Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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Un pájaro de quince metros de envergadura, pintado de negro, con dos rotores superpuestos como no los habían visto en su vida y un tercero empotrado en la cola al estilo de la hélice de un barco, descendió a pocos pasos de ellos haciendo que los casi dos mil kilos de peso de su todo- terreno gravitasen a un palmo de los adoquines.

Cuando dejaron de girar, un silbido ensordecedor, agudo, recorrió la plaza obligándolos a taparse los oídos.

– ¿Quién ha llamado al ejército? -murmuró Pazos, con evidente disgusto.

Su compañero no lo escuchó.

Tenía la vista clavada en un tipo de tez blanca, el pelo recogido en una trenza, que presentaba una llamativa herida debajo de su ojo derecho y que estaba dando golpecitos a su ventanilla. El agente Mirás bajó el cristal.

– Buenas noches, ¿qué…?

No tuvo tiempo de terminar su pregunta.

Dos detonaciones secas se confundieron con el último silbido del helicóptero, lanzando los cráneos de ambos policías contra sus reposacabezas. Los impactos de la Sig-Sauer de última generación que sostenía aquel tipo fueron tan certeros que los arrancó del mundo de los vivos sin que se dieran cuenta. Ni siquiera llegaron a escuchar cómo su verdugo murmuraba algo en un idioma ininteligible -una especie de letanía, algo así como Nerir nrants, Ter, yev qo girkn endhuni! -, antes de persignarse y continuar su camino.

Capítulo 11

– Es una larga historia, coronel. Y ni siquiera sé si es adecuado que se la cuente. -Tragué saliva.

Nicholas Allen, muy serio, dio un buen sorbo a su café antes de reclinarse contra el respaldo de la silla y poner sus grandes manos sobre la mesa.

– Está bien. Quiero que piense en lo que voy a decirle antes de que continúe: su marido ha utilizado la prueba de vida que le han brindado sus secuestradores para enviarle un mensaje. Pero también una advertencia. Supongo que ya se habrá dado cuenta, ¿verdad?

Asentí sin estar segura del todo.

– Cuando vi este vídeo en Washington hace unas horas -dijo acariciando su iPad- comprendí que esa alusión a alguien que pudiera robarles lo que es suyo encerraba un aviso. ¿Tienen algo de valor que sea necesario proteger?

Allen formuló aquella pregunta como si conociera la respuesta de antemano. De hecho, ni siquiera esperó a que abriera la boca.

– Una cosa está clara -prosiguió-: su marido no se ha equivocado al creer que usted también está en peligro.

Mis ojos brillaron de ansiedad.

– ¿Cree que el «monje» de la catedral quería…?

– ¿Y qué si no? Iba a por usted. De eso estoy seguro. ¿Llegó a hablarle? ¿A decirle algo?

– Mencionó a Martin…

– ¿En qué términos, señora?

– No lo sé… -me desesperé-. ¡No llegué a entenderlo!

– Está bien. No se preocupe. Iremos poco a poco. Me gustaría que respondiese a mi primera pregunta, si no le importa.

Volvíamos a empezar.

– Perfecto -suspiré.

– ¿A qué don se refería su marido en el vídeo, señora Faber?

– Tengo el don de la visión, coronel.

Dije aquello sin pensar, casi como si me liberara de un peso. De sopetón. Sin preámbulos. Y tal y como esperaba, Nicholas Allen puso cara de no entenderlo muy bien. Como todos.

– Sí que va a ser una larga historia, sí… -dijo, y se encogió de hombros.

Y antes de que añadiera nada más, volví a hacerme con la palabra.

– Es una rara herencia familiar, ¿sabe? Supongo que algo innato. Mi madre lo tuvo. Mi abuela también. De hecho, lo han tenido todas las mujeres por línea materna de las que tengo recuerdo. A veces he pensado que se trata de una especie de tara genética. He intentado reprimirla tomando fármacos, pero no ha servido de nada. No sé cómo pero Martin lo supo en cuanto me vio y me ayudó a convivir con él.

– ¿Y en qué consiste?

– Es difícil de explicar, señor Allen -dije, buscando una servilleta que poder enrollarme a los dedos, como siempre hacía cada vez que me ponía nerviosa-. De hecho, yo nunca he hecho gala de él y ni mucho menos lo he utilizado en público. El caso es que Martin se dio cuenta de que lo tenía. Por ejemplo, conocía mi capacidad para tomar un objeto entre las manos y ver su historia. Podía saber dónde había estado antes o a quién había pertenecido. Me explicó que algunos científicos llaman a esa capacidad psicometría, ¿sabe? Pero yo también podía, en ciertas circunstancias, olvidar mi idioma y hablar en lenguas extrañas. Una vez lo hice en un latín perfecto, durante un trance al que me indujo mi abuela. Eso es xenoglosia. Don de lenguas. Lo bueno es que fue Martin quien me ayudó a asumir todo aquello y a perderle el miedo a esas cosas.

Si al coronel le extrañó algo de mis explicaciones, no dio muestras de ello.

– ¿Y cómo ocurrió? -preguntó.

– ¿El qué? ¿Cómo nos encontramos?

Allen asintió.

– ¿Es importante?

– Podría serlo.

– Está bien -resoplé-. Fue hace años. Martín llegó a mi pueblo como un peregrino más del Camino de Santiago. Yo entonces trabajaba como guía turística en una iglesia de Noia, en la costa da Morte. El insistió en visitarla, charlamos, nos caímos bien al primer golpe de vista y comenzó a decirme cosas de mi vida. Cosas personales, de mi trabajo, mis amigas… Yo pensé que era alguna clase de truco con el que impresionaba a las chicas, y que aquel peregrino sólo pretendía ligar conmigo. Pero el tema fue más allá. Me dijo que yo también podía hacer ese tipo de cosas. Que tenía una capacidad natural para ello. Me prometió que me explicaría todo lo que podría llegar a hacer… y así, poco a poco, en los días que se quedó en el pueblo, terminó por enamorarme. Así de simple.

Observé una nube de preocupación cruzar ante los ojos del militar. La había visto otras veces antes. Siempre que contaba aquella historia. Pero con todo, decidí continuar.

– Quiero que rescate a Martin, coronel. Si promete encontrarlo, le explicaré en detalle todo lo de mi don. Pero ayúdeme.

La mirada de Allen se tornó compasiva por primera vez. Dulce incluso. Sus cejas canosas se arquearon dejando entrever un semblante conciliador.

– Se lo prometo -dijo-. Para eso estoy aquí.

Y con una inocencia que no le había visto antes, añadió:

– Imagino que ese todo está relacionado con esa especie de colgante que Martin sostiene en el vídeo, ¿me equivoco?

– No. Tiene usted razón. Pero déjeme contárselo a mi modo.

– Muy bien. ¿Por dónde íbamos?

– Por el don de la visión.

– Ah, sí.

– Verá: se asemeja mucho a lo que la gente entiende por videncia, pero no es eso exactamente. Como usted supondrá, este tipo de asuntos tienen que llevarse con la máxima discreción. Yo, por ejemplo, terminé mis estudios ocultando siempre a mis compañeros y profesores lo que me ocurría. Cada vez que visitaba un museo o un edificio histórico la visión se me disparaba. Al principio era cosa de piel. Presentía que algo iba a ocurrir. Que las pinturas iban a susurrarme secretos de sus autores, sus modelos, su época, y en mi mente terminaban recreándose escenas completas que pertenecían a gentes que jamás conocí. Podía entender inscripciones en lenguas exóticas o comprender el sentido último de un conjunto escultórico con sólo vislumbrarlo. ¿Se imagina lo que puede llegar a doler cuando compartes esos conocimientos y nadie te cree? ¿Lo que implica en un mundo cartesiano, apoyado en la materia y la razón como éste, que una persona sea capaz de eso y todas las demás no? El don siempre me hizo sentir rara. Sabia pero rara. Y si no lo sofocaba de algún modo, era consciente de que iba a terminar por volverme loca.

– Y ese don, ¿interesó a Martin Faber?

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