Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– ¿Qué quiere usted saber?

– ¿Dónde está Royce Claridon?

– Llevo sin verlo cinco años.

– Eso no es una respuesta.

– Se ha ido.

– ¿Adónde se fue?

– Ésas son todas las respuestas que una caja de libros comprará.

Evidentemente no iban a enterarse de nada por ella, y Malone no tenía intención de darle más dinero. Arrojó un billete de cincuenta euros sobre la mesa y agarró su caja de libros.

– Su respuesta es una mierda, pero yo cumpliré mi parte del trato.

Se dirigió a un cubo de basura abierto, le dio la vuelta a la caja y vació el contenido dentro. Luego arrojó la caja sobre la mesa.

– Vámonos -le dijo a Stephanie, y se alejaron.

– Eh, americano.

Malone se detuvo y se dio la vuelta.

La mujer se levantó de su silla.

– Me ha gustado eso.

Él esperó.

– Montones de acreedores están buscando a Royce, pero es fácil encontrarlo. Vaya a ver en el sanatorio de Villeneuve-les-Avignon. -Se aplicó un dedo a la sien y lo hizo girar-. Chalado, así está Royce.

XXVI

Abadía des Fontaines

11:30 am

El senescal estaba sentado en su habitación. La noche anterior había dormido poco, reflexionando sobre su dilema. Dos hermanos vigilaban su puerta, y no se le permitía a nadie la entrada, excepto para traerle comida. No le gustaba estar enjaulado… bien que, al menos por ahora, en una confortable prisión. Sus alojamientos no eran del tamaño de los del maestre o el mariscal, pero eran privados y poseían un baño y una ventana. El riesgo de que se escapara por la ventana era mínimo, pues la caída fuera era de varias decenas de metros de pura roca gris.

Pero su destino iba a cambiar hoy seguramente, ya que De Roquefort no iba a permitirle que deambulara por la abadía a voluntad. Probablemente lo encerrarían en una de las celdas subterráneas, lugares usados desde hacía mucho tiempo para almacenar mercancías en frío, el sitio perfecto para mantener aislado a un enemigo. Su destino final, ¿quién sabía cuál era?

Había trascurrido mucho tiempo desde su iniciación.

La regla era clara. «Si un hombre desea abandonar la masa de perdición, renunciar a la vida secular y elegir la vida comunal, no consintáis en recibirle inmediatamente, porque, como dijo san Pablo: “Examinad el alma para ver si viene de Dios.” Si se le concede la compañía de la hermandad, que le sea leída la regla, y si desea obedecer los mandamientos de la regla, que los hermanos le reciban, que él revele sus deseos y voluntad ante todos los hermanos y que haga la petición con un corazón puro.»

Todo eso había ocurrido y él había sido recibido. Gustosamente había hecho el juramento y alegremente servido. Ahora era un prisionero. Acusado de falsos cargos lanzados contra él por un pol ítico. [3]Nada diferente de lo ocurrido a sus antiguos hermanos, que habían sido víctimas del despreciable Felipe el Hermoso. Siempre había considerado extraño ese calificativo. De hecho, nada tenía que ver con el temperamento del monarca, pues el rey francés era un hombre frío, reservado, que quería dominar a la Iglesia Católica. [4]En vez de ello, se refería a su cabello rubio y ojos azules. Una apariencia externa, algo completamente diferente en el interior… muy parecido a él mismo, pensó.

Se levantó de su mesa y paseó; un hábito adquirido en la facultad. Moverse le ayudaba a pensar. Sobre la mesa descansaban los dos libros que había cogido de la biblioteca un par de noches antes. Se daba cuenta de que las siguientes horas podrían ser su última oportunidad de ojear sus páginas. Seguramente, una vez que se descubriera su falta, el robo de propiedad de la orden se añadiría a la lista de cargos. Su castigo -el destierro- sería, dadas las circunstancias, llevadero, pero él sabía que su Némesis nunca iba a permitirle irse tan fácilmente.

Alargó la mano en busca del códice, un tesoro que cualquier museo pagaría mucho por exponer. Las páginas estaban escritas en la caligrafía curvilínea que él conocía como redonda, corriente en aquella época, utilizada por los eruditos. Tenía poca puntuación; sólo largas líneas de texto que llenaban cada página de arriba abajo, de borde a borde. Un escriba había trabajado durante semanas para crearlo, escondido en el scriptorium de la abadía ante una mesa de escribir, cálamo en mano, marcando lentamente con tinta cada letra en el pergamino. Marcas de quemaduras estropeaban la encuadernación y gotitas de cera salpicaban muchas de las páginas, pero el códice se mantenía en notable buen estado. Una de las grandes misiones de la orden había sido preservar el conocimiento, y él había tenido suerte de tropezar con esta fuente entre los miles de volúmenes que contenía la biblioteca.

«Debe terminar su búsqueda. Es su destino. Tanto si se da cuenta como si no.» Eso es lo que el maestre le había dicho a Geoffrey. Pero también le dijo: «Aquellos que han seguido el camino que usted se dispone a tomar han sido muchos, pero ninguno ha triunfado.»

– Pero ¿Sabían ellos lo que él sabía? Probablemente, no.

Alargó la mano hacia el otro volumen. Su texto estaba también escrito a mano. Pero no lo habían hecho los escribas. Las palabras habían sido copiadas a mano en noviembre de 1897 por el entonces mariscal de la orden, un hombre que había estado en contacto directo con el abate Jean-Antoine-Maurice Gélis, el cura párroco de Coustausa, un pueblo que también se encontraba en el valle del río Aude, no lejos de Rennes-le-Château. El suyo había sido un encuentro casual, por el que el mariscal había conocido una información vital.

Se sentó y nuevamente pasó las páginas del informe.

Algunos pasajes llamaron su atención, unas palabras que él había leído ya con interés tres años atrás. Se puso de pie y se dirigió a la ventana con el libro.

Me afligi ó enterarme de que el abate G élis hab ía sido asesinado el d ía de Todos los Santos. Fue encontrado completamente vestido, con su bonete, en un charco de sangre sobre el suelo de la cocina. Su reloj estaba parado a las doce y cuarto de la noche, pero la hora de su muerte fue establecida entre las tres y las cuatro de la ma ñana. Actuando como representante del obispo, habl é con los aldeanos y el gendarme. G élis era un individuo nervioso, de quien se sab ía que manten ía cerradas las ventanas y postigos incluso en verano. Nunca abr ía la puerta de la casa parroquial a extra ños, y como no hab ía signos de que hubieran entrado por la fuerza, los funcionarios llegaron a la conclusi ón de que el abate conoc ía a su atacante.

G élis muri ó a la edad de setenta y un a ños. Le golpearon en la cabeza con unas tenazas de chimenea y luego lo mataron a hachazos. La sangre era abundante, encontr ándose salpicaduras en el suelo y el techo, pero no aparec ía ninguna huella de pisada entre los diversos charcos. Eso desconcertaba al gendarme. El cuerpo hab ía sido dejado intencionadamente boca arriba, los brazos cruzados sobre el pecho, en la postura corriente para los difuntos. En la casa se encontraron seiscientos tres francos en oro y billetes y luego otros ciento seis. As í pues, el motivo evidentemente no era el robo. El único objeto que pod ía ser considerado como prueba fue un paquetito de papeles de fumar. Escrito en uno de ellos aparec ía «Viva Angelina». [5] Esto era importante, ya que G élis no era fumador e incluso detestaba el olor de los cigarrillos.

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