El senescal se disponía a hacer más preguntas cuando oyeron unos pasos. Se dio la vuelta al tiempo que cuatro hermanos caballeros, hombres a los que conocía, entraban en la capilla. De Roquefort los siguió al interior, vestido ahora con la sotana blanca del maestre.
– ¿Conspirando, senescal? -preguntó De Roquefort, sus ojos rebosando satisfacción.
– Ya no. -El senescal se extrañaba ante aquella demostración de fuerza-.¿Necesita usted un auditorio?
– Están aquí por usted. Aunque yo espero que esto pueda llevarse a cabo de una manera civilizada. Está usted bajo arresto.
– ¿Y la acusación? -preguntó el senescal, sin mostrar la menor preocupación.
– Violación de su juramento.
– ¿Tiene usted intención de explicarse?
– En el foro adecuado. Estos hermanos le acompañarán a sus habitaciones, donde permanecerá usted esta noche. Mañana, ya le encontraré un alojamiento más apropiado. Su sustituto necesitará, para entonces, su cámara.
– Muy amable por su parte.
– Así lo pensé. Pero alégrese. Hace mucho tiempo que su hogar debería haber sido una celda de penitente.
El senescal las conocía. Nada más que unos cubículos demasiado pequeños para estar de pie o echado. En vez de eso, el prisionero tenía que permanecer agachado, y la falta de comida o de agua aumentaban su agonía.
– ¿Planeáis resucitar el uso de las celdas?
Vio que De Roquefort no apreciaba el desafío, sino que el francés se limitaba a sonreír. Raras veces aquel demonio se relajaba hasta esbozar una sonrisa.
– Mis seguidores, a diferencia de los suyos, son leales a sus juramentos. No hay necesidad de tales medidas.
– Casi pienso que se cree usted lo que dice.
– Ya ve, esa insolencia es la verdadera razón por la que me enfrenté a usted. Aquellos de nosotros entrenados en la disciplina de nuestra devoción nunca hubiéramos hablado a otro en un tono tan despectivo. Pero aquellos hombres que, como usted, preceden del mundo secular consideran apropiada la arrogancia.
– ¿Y negar a nuestro maestre su debido recuerdo fue mostrar respeto?
– Ése fue el precio que pagó por su arrogancia.
– Fue educado como usted.
– Lo cual demuestra que nosotros también somos capaces de errar.
Se estaba cansando de De Roquefort, así que recobró el dominio de sí mismo y dijo:
– Exijo mi derecho a un tribunal.
– Lo cual tendrá usted. Mientras tanto, será confinado.
De Roquefort hizo un gesto. Los cuatro hombres se adelantaron, y, aunque estaba asustado, el senescal decidió salir con dignidad.
Abandonó la capilla, rodeado por sus guardianes, pero en la puerta vaciló un momento y miró atrás, captando una vislumbre final de Geoffrey. El joven había permanecido en silencio mientras él y De Roquefort discutían. El nuevo maestre, como era característico, no prestaba atención a alguien tan joven. Transcurrirían muchos años antes de que Geoffrey pudiera plantear ninguna amenaza. No obstante, el senescal se intrigó.
No había ni una pizca de miedo, vergüenza o aprensión que nublara el rostro de Geoffrey.
Al contrario, su expresión era de intensa resolución.
Rennes-le-Château
Sábado, 24 de junio
9:30 am
Malone introdujo con dificultad su larguirucho cuerpo en el Peugeot. Stephanie se encontraba ya dentro del coche.
– ¿Ha visto a alguien? -preguntó ella.
– Nuestros dos amigos de anoche han vuelto. Son unos pesados.
– ¿Ningún signo de la chica de la motocicleta?
Él le habló a Stephanie de sus sospechas.
– No esperaría eso.
– ¿Dónde están los dos amigos ? [2]
– En un Renault rojo carmesí en el otro extremo, más allá de la torre de las aguas. No vuelva la cabeza. No les alertemos.
Ajustó el espejo retrovisor exterior para poder ver el Renault. Ya algunos autocares turísticos y una docena más o menos de coches llenaban al arenoso aparcamiento. El cielo claro del día anterior había desaparecido, y aparecía ahora otro cubierto de tempestuosas nubes de un gris como metálico. La lluvia estaba en camino, y pronto descargaría. Se dirigían a Aviñón, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, para encontrar a Royce Claridon. Malone había ya consultado el mapa y decidido la mejor ruta para despistar a cualquier posible perseguidor.
Arrancó el coche y circularon lentamente hasta salir del pueblo. Una vez más allá de las puertas de la villa, y ya en el serpenteante sendero que bajaba desde la cima, observó que el Renault se mantenía a una discreta distancia.
– ¿Cómo piensa usted perderles?
Él sonrió.
– A la antigua usanza.
– Siempre planeando por anticipado, ¿verdad?
– Alguien para quien trabajé antaño me lo enseñó.
Encontraron la carretera D118 y se dirigieron al norte. El mapa indicaba una distancia de treinta y dos kilómetros hasta la A61, la autopista de peaje que salía justo al sur de Carcasona y conducía al nordeste, a Aviñón. Unos diez kilómetros más adelante, en Limoux, la carretera se bifurcaba, una de sus ramas cruzaba el río Aude hasta entrar en Limoux, y la otra continuaba hacia el norte. Decidió que ésa sería su oportunidad.
La lluvia empezó a caer. Suavemente al principio, luego con fuerza.
Puso en marcha los limpiaparabrisas delanteros y traseros. La carretera ante ellos estaba vacía de coches a ambos lados. El que fuera un sábado por la mañana había reducido aparentemente la intensidad del tráfico.
El Renault, sus luces de niebla atravesando la lluvia, igualó su velocidad y un poco más. Malone observó por el espejo retrovisor que el Renault se situaba directamente detrás de ellos, y luego aumentaba la velocidad hasta ponerse al mismo nivel del Peugeot en la calzada contraria.
La ventanilla del pasajero se bajó y apareció un arma.
– Agárrese -le dijo a Stephanie.
Apretó el acelerador y se pegó estrechamente a una curva. El Renault perdió velocidad y se quedó detrás de ellos.
– Parece que hay cambios de planes. Nuestras sombras se han vuelto agresivas. ¿Por qué no se echa usted al suelo?
– Soy mayor. Usted conduzca.
Se deslizó por otra curva y el Renault estrechó distancias. Mantener los neumáticos pegados a la calzada era difícil. El pavimento estaba revestido de una gruesa capa de condensación y se volvía más húmedo a cada segundo. No había líneas amarillas que definieran nada y el borde del asfalto quedaba parcialmente difuminado por unos charcos que con facilidad podían producir el efecto aquaplanning en el coche.
Una bala impactó en el parabrisas trasero.
El cristal templado no estalló, pero Malone dudaba de que pudiera aguantar otro impacto. Empezó a zigzaguear, haciendo conjeturas sobre dónde terminaba el pavimento a cada lado. Divisó a un coche que se acercaba por la calzada contraria y regresó a la suya.
– ¿Puede disparar un arma? -preguntó, sin quitar los ojos de la carretera.
– ¿Dónde está?
– Bajo el asiento. Se la quité al tipo de anoche. Lleva un cargador completo. No falle. Necesito separarme un poco de esos tipos.
Ella encontró la pistola y bajó el cristal de su ventanilla. Malone la vio alargar la mano, apuntar hacia atrás y disparar cinco tiros.
Los disparos tuvieron el efecto deseado. El Renault se alejó, aunque no abandonó la persecución. Malone derrapó alrededor de otra curva, haciendo funcionar freno y acelerador como unos años atrás le habían enseñado a hacer.
Ya estaba bien de hacer el zorro.
Hizo un brusco viraje para entrar en la calzada dirección sur y apretó con fuerza los frenos. Los neumáticos se agarraron al húmedo pavimento con un crujido. El Renault pasó disparado por la calzada en dirección norte. Entonces soltó el freno, redujo entonces a segunda, y luego apretó el acelerador hasta el fondo.
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