En Avi ñón busca a Claridon. Él puede indicar el camino. Pero prend garde de l’ingénieur.
– No sé por qué el remitente de la nota pensó que Claridon podía señalar el camino a ninguna parte -se quejó-. No tenemos nada en qué basarnos. Esta pista podría ser un callejón sin salida.
– No es verdad.
Las palabras habían sido pronunciadas en inglés y procedían del otro lado del solárium.
Malone se dio la vuelta al tiempo que Royce Claridon se levantaba de la silla. Toda confusión había desaparecido de la cara barbuda del hombre.
– Yo puedo facilitar la dirección. Y el consejo que se da en la nota debería ser seguido. Debe usted tener cuidado con el ingeniero. Ella, y otros, son la razón de que yo me esté ocultando aquí.
Abadía des Fontaines
El senescal siguió a Geoffrey a través del laberinto de corredores abovedados. Confiaba en que la apreciación del joven fuera correcta y que todos los hermanos se encontraran en la capilla durante la plegaria del mediodía.
Hasta el momento, no se habían tropezado con ninguno.
Siguieron su camino hacia el palais que albergaba la sala superior, las oficinas administrativas y las salas públicas. Cuando, en épocas pasadas, la abadía había sido cerrada a todo contacto exterior, a nadie de la orden se le permitía ir más allá del vestíbulo de la planta baja. Pero cuando el turismo floreció en el siglo xx, a medida que otras abadías abrían sus puertas, para no despertar sospechas, la Abadía des Fontaines las siguió, ofreciendo visitas y sesiones de información, muchas de las cuales tenían lugar en el palais.
Entraron en el extenso vestíbulo. Por las ventanas de bastos cristales verdosos se filtraban apagados rayos de sol que caían sobre el embaldosado suelo a cuadros. Un descomunal crucifijo de madera dominaba una de las paredes, y otra estaba cubierta por un tapiz.
En la entrada de otro pasadizo, a unos treinta metros al otro lado del alto vestíbulo, se encontraba Raymond de Roquefort, con cinco hermanos tras él, todos armados con pistolas.
– ¿Se marchan? -preguntó De Roquefort.
El senescal se quedó helado, pero Geoffrey levantó el arma y disparó dos veces. Los hermanos del otro lado se lanzaron al suelo cuando las balas rebotaron en la pared.
– Por allí -dijo Geoffrey, dirigiéndose a la izquierda, hacia otro corredor.
Dos balas les pasaron rozando.
Geoffrey efectuó otro disparo a través del vestíbulo, y ocuparon una posición defensiva justo al entrar en el corredor, cerca de un locutorio donde los comerciantes traían en el pasado sus mercancías para mostrar.
– De acuerdo -gritó De Roquefort-. Tiene usted mi atención. ¿Es necesario el derramamiento de sangre?
– Depende enteramente de usted -dijo el senescal.
– Creía que su juramento era precioso. ¿No es deber suyo obedecer a su maestre? Le ordené quedarse en sus alojamientos.
– ¿De veras? Olvidé esa parte.
– Es interesante ver que hay una serie de reglas que se aplican a usted, y otra que nos gobiernan a los demás. Aun así, ¿no podemos ser razonables?
Le extrañaba aquella muestra de diplomacia.
– ¿Qué propone usted?
– Supuse que trataría usted de escapar. La Sexta parecía el mejor momento, así que estaba esperando. Mire, le conozco bien. Su aliado, sin embargo, me sorprende. Veo coraje y lealtad en ustedes. Me gustaría que los dos se unieran a mi causa.
– ¿Y hacer qué?
– Ayudarnos a recuperar nuestro destino en vez de obstaculizar el esfuerzo.
Algo no iba bien. De Roquefort estaba fingiendo. Entonces lo comprendió. Trataba de ganar tiempo.
Se giró en redondo.
Un hombre armado doblaba en aquel momento la esquina, a quince metros de distancia. Geoffrey lo vio también. El senescal disparó un tiro a la parte inferior del hábito del hombre. Oyó cómo el metal rasgaba la carne y un grito mientras el hombre caía sobre las baldosas. Ojalá Dios le perdonara. La regla prohibía dañar a otro cristiano. Pero no había elección. Tenía que escapar de aquella prisión.
– Vamos -dijo.
Geoffrey tomó la cabeza y ambos se lanzaron hacia delante, saltando sobre el hermano que se retorcía de dolor.
Doblaron la esquina y siguieron corriendo.
Se oían pasos apresurados tras ellos.
– Espero que sepas lo que estás haciendo -le dijo a Geoffrey.
Doblaron otra esquina en el corredor. Geoffrey se detuvo ante una puerta parcialmente abierta, entró y cerró suavemente tras ellos. Un segundo más tarde, pasaron corriendo unos hombres, y sus pasos se fueron alejando.
– Esta ruta termina en el gimnasio. Les llevará un buen rato comprobar que no estamos allí -dijo.
Volvieron a salir silenciosamente, sin aliento, y tomaron el camino del gimnasio, pero en vez de ir hacia allí en una intersección, torcieron a la izquierda, hacia el refectorio.
Se estaba preguntando por qué los disparos no habían alertado a más hermanos. Pero la música de la capilla sonaba muy alta siempre, dificultando que se oyera más allá de aquellas paredes. Sin embargo, si De Roquefort esperaba que él huyera, sería razonable suponer que habría más hermanos repartidos por la abadía, aguardándolos.
Las largas mesas y los bancos del refectorio estaban vacíos. Procedentes de la cocina, flotaban olores de tomates guisados y pimientos. En el nicho del recitador, tallado a una altura de noventa centímetros en una pared, aguardaba un hermano ataviado con su hábito, rifle en mano.
El senescal se escondió bajo una mesa, utilizando la mochila como cojín, y Geoffrey buscó refugio debajo de otra.
Una bala se incrustó en la gruesa tabla de roble.
Geoffrey salió precipitadamente y disparó dos tiros, uno de los cuales alcanzó al atacante. El hombre del nicho vaciló y luego cayó al suelo.
– ¿Le has matado? -preguntó el senescal.
– Espero que no. Creo que le di en el hombro.
– Esto se nos está escapando de las manos.
– Ya es demasiado tarde para eso.
Se pusieron de pie. De la cocina salían hombres precipitadamente, todos ataviados con delantales manchados de comida. El personal de cocina. No constituían una amenaza.
– Volved adentro, al instante -gritó el senescal, y ni uno de ellos desobedeció.
– Senescal -dijo Geoffrey, con tono expectante.
– Tú guías.
Salieron del refectorio por otro pasillo. Tras ellos se oían voces, acompañadas del ruido de suelas de cuero golpeando la piedra. El disparar a dos hermanos motivaría incluso a los más dóciles de sus perseguidores. El senescal estaba furioso por haber caído en la trampa que De Roquefort le había tendido. Cualquier posible credibilidad que antaño tuviera se había desvanecido. Nadie le seguiría ya, y él maldijo su estupidez.
Entraron en el ala de los dormitorios. La puerta del otro extremo del corredor estaba cerrada. Geoffrey se adelantó y probó el pomo. Cerrado.
– Al parecer, nuestras opciones son limitadas -dijo el senescal.
– Vamos -dijo Geoffrey.
Entraron a todo correr en el dormitorio, una gran cámara rectangular con literas colocadas perpendicularmente, al estilo militar, bajo una fila de ventanas ojivales.
Un grito llegó del corredor. Más voces. Todas excitadas. Se dirigían hacia ellos.
– No hay otro camino para salir de aquí -dijo.
Se quedaron a medio camino entre la fila de vacíos lechos. A sus espaldas estaba la entrada, que iba a llenarse de adversarios. Al frente, sólo los aseos.
– Entremos en los baños -dijo-. Confiemos en que pasen de largo.
Geoffrey corrió hacia el otro extremo, donde dos puertas conducían a sendos lavabos.
– Aquí dentro.
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