Malone consultó nuevamente su reloj, luego miró hacia las oscurecidas ventanas.
– Ya es hora de averiguar lo altas que son. ¿Va a estar usted bien aquí?
Ella reunió fuerzas y asintió.
– Yo me ocuparé del mío. Usted encárguese del otro.
Malone salió de la casa por la puerta principal, sin intentar ocultar su marcha. Los dos hombres que había descubierto anteriormente se encontraban apostados en el otro extremo de la calle, a la vuelta de una esquina, cerca de la muralla de la ciudad, desde donde podían ver la residencia de Lars Nelle. Su problema era que, para seguirlo, tendrían que atravesar la misma calle desierta. Aficionados. Unos profesionales se habrían dividido. Uno en cada extremo, listo para moverse en cualquier dirección. Al igual que en Roskilde, esta conclusión alivió su aprensión. Pero seguía nervioso, sus sentidos alerta, preguntándose quién sentía tanto interés por lo que estaba haciendo Stephanie.
¿Podía realmente tratarse de los caballeros templarios de hoy en día?
Allá en la casa, las lamentaciones de Stephanie le habían hecho pensar en Gary. La muerte de un hijo parecía inexpresable. No podía imaginar la pena de la mujer. Quizás después de su retiro debería haberse quedado en Georgia, pero Gary no quería ni oír hablar de eso. «No te preocupes por mí -le había dicho su hijo-. Iré a verte.» Catorce años sólo, y el chico ya era bastante maduro. Sin embargo, la decisión le atormentaba, especialmente ahora que, una vez más, estaba arriesgando el cuello por la causa de otra persona. Su propio padre, sin embargo, había sido como él… murió cuando él tenía diez años, y recordaba el sufrimiento de su madre al saber la noticia. En el funeral se había negado incluso a aceptar la bandera doblada que le ofrecía la guardia de honor. Pero él la había recogido, y, desde entonces, aquel bulto rojo, blanco y azul había permanecido con él. Sin ninguna tumba que visitar, la bandera era su único recuerdo físico del hombre que apenas conocía.
Malone llegó al final de la calle. No le hacía falta mirar atrás para saber que uno de los hombres le estaba siguiendo, mientras el otro se había quedado con Stephanie en la casa.
Giró a la izquierda y se dirigió al dominio de Saunière.
Rennes evidentemente no tenía vida nocturna. Puertas y ventanas cerradas a cal y canto marcaban el camino. El restaurante, la librería y los quioscos estaban todos cerrados. La oscuridad sumergía el callejón en profundas sombras. El viento susurraba más allá de las murallas como un alma en pena. La escena era como sacada de Dumas, como si la vida allí hablara sólo en murmullos.
Desfiló pendiente arriba, hacia la iglesia. La Villa Betania y la casa parroquial estaban bien cerradas, y la arboleda más allá recibía sólo la luz de una media luna tapada de vez en cuando por las nubes que corrían velozmente por encima de sus cabezas.
La puerta del cementerio seguía abierta, tal como Stephanie dijo que estaría. Se dirigió hacia ella, consciente de que su séquito le seguiría. Una vez dentro, se aprovechó de la creciente oscuridad para deslizarse detrás de un enorme olmo. Miró atrás y vio que su perseguidor entraba en el cementerio, acelerando el paso. Cuando el hombre pasaba junto al árbol, Malone se abalanzó sobre él y le descargó un puñetazo en el abdomen. Sintió alivio al no encontrar ningún chaleco protector. Lanzó otro golpe contra la mandíbula, haciendo caer al suelo a su perseguidor, y luego lo levantó de un tirón.
El hombre más joven era bajo, musculoso, iba bien afeitado y llevaba el cabello muy corto. Estaba aturdido mientras Malone palpaba sus ropas. Halló el bulto de un arma. Metió la mano bajo la chaqueta del hombre y sacó una pistola. Una Beretta Bobcat. Hecha en Italia. Una pequeña semiautomática, concebida como un apoyo de último recurso. En el pasado, él mismo había llevado una. Aplicó el cañón al cuello del hombre y apretó a su oponente con firmeza contra un árbol.
– El nombre de tu jefe, por favor.
Ninguna respuesta.
– ¿Hablas inglés?
El hombre movió negativamente la cabeza, mientras continuaba aspirando aire y tratando de orientarse.
– Dado que, al parecer, no me entiendes, ¿comprendes esto? -dijo Malone y amartilló el arma.
Una repentina rigidez indicó que el joven comprendía el mensaje.
– Tu jefe.
Se oyó un tiro y una bala golpeó con un ruido sordo en el tronco del árbol, justo encima de sus cabezas. Malone se volvió, descubriendo a una silueta a treinta metros de distancia, encaramada allí donde el belvedere se encontraba con la pared del cementerio. Tenía un fusil en sus manos.
Sonó otro disparo y una bala rebotó en el suelo, a pocos centímetros de sus pies. Malone soltó su presa y su perseguidor original se escapó del recinto parroquial.
Pero ahora estaba más preocupado por el tirador.
Vio que la figura abandonaba la terraza, desapareciendo otra vez en el belvedere. Una nueva energía recorrió su cuerpo. Pistola en mano, salió del cementerio y corrió hacia un estrecho pasaje que corría entre la Villa Betania y la iglesia. Recordaba el trazado de antes. La arboleda se encontraba más allá, rodeada por un elevado mirador que giraba en forma de U hacia la Torre Magdala.
Se precipitó entre los árboles y vio la figura que corría por el belvedere. La única manera de subir a él era una escalera de piedra. Corrió hacia ella y subió por los escalones de tres en tres. Una vez arriba el tenue aire azotó sus pulmones y el fuerte viento le atacó sin oposición alguna, molestándole y obligándole a ir más despacio.
Observó que su atacante se encaminaba directamente hacia la Torre Magdala. Pensó en dispararle, pero una repentina ráfaga de viento le golpeó, como si quisiera advertirle en contra. Se preguntó adonde se dirigía su atacante. No había ninguna otra escalera para bajar, y la Torre Magdala seguramente estaba cerrada por la noche. A su izquierda se extendía una barandilla de hierro forjado, más allá de la cual había árboles y una caída de tres metros al jardín. A su derecha, después de una pared baja, la caída era de cuatrocientos cincuenta metros. En algún momento, iba a enfrentarse cara a cara con quienquiera que fuese su atacante.
Rodeó la terraza, cruzó un invernadero de estructura de hierro y vio que la forma entraba en la Torre Magdala.
Se detuvo.
Eso no se lo esperaba.
Recordó lo que Stephanie le había dicho sobre la distribución del edificio. De unos cinco por cinco metros, con una torreta redonda que albergaba una escalera de caracol que conducía a un tejado almenado. Saunière había situado antaño en su interior su biblioteca privada.
Decidió que no tenía elección. Corrió hacia la puerta, vio que estaba entreabierta y se situó a un lado. Soltó un puntapié contra la pesada plancha de madera hacia dentro y aguardó un disparo.
No ocurrió nada.
Se arriesgó a echar una mirada y vio que la habitación estaba vacía. Dos de las paredes estaban llenas de ventanas. Ningún mueble. Nada de libros. Sólo desnudas cajas de madera y dos bancos tapizados. Una chimenea de ladrillo ocupaba un oscuro rincón. Entonces se le hizo la luz.
El tejado.
Se acercó a la escalera de piedra. Los peldaños eran bajos y estrechos. Subió por la espiral en el sentido de las agujas del reloj hasta una puerta de acero, y la probó. Ningún movimiento. Empujó con más fuerza. El portón estaba cerrado por fuera.
La puerta de abajo se cerró de golpe.
Malone descendió por la escalera y descubrió que la única otra salida estaba ahora también cerrada desde el exterior. Se acercó a un par de ventanas de cristal fijo que daban a la arboleda y vio que la negra forma saltaba desde la terraza, se agarraba a una gruesa rama y luego se dejaba caer al suelo con sorprendente agilidad. La figura corrió a través de los árboles hacia el aparcamiento, situado a unos veinticinco metros, el mismo en el que él había dejado el Peugeot a primera hora.
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