Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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Una señora, ya en la cochera de los cincuenta, rubia ella y de bastante buen ver, con abrigo de terciopelo y una mirada como de gachí fatal, tomaba café en la barra. Los de la tertulia próxima le echaban ojos y decían:

– Muy buen cuerpo.

– Muy buen cuerpo, sí señor -corearon otros.

El cura volvió los ojos hacia ellos, y como bajo los párpados cierros su mirar resultaba impertinente, uno de los piropeadores, engallado, arreció la voz vengativo:

– Pero que muy buen cuerpo.

La del abrigo que oyó el último mensaje, semivolvió el perfil sonriendo y echó una ojeada con aquellos ojos de mostillo que Dios le dio.

– Y a la hembra le gusta el halago -dijo el de la voz de aceite frito.

– Le gusta… le gusta… le gusta -añadió otro tertuliano guiñando el ojo hacia donde el sacerdote.

Todos rieron. El cura respiró fuerte y dijo un latinajo inaudible.

Plinio volvió con el traje lleno de arrugas y cara de jubilado también. Se sacudió la ceniza del cigarrón que le moteaba por todos sitios y quedó pensativo mirando a la calle. El hombre no se aclaraba en el asunto de las Peláez. El no haberse enterado hasta hacía un rato de que las desaparecidas tenían un primo administrador le irritó mucho. En los pueblos -repensaba- cada persona es un ser redondo, completo, parte de otra cosa más gorda, también completa, que es una familia. Allí a todo el mundo se le conoce de cuerpo entero, de familia entera. Pero aquí en las capitales a la gente se la columbra a cachos, a refilones. Y a las familias enteras tal vez nunca. En los pueblos puedes enterarte en un rato de la biografía completa de cada sujeto. Aquí tienes que componerla como un rompecabezas. Allí, la vida de cada persona es como una novela que vas abultando cada día con las noticias que él mismo te da o los próximos te allegan. Aquí a lo más sólo se sabe el título de los capítulos. Allí, te sientas en la terraza del San Fernando, y apenas cruza un individuo, la cabeza rebina toda su historia, sus dichas y desdichas, sus cojeras y demasías, sus cuernos y sus muertos, sus ganancias y pedriscos, la fecha de cuando se rompió el brazo, le mordió el mastín o tuvo la nieta con apendicitis. Y si me apuras, hasta recuerdas dónde tienen el nicho, en qué lonja compran y qué barbero les raspa la cureña cada sábado. Aquí no se ven más que sombras, gentes que no se miran ni se hablan, carteles de hombres sin noticia caliente. Mujeres que sólo te llaman la atención por la colocación de sus carnes y el respingo del caderamen… Por eso en Madrid, ser policía es una cosa científica y mecánica. Hay que empezar por averiguar quién es quién. En el pueblo el ser policía es ejercicio humanísimo, porque hay que rebuscar aquel rincón último de los que conocemos. Los pueblos son libros. Las ciudades periódicos mentirosos…

– Ésta quiere guerra -seguía el de la voz de aceite friéndose, mirando a la gachona de los ojos mariposos.

– Sí quiere, sí, pero a lo mejor pagando.

– O no. O es caprichosa y le apetece matar la tarde.

– Coño, pues dile una frase.

Así estaban las cosas cuando entró un joven muy bien trajeado que debía ser el que ella esperaba.

– Se acabó la función -dijo el de la voz.

– Ya me extrañaba a mí que viniera de rebusca. Hay mucho compromiso en ese cuerpo para andar a lo que salga.

– Bueno señores, ¿me acompañan entonces a casa de José María Peláez?

– Vamos.

Quedaron en la Puerta del Sol a la espera de un taxi. Al cura, de pie y en la calle, se le notaba menos la caída de párpados. El chorro de gente que una vez avanzó desde el paso de peatones, por pocas se lleva por delante a don Lotario, que tuvo que hacer un equilibrio de cine cómico. El cura levantaba la mano a todos los taxis. No debía distinguir si iban ocupados. El veterinario se reía a hurtadillas cada vez que ocurría. Plinio miró hacia los balcones del hotel fronterizo, y sintió la comenzón de irse a la cama sin más primo, ni más cena, ni más na. No llegaba un taxi libre. Don Lotario le dio con el codo a Plinio. Un viejecillo no mal vestido registraba en una papelera. Miraba papel por papel. Unos se los guardaba en el bolsillo y otros los tiraba con aire distraído. Se le veían papeles asomados por todos los bolsillos.

– ¿Qué buscará? -dijo el vete.

– No sé… Y quizás él tampoco -le contestó Plinio filosófico y caidón.

Cuando acabó la selección, el vejete echó una carrera torpe hasta la próxima papelera, sin preocuparse si lo observaban.

Por fin consiguieron un taxi y fueron hacia Claudio Coello. El portero les dijo que ya había llegado el señorito José María. Una doncella muy delgada les pasó desde el recibidor a un despacho muy grande. Tras una mesa larga había un hombre en batín de seda verde, mirando sellos con una lupa. Sería cincuentón, con barba cerrada y gafillas de oro con lentes en forma de medio huevo. Para recibirlos hizo ademán de levantarse, pero no se levantó, como si estuviese atado al sillón. Por encima de las gafas miraba a los visitantes, inexpresivo, con la boca muy prieta, fruncida.

Don Jacinto presentó a los justicias de Tomelloso. José María Peláez hizo una vaga inclinación de cabeza y les ofreció asiento con el ademán. Hay que decir que en vez de echarles la mano les concedió la punta de los dedos.

Don Jacinto, con la cabeza muy alzada resumió la desaparición de las primas, y explicó la misión de Plinio y su amigo. El primo lo escuchaba siempre inexpresivo, y de vez en cuando echaba un reojo a los sellos que tenía sobre la mesa.

Cuando acabó el cura, después de un breve silencio, el primo dijo su primera frase con aire casi de enfado y en voz muy comida:

– Pues no sé qué habrán querido hacer con las primas.

Por todos sitios había álbumes de sellos. Los visitantes, juntos en el mismo sofá, único asiento del despacho aparte del sillón del primo, estaban bastante estrechos por cierto. Eran muebles mo- demos y bonitos, pero pocos. Todo el espacio era para los sellos.

Plinio después de otro silencio le preguntó con severidad:

– ¿Y cómo en seguida de enterarse usted de la desaparición de sus primas no regresó de París?

El primo miró a Plinio como si en aquel instante reparase en su presencia. Luego al cura, más luego a los sellos, y al fin se encogió de hombros de manera casi cómica y dijo mirando al suelo:

– ¿Qué podía hacer yo…?

– Darnos alguna pista, por ejemplo.

– … No tengo pistas, palabra.

Plinio, mientras, se puso de pie. Los otros le imitaron después de hacer un esfuerzo para despegarse del sillón.

– Supongo que por el momento no se moverá usted de Madrid.

– No creo. Tengo mucho que hacer aquí -y señaló los sellos.

También se levantó José María de su sillón, aunque muy despacio, por una especie de lentitud mental. Y fue tras ellos con las manos en los bolsillos de la bata y la cabeza hacia el suelo. A pesar de su relativa juventud y no mal tipo, tenía lentitudes de anciano. Ya en el recibidor dijo en voz baja, como para sí:

– Yo nunca he sido aficionado a las cosas de detectives y no sé qué decirles.

– No se trata de cosas policiacas, sino de cosas de sus primas -respondió Plinio.

– Así puestos a pensar -dijo rascándose la cabeza entrecana y como haciendo un gran esfuerzo- lo único que se me ocurre decir es que tenían una pistola.

– ¿Cómo una pistola? -saltó Plinio ya un poco en tensión.

– Sí, que tenían una pistola del tío.

– Bueno, ¿y qué?

– ¿Que si está en la casa…?

El cura miró a Plinio con cara de sorpresa:

– ¿Una pistola ellas?

– Eso dice. ¿Y dónde la tenían?

– Debajo del colchón de la cama de la tía Alicia.

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