No pude preguntarle por qué.
No tuve ocasión.
Mis fuerzas me abandonaron antes de que terminara de procesar lo que estaba ocurriéndonos.
Pronto fui incapaz de respirar. Mi pecho no obedecía las órdenes para que inhalase más aire. Todos mis músculos se aflojaron a la vez al tiempo que, sin quererlo, el mundo exterior dejaba de importarme. ¡Dios! ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando?
En el colmo de lo absurdo, noté un dolor lejano. La inconfundible impresión que me causó el café caliente derramándose sobre mi ropa. Pero tampoco, ni por instinto, conseguí moverme entonces. Ni girar mi vista o enviar un postrer impulso nervioso a mis manos para que me impidieran caer al suelo. No fue posible. Así de simple. Por suerte, el golpe contra el parqué de roble de La Quintana tampoco me dolió.
Al fin, una milésima de segundo antes de que todo se volviera oscuro, tuve un instante de lucidez. Uno terrible que, sin embargo, sentí como una liberación.
Estaba muerta. Ahora sí.
Todo había terminado para mí.
La habitación del padre Benigno Fornés miraba justo a la fachada norte de la catedral. Estaba ubicada en un balcón del seminario mayor San Martín Pinario. Miraba a los jardincitos del palacio del obispo Gelmírez y a la plaza de la Inmaculada. Desde su barandilla podía atender las necesidades del templo y saber antes que nadie si algo iba mal en su interior. Quizá fueron esas vistas privilegiadas las que no le dejaron pegar ojo después del tiroteo. El deán estaba mucho más angustiado que de costumbre. Pese al frío que se colaba desde el exterior, se resistía a cerrar su ventana o a desconectar el teléfono móvil. Si algo volvía a interrumpir la paz secular de su catedral, quería ser el primero en saberlo.
El anciano tenía un mal presentimiento. Se había criado a los pies de aquellas paredes y sabía cuándo las cosas podían ir a peor. Era una sensación epidérmica. Inenarrable. Por eso, cuando entrada la madrugada una serie de pequeños acontecimientos volvieron a enturbiar su duermevela, no se sorprendió demasiado.
Primero fueron las dos caídas consecutivas de tensión eléctrica que lo sacaron de la cama. El deán se levantó al percibir que la claridad de las luces de la calle se había esfumado, regresado y vuelto a desaparecer en cuestión de segundos. Inquieto, aquel hombre de setenta y un años, de inteligencia afilada y desconfiado como todos los de su generación, decidió ponerse en marcha. Lo hizo con cautela. Sin hacer ruido. No podía quitarse de la cabeza el falso incendio en la catedral, así que se vistió, tomó su abrigo y una linterna, y cruzó de puntillas la zona de dormitorios destinada a los canónigos. Cuando alcanzó el templo por el pasadizo que atraviesa la calle de la Azabachería, rezó por que el viejo cableado hubiera resistido esos envites.
«Espero equivocarme, Señor -murmuraba-. Espero equivocarme.»
Al llegar a la puerta, Fornés tecleó una clave de seis dígitos en un panel electrónico y desconectó la alarma. Se persignó humedeciendo sus dedos huesudos en la pequeña pila de agua bendita que encontró a su izquierda y, a tientas, deambuló por el primero de sus corredores en busca de cualquier cosa fuera de lo normal.
A primera vista, todo le pareció tranquilo.
No había ni rastro de la luminosidad anaranjada que había alertado a los vecinos. Incluso a oscuras, el lugar era de una solemnidad imponente. El fulgor de las últimas velas daba volumen a algunos de sus rincones más sagrados. El baptisterio o la capilla de Santa María de Corticela resplandecían entre tinieblas. Al verlos, el alma del deán se sobrecogió. El anciano Fornés todavía tenía frescos en la memoria los días en los que aquel espacio consagrado de más de ocho mil metros cuadrados permanecía abierto cada noche del año a los fieles. Eran otros tiempos, desde luego. Pertenecían a una era en la que peregrinos de toda la cristiandad velaban con devoción las reliquias del «Hijo del Trueno», recordando que Santiago fue el discípulo que heredó de Pedro el liderazgo de la Iglesia primitiva y testigo de primera fila de su trasmutación y ascenso a los cielos. Por desgracia, la modernidad había acabado con eso. Y episodios como el de los disparos de esa tarde no iban a ayudar a enderezar las cosas.
El deán, taciturno, paseó entonces el haz de su linterna en dirección a la puerta de Platerías, y después hacia el fondo de la nave principal. La nube vista en esos rincones no había dejado rastro alguno de humo en las paredes.
«¿Y si fuera una señal del cielo?»
La pregunta que el deán trasladara a su arzobispo después de recabar toda la información del incidente de manos del impío inspector Figueiras era más que una duda. Encerraba una sugerencia. Un aviso. Pero el máximo responsable de la Iglesia católica en Santiago le defraudó otra vez. Aquel joven teólogo llegado a la sede episcopal sólo un año antes no tenía aptitudes para comprender sus insinuaciones. Como se temía, parecía más interesado por el tiroteo que por el falso incendio. En el fondo debería habérselo imaginado. Monseñor Juan Martos era uno de esos nuevos pastores diocesanos de mediana edad que, desprovisto de sotana y de anillo, podría pasar por un ejecutivo de cualquier multinacional. Un hombre de aspecto neutro, impecable, frío, al que -por desgracia, desde el punto de vista del deán- le interesaba más la gestión de lo mundano que la sublimación del espíritu.
«¿Una señal, dice usted? -le preguntó el arzobispo, extrañado-. ¿Qué quiere decir exactamente con eso, padre Benigno?»
«Recuerde que este lugar se fundó en el siglo IX, cuando unas luces milagrosas alertaron a un ermitaño llamado Pelagio de la presencia de un objeto sacro en las cercanías. La tradición afirma que fue él quien avisó a su ilustre predecesor, el obispo Teodomiro, y éste quien acudió al lugar y encontró uno de los mayores tesoros de la fe cristiana.»
«El Arca con los huesos del apóstol Santiago», precisó Su Eminencia Juan Martos, sin entusiasmo.
«En efecto, Ilustrísima. Piense que, a veces, esa clase de luces son señales de Dios. Llamadas de atención para que los humanos despertemos.»
Monseñor Martos rumió aquello sin demasiadas ganas. El arzobispo era demasiado joven, demasiado ajeno a Santiago y su milenaria historia, como para captar lo que el deán trataba de insinuarle. Fornés comprendió entonces que su obispo no estaba al tanto de la función oculta de la catedral de Santiago. No era un hombre «de la tradición». De otro modo, no le hubiera ordenado clausurarla y prohibir que nadie entrara hasta que la policía terminara su trabajo.
Quizá por eso, celoso de sus funciones de guardián de los secretos del templo, y aun contraviniendo las instrucciones de su superior, el deán decidió echarle un vistazo con sus propios ojos. A fin de cuentas, aquélla era la casa que la Divina Providencia le había encargado guardar y nada ni nadie se lo impediría. Ni siquiera su propio arzobispo.
El templo estaba en calma.
La zona más oscura era la ocupada por el Pórtico de la Gloria, así que Fornés decidió empezar su ronda por ahí. Los andamios tapaban buena parte de sus dos caras, enturbiando aquel punto con plásticos, ordenadores y mesas llenas de productos químicos. Pero en ese lugar sacrosanto todo parecía en el lugar en el que lo había dejado Julia Álvarez, su protegida.
Julia era una muchacha especial. El deán lo supo desde la primera vez que la vio. No era sólo por su currículo -magnífico, por otra parte-, sino por esa determinación y apertura de mente que demostraba en las reuniones con los responsables de restaurar aquellas piedras. Sin saberlo, al sugerir que el reciente deterioro de sus muros y esculturas se debía a alguna clase de fuerza telúrica, subterránea, invisible, se estaba acercando al secreto compostelano que él protegía.
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