Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– Estoy al tanto de eso -dijo Stephanie-. Lo embelleció todo, exagerando la historia, cambiándolo todo de arriba abajo. Posteriormente, aparecieron más artículos en la prensa, y la historia poco a poco se fue haciendo más fantástica.

Claridon asintió.

– La ficción acabó sustituyendo por completo a los hechos.

– ¿Se refiere usted a los pergaminos? -preguntó Malone.

– Un excelente ejemplo. Saunière nunca encontró pergamino alguno en la columna del altar. Nunca. Corbu y los demás añadieron ese detalle. Nadie ha visto nunca esos pergaminos, aunque su texto ha sido impreso en innumerables libros, cada uno de los cuales ocultaba supuestamente alguna especie de mensaje cifrado. Todo tonterías, y Lars lo sabía.

– Pero Lars publicó los textos de los pergaminos en sus libros -dijo Malone.

– Él y yo hablamos del asunto. Todo lo que dijo fue: «A la gente le encanta el misterio.» Pero sé que le dolía hacerlo.

Malone estaba confuso.

– ¿Así que Saunière contó una mentira?

Claridon asintió.

– La versión moderna es esencialmente falsa. La mayoría de los escritores vinculan también a Saunière con los cuadros de Nicolás Poussin, en particular Los pastores de la Arcadia. Según cabe suponer, Saunière llevó los dos pergaminos encontrados a París en 1893 para descifrarlos, y, estando allí, compró una copia de ese cuadro y dos más en el Louvre. Se dice de ellos que contenían mensajes ocultos. El problema en este caso es que el Louvre no vendía copias de cuadros en aquella época, y no hay registro alguno de que Los pastores de la Arcadia estuviera siquiera en el Louvre en 1893. Pero a los hombres que divulgaron esta ficción no les importaban mucho los errores. Simplemente suponían que nadie comprobaría los hechos, y durante un tiempo tuvieron razón.

Malone indicó con la mano el criptograma.

– ¿Dónde encontró esto Lars?

– Corbu escribió un texto en el que lo contaba todo sobre Saunière.

Algunas de las palabras de las ocho páginas enviadas a Ernest Scoville pasaron por su cabeza. Lo que Lars había escrito sobre la amante. «En un momento dado, ella reveló a Noël Corbu uno de los escondrijos de Saunière. Corbu escribió sobre esto en un manuscrito que yo conseguí encontrar.»

– Aunque Corbu se pasó mucho tiempo contando a los reporteros la ficción de Rennes, en su manuscrito contó en detalle la verdadera historia, tal como la supo por la amante.

Más cosas de las que Lars había escrito acudieron a la mente de Malone. «Lo que Corbu encontró, caso de que realmente encontrara algo, nunca lo reveló. Pero la abundancia de información contenida en su manuscrito hace que uno se pregunte dónde pudo haberse enterado de todo lo que escribía.»

– Corbu, por supuesto, no dejaba que nadie viera el manuscrito, ya que la verdad no era ni mucho menos tan cautivadora como la ficción. Murió cuando se acercaba a los setenta años en un accidente de automóvil, y su manuscrito desapareció. Pero Lars lo encontró.

Malone estudió las filas de letras y símbolos que aparecían en el criptograma.

– Bueno, ¿y esto qué es?¿Alguna especie de código?

– Uno bastante corriente en los siglos xviii y xix. Letras y símbolos al azar, dispuestos en una parrilla. En algún lugar, en medio de todo este caos, hay un mensaje. Básico, sencillo y, para su época, bastante difícil de descifrar. Y lo sigue siendo incluso hoy, sin una pista.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Se precisa alguna secuencia numérica para encontrar las letras que conforman el mensaje. A veces, para hacer un poco más confuso el tema, el punto de partida de la parrilla es aleatorio también.

– ¿Consiguió Lars descifrarlo? -preguntó Stephanie.

Claridon negó con la cabeza.

– Fue incapaz. Y eso lo frustró. Entonces, las semanas previas a su muerte, pensó que había tropezado con una nueva pista.

La paciencia de Malone se estaba agotando.

– Supongo que no le dijo a usted cuál era.

– No, monsieur. Él era así.

– Así pues, ¿adónde iremos desde aquí? Señale el camino, tal como se supone que debe hacerlo usted.

– Regresen aquí a las cinco de la tarde, a la carretera que hay más allá del edificio principal. Yo iré a su encuentro.

– ¿Cómo podrá salir?

– Nadie aquí se entristecerá de verme marchar.

Malone y Stephanie cruzaron una mirada. Seguramente ella dudaba, igual que él, de si seguir las indicaciones de Claridon sería inteligente. Hasta el momento toda esa empresa había estado plagada de personalidades peligrosas o paranoicas, por no hablar de especulaciones disparatadas. Pero algo se estaba poniendo en marcha, y si quería saber más iba a tener que jugar según las reglas que el extraño hombrecillo que se alzaba ante él estaba fijando.

Sin embargo, quería saber.

– ¿Adónde nos dirigiremos?

Claridon se volvió hacia la ventana y señaló al este. En la lejanía, a kilómetros de distancia, sobre la cima de una colina que dominaba Aviñón, se levantaba una fortaleza de aspecto palaciego con una apariencia oriental, como algo procedente de Arabia. Su dorada luminosidad destacaba contra el cielo del este con una intensidad fugitiva y su apariencia era la de varios edificios amontonados uno encima del otro, cada uno de ellos alzándose de la roca firme, en un claro desafío. Al igual que sus ocupantes habían hecho durante casi cien años, cuando siete papas franceses gobernaron la Cristiandad desde el interior de las murallas de la fortaleza.

– Al Palais des Papes -dijo Claridon.

El Palacio de los Papas.

XXX

Abadía des Fontaines

El senescal miró a Geoffrey a los ojos, y descubrió odio en ellos. Nunca le había visto esa emoción.

– Le he dicho a nuestro nuevo maestre -dijo Geoffrey, hundiendo el arma más profundamente en la garganta de De Roquefort- que se esté quieto o le dispararé.

El senescal se adelantó y metió un dedo bajo el blanco manto, hasta el chaleco antibalas.

– Si nosotros no hubiéramos empezado a disparar, lo habría hecho usted, ¿verdad? La idea era matarnos mientras tratábamos de huir. De esa manera, su problema quedaba resuelto. Yo quedo eliminado y usted es el salvador de la orden.

De Roquefort no dijo nada.

– Por eso ha venido usted aquí solo. Para terminar el trabajo por sí mismo. Ya le vi cerrar la puerta del dormitorio. No quería testigos.

– Tenemos que irnos -dijo Geoffrey.

Comprendía el peligro que la empresa significaba, pero dudaba de que ninguno de los hermanos quisiera arriesgar la vida del maestre.

– ¿Adónde iremos?

– Se lo mostraré.

Manteniendo el arma pegada al cuello de De Roquefort, Geoffrey condujo a su rehén a través del dormitorio. El senescal mantenía lista su propia arma. Abrió la puerta. En el pasillo había cinco hermanos armados. Al ver a su líder en peligro, levantaron sus armas, dispuestos a disparar.

– Bajad las armas -ordenó De Roquefort.

Pero las pistolas seguían apuntando.

– Os ordeno que bajéis las armas. No quiero más derramamiento de sangre.

El noble gesto provocó el efecto deseado.

– Apartaos -dijo Geoffrey.

Los hermanos dieron unos pasos atrás.

Geoffrey hizo un gesto con el arma y él y De Roquefort salieron al pasillo. El senescal los siguió. Las campanas sonaron a lo lejos, señalando la una de la tarde. Las plegarias de la Hora Sexta terminarían dentro de poco, y los corredores se llenarían una vez más de hombres vestidos con hábitos.

– Tenemos que movernos rápidamente -dejó claro el senescal.

Con su rehén, Geoffrey encabezaba la marcha por el corredor. El senescal le seguía, mirando de vez en cuando hacia atrás para no perder de vista a los cinco hermanos.

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