Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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– La verdad es que no hemos mirado bajo los colchones.

– Pues yo creí que los policías lo miraban todo.

– ¿Por qué no hace usted el favor de acompañarnos a la casa de sus primas a ver si recuerda algo más?

– Bueno.

Y sin sacarse las manos de los bolsillos quedó mirando al suelo.

Todos esperaron a ver por dónde rompía. Por fin se quitó las gafas de medio huevo, fue a la percha, se vistió una gabardina y un sombrero y dijo:

– Bueno, ya estoy.

– Pero ¿no te quitas la bata? -le preguntó el cura.

– No…

Hicieron el viajecito en taxi sin hablar. Subieron. La casa parecía más fría. El primo, apenas entraron, como si de pronto tuviera prisa, quiero decir cierta prisa, sin decir palabra echó a andar hacia el dormitorio de sus primas. Todos, en hilera, iban tras él. Encendió la luz de la mesilla, se arrodilló a los pies de una cama, metió las manos entre los dos colchones de lana y empezó a buscar a tientas, mientras miraba al techo. Por fin sacó una caja de cartón. Sin abrirla la sopesó.

– Está vacía.

Plinio tomó la caja sin abrir. Era de cartón corriente con restos de una etiqueta. La sonó. La abrió. Sólo había un cargador. Se miraron entre sí.

– Cuando murió el tío pensaron tirarla… Pero luego, como estaban solas, por si les daba miedo, la guardaron.

– Nunca me dijeron que tenían pistola -exclamó el cura con cierto aire de contrariedad.

– Pues por algo grave salieron a la calle si se llevaron el arma -dijo Plinio mirando a uno y a otro sin dejar la caja y el cargador.

– Es que claro, don Jacinto, no se lo iban a decir a usted todo -dijo el veterinario.

Don Jacinto alzó la cabeza más de lo acostumbrado para descubrir una mirada fulminativa a don Lotario, que naturalmente no tuvo ningún efecto por la condición tapadera de sus párpados.

– Muy amable -comentó el clérigo molesto y con sequedad.

– ¿Qué piensa usted, don José María? -preguntó Plinio al primo que todavía seguía de rodillas junto a la cama.

– Las primas son bastante impetuosas -dijo al tiempo que se incorporaba.

– ¿Y eso que quiere decir? -siguió el guardia.

– Que… les dan prontos.

Y volvió a callar con las manos en los bolsillos, la mirada en el suelo y la boca apretada.

– Por favor, don J osé María -pidió Plinio-, explique usted lo de los prontos… Les dan prontos ¿para qué?

– Pues… para todo.

– Lleva razón, José María -aclaró el cura-, les dan prontos para hacer obras de caridad, para llevar el bien…

– Algo así… O para comprarse una tarta -remató José María.

Todos se miraron entre sí y no pudieron evitar la risa, incluso el cura. Sólo el primo seguía con las manos en los bolsillos y mirando al suelo.

– José María quiere decir que son impetuosas como un niño, pero siempre para cosas buenas o inocentes. Son unas santas.

– Con pistola -volvió el veterinario con el mal café que le inspiraba el sacerdote.

– Con pistola, sí, señor veterinario impertinente, con pistola y unos corazones como catedrales.

– Por favor, don Lotario -le reconvino el guardia.

– ¿Dan ustés su permiso? -se oyó una voz.

Todos miraron hacia la puerta de la alcoba. Era la portera, pequeñaja, con cara de asustada, de inocentemente asustada.

– Ustés perdonen y buenas noches, que no he dicho na', pero los vi subir y me dije: así que bajen voy a decirles a los señores un recuerdo que tengo aquí clavao toa la tarde. Pero como no bajaban, pues digo subo y se lo digo. Lo cual que he encontrao la puerta abierta y telenda telenda me he entrao hasta aquí… Que miren ustés, desde que desaparecieron las pobres señoritas tos los de la casa, de la portería quiero decir, estamos dándole vueltas a la cabeza a ver si caemos en qué percance les puede haber ocurrido. Porque miren ustés, que unas personas tan rebuenísimas, que las conocemos de toda la vidisma, porque el señorito Norberto cuando se vino de notario, me entiende usted, de Tomelloso, trajo a mi padre que en paz descanse a la portería, y de siempre nos hemos tratao divinamente, y las señoritas y yo como quien dice nos hemos criao con los mismos baberos, porque en Tomelloso mi madre ya asistía a la casa del señorito Norberto, pues que no es cosa vista lo que ha pasao… que hay que ver el disgusto que ya nos llevamos con el aborto de la señora Alicia, al que tienen enfrascao… El feto Norbertillo y no le digo a ustés cuando se murió aquel santo señor con tantas medallas, padre de las señoritas, que aún parece que lo veo en la caja…

– Pero bueno, ¿cuál es ese recuerdo que ha tenido usted toda la tarde en la cabeza y que iba a contarnos? -le cortó Plinio.

– ¿El recuerdo? Ay Dios mío, Jefe Plinio, con lo que lo quería mi padre, que Dios albergue, que usted se acordará de él, Andrés Sánchez el Meacubas, con perdón…, lo que tenemos hablao y cuando esta mañana lo vide subir porque he estao dos días en el pueblo de mi prima, sabe usted, y me dijo la Gertrudis que estaban ustés en el ajo de las señoritas… Porque nosotras vamos todos los años al pueblo para el día de Todos los Santos, para hermosear un poco las sepulturillas de los fenecidos de la familia, que nadie queda ya de los nuestros en aquel lugar…

– Sí hija mía sí, pero a ver si nos dices qué recuerdo es ése.

– Lleva usted razón Manuel, que se me va la palabra al cielo… y qué gusto de verlo aquí y también a don Lotario… Que las señoritas la última tarde que salieron, pues que tomaron un taxi, fíjese usted, un taxi, ellas que siempre iban alredor de la casa, porque de este barrio no salían como no fuese algo muy sonao… Ellas a la iglesia de Santa Bárbara, a la de San José, a la confituría de Hidalgo, a Rio- frío, a Mónico, a los teatros de la vecindad… Pero mire usted, Manuel, aquella tarde, que salen, se plantan en la puerta y al primer taxi que pasó que le echan mano. Y yo me dije: ¿qué pasará que han cogío un taxi?

– ¿Y no le dijeron nada?

– Nadica. Ya se lo conté a los otros policías más señoritos… quiero decir, vamos más de Madrid que vinieron los primeros. Cogieron el taxi, y ¡hala! Se lo dije a mi hermana Feliciana que casi no ve, ¿pues dónde irán las señoritas que han montao en un taxi con tanta asura?

– Bueno… pero vamos a ver ¿qué es lo nuevo que nos tenías que decir y te ha pasao toda la tarde, porque lo de que tomaron un taxi ya lo sabíamos?

– ¿Pues quién os lo ha dicho? -preguntó perpleja.

– Pues los otros policías más señoritos como tú dices que te preguntaron primero.

– Anda, claro. Pero ¿le han dicho que iban así de acelerás?

– No… recuerdo.

– Pues eso es lo que yo tenía clavao. Eso, coñis, que iban muy acelerás.

Cuando Plinio y don Lotario se pudieron deshacer del cura miracielos, del primo sellista y de la cansinísima portera, se acercaron un momento a cambiar impresiones con el comisario en el café Lión y después calle de Alcalá adelante, con pasos cortos, bajaron hacia su hotel.

– ¿Sabe usted lo que le digo, don Lotario? -habló Plinio mientras esperaban en el cruce de Gran Vía que el disco se pusiera verde-, que este caso de las hermanas Peláez no me emociona lo que se dice na'.

– Hombre, pues ahora ya con la desaparición de la pistola, el caso se está poniendo más cicato, como dicen en nuestro pueblo.

– Y le digo también -continuó, sin hacer caso de la observación de don Lotario- que Madrid me cae gordísimo… ¿Qué me importa a mí que hayan desaparecido dos rancias como las hermanas Peláez? ¿Qué más me da si se las ha llevado un enano o se las ha comido un mico? Me es igual…

– Por Dios, Manuel, no despotriques. Para una ocasión que te dan los de la capital de lucirte, de aparecer a los ojos del mundo como un policía universal, te pones así.

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