Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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– ¿Por las piedras?

– Le dije que estaba harta de sus brujerías y que no iba a ayudarlo nunca más. Que los experimentos se habían acabado para siempre. Al menos en lo que a mí se refería. Me sentía utilizada por mi marido. Fue muy desagradable.

– Y supongo que su negativa contrarió a Martin, claro.

– Más de lo que imagina -admití-. Cuando se dio cuenta de que mi decisión era firme, optó por separarme de las adamantas como medida de seguridad. La mía la ocultó en un lugar que no me reveló. Y la suya decidió llevársela a Turquía, a uno de los enclaves marcados en aquellas sesiones. Quería esconderla también. Me prometió que eso terminaría con las piedras, que nadie más las tocaría ni las utilizaría en ritual alguno. Aunque me advirtió que debíamos ser cautelosos. Estaba obsesionado con que nadie salvo él o su familia pudiera disponer de las adamantas en el futuro. Por eso las separó.

– Pero ahora necesitaremos su adamanta para encontrar a Martin.

– ¿Necesitaremos? -El apremio del coronel me sorprendió-. ¿Qué le hace pensar que vamos a necesitarla para recuperar a Martin? ¡Que se vaya al infierno la maldita piedra!

– Creo que se equivoca, señora -dijo muy serio.

– No. No lo creo.

– Trataré de explicárselo para que lo entienda sin problemas, señora Faber: si sus talismanes son lo que usted dice, es probable que estemos ante una clase de roca no terrestre capaz de emitir radiación electromagnética de alta frecuencia, idéntica en ambas piezas. Es seguro que Martin sabía eso. Si pudiéramos hacernos con la suya, la que su marido ocultó antes de irse, y estudiarla en nuestros laboratorios, identificaríamos la frecuencia exacta de esa emisión y podríamos tratar de ubicar otra de características similares en la zona del Ararat donde ha sido secuestrado su esposo. Luego triangularíamos su posición desde un satélite y enviaríamos un equipo especializado a rescatarlo.

– Me habla usted en términos de ciencia ficción, coronel.

– Términos que su marido conoce muy bien. El sabe que ésa es la única forma que usted tiene de localizarlo. Por eso le ha enviado ese mensaje críptico.

– ¿Está seguro?

– No pierde nada por probarlo, ¿no le parece?

Me quedé pensativa.

– Muy bien -dije al fin-. Lo malo es que aunque quisiera probar su teoría yo no sé dónde escondió mi adamanta.

Allen palmeó entonces su dispositivo electrónico, esbozando una intrigante sonrisa. El aparato había vuelto a dar señales de vida.

– Quizá sí. ¿No cree que Martin podría habérselo indicado de algún modo en su mensaje?

Capítulo 20

El inspector Figueiras se sobresaltó cuando uno de sus hombres entró sin llamar en su despacho y lo zarandeó.

– Inspector, inspector… ¡Despierte!

Antonio Figueiras se había quedado traspuesto, estirado en su sillón, esperando que pasaran pronto las cinco o seis horas que quedaban para poder hacer las llamadas que tenía previstas. No tuvo esa suerte.

– ¿Qué sucede?

– El comisario general lleva un buen rato tratando de localizarlo en su teléfono móvil, y usted no responde. -El policía parecía nervioso-. Dice que es urgente.

– ¡Maldita sea! -gruñó-. Pero ¿qué hora es?

– Las tres y media.

– ¿De la madrugada?

Figueiras echó un vistazo incrédulo a través de su ventana. Afuera la noche era aún oscura y seguía lloviendo con ímpetu. Molesto, fue hasta su gabardina en busca del teléfono móvil y recordó que lo había apagado. Despidió al agente de mala manera, tecleó el código de acceso a su terminal y marcó el número del comisario. Lo recibió con un tono mucho más despierto que el suyo. Y crispado.

– ¿Dónde diablos se ha metido, Figueiras?

– Lo siento, comisario. La batería de mi móvil se descargó… -mintió.

– ¡Déjese de historias! Tengo noticias de su caso, inspector.

– ¿De lo de la catedral?

– Exacto. Hace media hora recibí una llamada de nuestra embajada en Washington. Les pedí que solicitaran por cauces diplomáticos más información sobre el espía norteamericano casado con nuestra paisana.

– ¿Y…?

– No se lo va a creer, Figueiras: Martin Faber ha sido secuestrado por un grupo independentista turco, terroristas del PKK, en el extremo noreste del país. La Agencia Nacional de Seguridad americana ha puesto en marcha una operación de búsqueda y rescate internacional.

– ¿Secuestrado? ¿Está usted seguro?

– Completamente. Los del PKK son un hatajo de radicales de izquierdas que llevan años desestabilizando la zona kurda de Turquía. ¿Es que no lee usted los periódicos?

Figueiras torció el gesto. Su jefe prosiguió:

– Lo del tiroteo no ha sido un incidente aislado. ¿No lo entiende? Seguramente alguien está interesado en secuestrar también a su testigo. Debería proteger a Julia Álvarez. Ya.

– Enseguida, comisario.

Capítulo 21

– Probablemente haya ciertas cosas de su marido que desconozca…

Nick Allen soltó aquello dejando caer toda su humanidad sobre la mesa. ¿Cómo debía reaccionar yo ante semejante comentario? Llevábamos casi una hora de charla y, de repente, aquel hombre me hizo sentir como aquella ballena varada en la playa que vi siendo niña y que, aún viva, miraba con ojos de asombro a los que la rodeábamos, sin entender lo que acababa de pasarle.

– ¿Qué clase de cosas, coronel?

– Martin trabajó para la NSA.

– ¿La NSA?

– La Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos. El organismo de mi gobierno que controla todas las comunicaciones del planeta e informa al Departamento de Defensa de los enemigos de nuestra nación.

Di un respingo.

– No se preocupe, señora. Martin no era alguien como yo. No estaba en una sección operativa, sino en la científica.

– Nunca me habló de ello -murmuré, algo abrumada.

– Seguramente no se lo dijo por una buena razón: su propia seguridad, señora. Aunque formes parte del equipo de limpieza, al ingresar a la oficina de inteligencia más grande del mundo se te exigen dos cosas. La primera, discreción absoluta. Nada de lo que hagas, veas o aprendas durante tu estancia en la agencia puede ser compartido con personas ajenas a ella. Y usted lo era. Nos enseñan que cualquier indiscreción, por pequeña que parezca, puede poner en peligro operaciones de gran importancia para el país y terminar cobrándose la vida de personas inocentes que saben de nuestra misión.

– ¿Y la segunda?

– Trabajar para la NSA conlleva asumir ciertos riesgos. Si el enemigo te descubre tratará de sonsacarte hasta el más mínimo recuerdo de tu paso por nuestra organización. A veces, hasta la descripción de un vulgar despacho puede servir para que una nación hostil deduzca cómo nos movemos o pensamos. Por esa razón, al ser víctimas potenciales, a todos los empleados nos enseñan a cifrar mensajes de socorro en frases inocentes. Tener la ocasión de deslizar una de ellas en una conversación telefónica inocua puede salvarte la vida.

Miré al coronel sorprendida.

– ¿Martin sabe hacer eso?

Allen asintió.

– ¿No ha notado nada raro en el vídeo? ¿No le ha llamado la atención, por ejemplo, su última frase?

En ese momento, el militar accionó el clip de su dispositivo electrónico dejando que la efigie demacrada de Martin volviera a pronunciarla en un español más que aceptable. Sus ojos claros chispearon de nuevo en la pequeña pantalla táctil:

«… Y ten presente que aunque te persigan para robarte lo que es nuestro, la senda para el reencuentro siempre se te da visionada.»

Verlo de nuevo me llenó de negros presagios.

– Le diré lo que pienso, Julia. Creo que la clave está en esas últimas cuatro palabras. «Se te da visionada.» ¿Le dicen algo? ¿Recuerda si su marido las pronunció antes, tal vez en algún lugar o momento especial que pueda indicarnos dónde escondió su piedra?

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