Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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Los neumáticos giraron, y después el coche saltó hacia delante.

Llevó la palanca del cambio a la quinta.

El Renault estaba ahora delante de él. Dio más gas al motor. Noventa. Cien. Ciento diez kilómetros por hora. Todo el asunto estaba resultando curiosamente estimulante. Llevaba algún tiempo sin vivir este tipo de acción.

Se desvió ahora hacia la calzada contraria situándose en paralelo al Renault.

Los dos coches estaban ahora circulando a ciento veinte kilómetros por hora en un tramo relativamente estrecho de la carretera. De repente coronaron una loma y se elevaron trazando un arco sobre el pavimento, crujiendo sonoramente los neumáticos cuando la goma se reencontró con el empapado asfalto. Su cuerpo fue proyectado hacia delante y hacia atrás, sacudiéndole el cerebro, mientras el cinturón de seguridad le mantenía en su sitio.

– Eso ha sido divertido -dijo Stephanie.

Tanto a su izquierda como a su derecha se extendían verdes campos, la campiña entera un mar de espliego, espárragos y viñas. El Renault rugía a su lado. Malone dirigió una fugaz mirada a su derecha. Uno de los tipos de cabello corto se estaba encaramando por la ventanilla del pasajero, retorciéndose para poder disparar mejor.

– Tire a los neumáticos -le dijo a Stephanie.

Ella se disponía a tirar cuando Malone vio a un camión delante, ocupando la calzada norte del Renault. Había conducido lo suficiente por las carreteras de dos calzadas de Europa para saber que, a diferencia de Norteamérica, donde los camiones conducían con desconsiderada despreocupación, aquí se movían a la velocidad de un caracol. Había confiado en encontrar alguno más cerca de Limoux, pero las oportunidades había que aprovecharlas cuando se presentaban. El camión se encontraba a no más de doscientos metros. Estarían sobre él al cabo de un momento, y, por suerte, su propia calzada estaba limpia.

– Espere -le dijo Malone a la mujer.

Mantuvo su coche en paralelo y no le permitió ninguna salida al Renault. El otro conductor tendría, o bien que frenar, estrellarse contra el camión, o desviarse hacia el campo abierto. Confiaba en que el camión permaneciera en la calzada hacia el norte, de lo contrario no tendría otra elección que enfilar por donde pudiera.

El otro conductor al parecer comprendió las tres opciones, y torció para salir de la calzada.

Malone pasó a gran velocidad por delante del camión. Una mirada por el retrovisor le confirmó que el Renault estaba atascado en el rojizo barro.

Regresó a la calzada norte, se relajó un poco, pero mantuvo la velocidad, abandonando finalmente la carretera nacional, tal como tenía previsto, en Limoux.

Llegaron a Aviñón un poco después de las once de la mañana. La lluvia había cesado unos ochenta kilómetros antes y un brillante sol inundaba el boscoso terreno, las onduladas colinas verde y oro, como una página de un viejo manuscrito. Una muralla medieval con torreones rodeaba la ciudad, que antaño había sido la capital de la Cristiandad durante casi cien años. Malone maniobró el Peugeot a través de un laberinto de estrechas callejuelas hasta un aparcamiento subterráneo.

Ascendieron por las escaleras hasta el nivel de la calle, e inmediatamente Malone se encontró frente a unas iglesias románicas, enmarcadas por viviendas bañadas por el sol, sus tejados y paredes todos de la tonalidad de la arena sucia, produciendo una impresión claramente italiana. Como era fin de semana, los turistas llegaban a miles, y los toldos multicolores y los plátanos de la Place de l’Horloge arrojaban su sombra sobre una bulliciosa multitud que había salido a almorzar.

La dirección del cuaderno de Lars Nelle les guió por una de las múltiples r ues. Mientras caminaba, Malone pensó en el siglo xiv, cuando los papas cambiaron el río Tíber de Roma por el francés Ródano y ocuparon el enorme palacio situado sobre la colina. Aviñón se convirtió en un asilo para herejes. Los judíos compraban tolerancia por una modesta tasa, los criminales vivían sin ser molestados, florecían las casas de juego y los burdeles. La vigilancia era laxa, y pasear después de hacerse oscuro podía significar un peligro para la propia vida. ¿Qué había escrito Petrarca? «Una morada de penas, todo lo que respira miente.» Confiaba en que las cosas hubieran cambiado en seiscientos años.

La dirección de Royce Claridon era una antigua tienda -libros y muebles-, su escaparate lleno de volúmenes de Julio Verne procedentes en su mayor parte del siglo xx. Malone estaba familiarizado con las ediciones pintorescas. La puerta principal estaba cerrada, pero una nota pegada al cristal informaba de que el negocio se estaba llevando a cabo hoy en la Cours Jean Jaurès, en una feria de libros mensual.

Se informaron de la dirección del mercado, que se celebraba al lado de un bulevar principal. Desvencijadas mesas de metal salpicaban la arbolada plaza. Cajas de plástico albergaban libros franceses, así como un puñado de títulos ingleses, en su mayoría novelas de éxitos del cine y la televisión. La feria parecía atraer a un determinado tipo de cliente. Montones de cabellos recortados, gafas, faldas, corbatas y barbas… Ni una Nikon o una videocámara a la vista.

Pasaban autocares abarrotados de turistas camino del palacio papal, los quejumbrosos dieseis sofocando el ruido de un grupo de percusión caribeño que tocaba al otro lado de la calle. Una lata de coca-cola rebotó en el pavimento y sobresaltó a Malone, que tenía los nervios de punta.

– ¿Pasa algo malo?

– Demasiadas distracciones.

Deambularon por el mercado, los ojos de bibliófilo de Malone estudiando la mercancía. El material de calidad estaba todo envuelto en plástico. Una tarjeta identificaba la procedencia y el precio del libro, que Malone observó que era alto, dada la baja calidad. Preguntó a uno de los vendedores la ubicación del puesto de Royce Claridon, y lo encontraron en el otro extremo. La mujer que atendía las mesas era baja y robusta, con el pelo rubio sujeto en un moño. Llevaba gafas de sol y todo posible atractivo quedaba atemperado por el cigarrillo que colgaba de sus labios. Fumar no era algo que Malone hubiera encontrado nunca atractivo.

Examinaron sus libros, todo desplegado sobre un destartalado mueble, la mayor parte de los volúmenes encuadernados en tela raída. Le sorprendió que alguien los comprara.

Se presentó a sí mismo y a Stephanie. La mujer no les dijo su nombre, y se limitó a seguir fumando.

– Estuvimos en su tienda -dijo Malone en francés.

– Está cerrada. -El tono cortante dejaba claro que no quería que le molestaran.

– No estamos interesados en nada de lo que tiene allí -dejó claro también Malone.

– Entonces, disfrute de estos maravillosos libros.

– ¿Tan mal va el negocio?

La mujer dio otra calada.

– Apesta.

– ¿Por qué está usted aquí, entonces?¿Por qué no en el campo durante el día?

Ella se lo quedó mirando con gesto suspicaz.

– No me gustan las preguntas. Especialmente de norteamericanos que hablan un mal francés.

– Yo creía que el mío era correcto.

– Pues no lo es.

Malone decidió ir al grano.

– Estamos buscando a Royce Claridon.

La mujer se rió.

– Usted y alguien más.

– ¿Le importaría informarnos sobre quién es alguien más? -Aquella bruja le estaba crispando los nervios.

Ella no respondió inmediatamente. En vez de ello, su mirada se desvió hacia una pareja que estaba examinando su mercancía. La banda caribeña del otro lado de la calle atacó una nueva melodía. Los potenciales clientes de la mujer se alejaron.

– Tenemos que vigilarlos a todos -murmuró-. Lo roban todo.

– Se me ocurre una idea -dijo él-. Le compro una caja entera si me responde a una pregunta.

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