noticias:

– Lo siento, Figueiras. Te aseguro que por aquí no han pasado esas piedras. Tal vez no las hayan vendido…

– Puede ser -aceptó-. Pero dime una cosa: si tú te mudaras de Inglaterra a España y tuvieras algo así en tu ajuar, ¿por qué razón las incluirías en la declaración de aduanas?

– Por el seguro, claro -respondió sin dudarlo-. Si tienen valor y quieres que tu compañía las cubra al sacarlas de casa, debes tener un documento que lo acredite.

– Y si tuvieras algo así, ¿seguirías trabajando? ¿Seguirías madrugando para cumplir con un horario? ¿Harías una vida normal?

– Bueno -dudó el joyero-. Tal vez sus propietarios no quieren llamar demasiado la atención. Quizá para ellos el valor del objeto no sea únicamente pecuniario. Te sorprendería saber las motivaciones que llevan a una persona a atesorar joyas, más allá de su valor en el mercado.

– Quizá… -suspiró Figueiras algo decepcionado. El cansancio estaba empezando a hacer mella en él-. Eso lo averiguaré mañana.

Y colgó.

Capítulo 13

Era una larga historia. Se lo advertí. Pero Nicholas Allen se dispuso a escucharla mientras pedía otro café bien cargado y apuraba los restos de bollería industrial del día que aún quedaban en la cocina. El camarero también se resignó. Aquello era un asunto policial. Tenía una patrulla de la Guardia Civil y otra de la Nacional aparcadas en su puerta y no le iba a quedar otro remedio que aguantar detrás de la barra lo que fuera necesario.

– Comience por donde quiera -me apremió Allen.

– Lo haré por el día en el que vi esas piedras por primera vez. ¿Le parece?

– Adelante.

– Fue la víspera de mi boda con Martin…

Nunca había visto a mi novio tan excitado como aquella mañana de principios de verano. Era el último día de junio de 2005 y habíamos llegado a nuestro hotel del West End con algo de tiempo para descansar antes de la ceremonia. La celebraríamos en una minúscula iglesia normanda del condado de Wiltshire; un lugar hermoso. Iba a ser un acto sencillo, con apenas un puñado de invitados y sin protocolos. De hecho, lo oficiaría un sacerdote amigo de la familia de Martin al que ya habíamos telefoneado poniéndole al corriente de nuestras intenciones.

Amaba a aquel hombre con locura.

Todo lo hacía bien. A medida. Como un alfarero capaz de modelar el mundo al tamaño de nuestras necesidades.

Martin me había convencido semanas atrás para que lo siguiera, dejándolo todo: mis oposiciones para conservadora de la Xunta de Galicia, mis padres, mis amigas, mi pequeña casa de piedra en la costa da Morte y hasta mi colección de cuentos celtas. ¡Todo! ¡Y era feliz al entregarme así!

Le parecerá una tontería, coronel, pero poco antes de conocerlo, había leído en alguna parte lo conveniente que era pedir por carta al universo lo que una esperaba de la vida. Poner ese tipo de cosas por escrito te obligaba a ordenar las ideas. Yo escribí la mía el día que cumplí los veintinueve. Quería un amante. Un hombre bueno. Un compañero de aventuras. Así que redacté un texto de tres folios dando cuenta de mis condiciones: necesitaba a alguien que respetara mi libertad y que fuera sincero, cálido, generoso, sencillo y mágico; alguien de honor, capaz de comunicarse conmigo con sólo una mirada. En definitiva, una persona limpia de corazón, que tuviera el don de hacerme volar con sus palabras. Recuerdo que plegué aquel documento y lo introduje en una cajita de sándalo que escondí detrás de un armario, y justo cuando me olvidé de ella Martin llegó a Noia. Tendría que haberlo visto. Por encima de sus harapos de peregrino lucía la sonrisa más expresiva del mundo. Era tan magnético, tan perfecto, que hasta olvidé lo mucho que aquel joven se ajustaba a mi escrito.

Lo cierto es que con él todo fue muy rápido y al cabo de diez meses estábamos ya camino del altar. Martin dejó su trabajo en los Estados Unidos y a mí, la verdad, tampoco me importó abandonar el mío.

El día antes de nuestra boda, en el avión de Santiago a Heathrow, mi prometido me enseñó algunas fotos del lugar que había elegido para la ceremonia. Todo lo había llevado en secreto. Y como era de esperar, su elección me pareció perfecta: la capilla era de piedra, con los muros cubiertos de madreselva y un recoleto cementerio ajardinado a la entrada donde celebraríamos el banquete. Hasta la posada en la que pasaríamos nuestra noche de bodas tenía un aire compostelano sorprendente. Nada era por casualidad. Martin quería que, pese a estar lejos de Galicia, me sintiera como en casa.

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