Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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– Coño, Manuel, te estás enfadando.

– Es que son ideas que las llevo muy dentro, aunque yo no soy un finolis. Pero respeto siempre la obra de los antepasados.

– En este café algunas veces tocaba una orquesta de mujeres. Todas tenían cara y caderas de amas de casa y cuando estaban tocando se hablaban en voz baja, tal vez para decirse que tenían la compra por hacer o un chico con sarampión.

– Me río porque este comentario me lo hizo usted en otro viaje que estuvimos aquí.

Ahora el estrado de la orquesta estaba vacío, cubierto con cortinas rosa y doseles con borlas.

Detrás de la barra se veían dos grandes batidoras de cristal, automáticas, que movían pausadas zumo de naranja la una y de limón la otra.

– Toda latarde moviendo esos zumos – dijo don Lotario de pronto-. Yo creo que con un batidito era bastante, ¿no crees?

– Será para despertar la sed de la clientela. Hoy para hacerle a uno gastar cuartos se recurre a todas las argucias -comentó Plinio.

Compraron unos farias. Poco a poco se llenaba el café. Hombres con pinta de pueblo iban formando tertulias. Algunos se sentaban con el sombrero o la boina encasquetados. Parecían ricotes que vivían de las rentas que tenían en el pueblo, jubilados o arrimados a los hijos. Muchos de ellos tomaban posturas abandonadas, se rascaban la cabeza sin descubrirse, como solía hacer Plinio; o con la cara entre las manos bostezaban a todo diámetro. Abundaban los trajes marrones y los sombreros verdes. Hablaban con pausa, alzando las manos con ademán sentencioso, con aire despectivo o de flamenquismo trasnochado. De las tertulias próximas les llegaban retazos de conversación salpicados con nombres de fincas: «El prado del señor cura», «La casa de la linde vieja». Y cantidades de compra, venta o hipotecas. Algunos parecían abuelos que debían vivir malamente con la nuera y no sé cuántos nietos, y se venía allí a matar la tarde y parte de la noche. Se les veía solitarios, poniendo mucho reposo en todas las operaciones de mover el café, echar el azúcar, cucharearlo y encender el cigarro. Era el único trabajo que iban a hacer hasta la hora de la cena, y debían estirarlo hasta lo más. Algunos, con las gafas en los ríñones de la nariz, todavía le daban vueltas y revueltas al periódico de la mañana. No era raro ver en estas tertulias a algún joven con cara de recién llegado a Madrid que, desambientado, hacía corro con los mayores de su pueblo o familia. En una mesa había dos mujeres con grandes bolsos, moños y jerséis negros, que con poco disimulo dejaban caer los párpados y dormitaban sobre la papada. Una de ellas, con no sé qué sobresalto, se despertó, de pronto y echó mano al bolso grande de plástico que tenía sobre la mesa. Al ver que todo estaba en orden, volvió a la modorra.

– Esto recuerda mucho un casino de pueblo -dijo don Lotario.

– A base de Puerta del Sol, pero igualico… Es que no se quieren convencer los listos de que la mayor parte de los españoles son así,… Mejor dicho -añadió con guasa- somos así.

– Sí, somos hijos del terruño y aledaños del carro, ahora tractor. Vienes a Madrid y te parece que todos los españoles son oficinistas. Y no señor, lo más de España es labradora, que apenas sabe leer y escribir, que dice que cree en Dios y no va a la iglesia y piensan que la monarquía se diferencia de la república porque en ésta el rey va de paisano. Y no le demos vueltas que no hay más cera que la que luce. España es de los pueblos menos cultos de Europa porque alguien ha puesto mucho empeño en que así sea -concluyó don Lotario con aire de mitin.

– Pues ha llegado un tiempo en que nos las están dando todas en el mismo carrillo.

– Y lo que te rondaré morena. Y menos mal que a los que ganan en otros países les ha dado por venir a éste a tomar el sol, que si no estábamos todavía siendo la nación productora por excelencia de limpiabotas y sardinas en lata.

– Y menos mal también que se han ido muchos miles por ahí a hacer de maleteros y limpiar tornillos…

– Resumiendo, como decía aquél -concluyó don Lotario- que nosotros que siempre hemos sido tan nacionales, la poca mejora que tenemos es debida a los extranjeros. Te digo que es pá echarse y no pegar el ojo.

– Mire usted, éste debe ser el cura que nos busca -dijo Plinio señalando a un sacerdote cuellicorto que oteaba levantando mucho las narices porque era de párpados muy caidones.

– ¿Es usted don Jacinto Amat? -le dijo Plinio levantándose muy fino.

Se saludaron y el guardia hizo la presentación del veterinario. De verdad que al pobre don Jacinto no había manera de que se le quedasen los párpados en su sitio. Se le caían como persianas locas y para mirar, como quedó dicho, tenía que levantar la cara como si atisbase por una rendija más bien alta. El caso es que ya sentado, el subepárpados y subetesta se le notaba menos, porque en vez de mirar de frente lo hacía de reojo. Se conoce que por la rinconera del ojo con la sien, la vista encontraba mayor acomodo. Muy moreno, de pelo casi azul de puro oscuro, llevaba una sotana regular de nueva, porque le pardeaban los talares.

– Pues ustedes dirán en qué puedo servirles -preguntó luego de un preámbulo de cortesías y de pedir café.

– Como le indiqué por teléfono, la Dirección de Seguridad nos ha encargado la investigación del caso de las hermanas Peláez.

– Ya sé, ya sé. Me lo han dicho en la Dirección. No se extrañen ustedes de que me haya procurado una ratificación… Nunca se sabe en estos casos, nunca se sabe.

– Ha hecho usted bien -respondió Plinio muy moderado y pasándose la lengua por los labios-. Bueno. ¿Y qué sospecha usted de esta extraña desaparición?

– De verdad, amigo González, que no sé qué pensar. Porque ellas, las dos, son unas verdaderas santas. Con estos secuestros se suele perseguir dinero o venganza. Aquí de robo, nada. Nadie tocó, como usted sabe, cosa alguna. Sus ahorros están en el banco. Venganza ¿de quién? Ellas son unas santas, lo que se dice unas santas. Aquí hay un misterio muy raro.

– En el mundo del delito ocurren casos que al principio son difíciles de entender, pero todo acaba mostrando su porqué muy corriente. Por eso yo he pensado que usted, que al parecer las conoce muy bien, así como a las personas que las rodean, a lo mejor puede darnos algún indicio.

– Claro que las conozco. Soy su confesor hace muchos años. Y lo fui de su madre.

– Yo creí que usted era más joven.

– El pelo negro engaña, pero voy para los setenta. Unas benditas, le digo que son unas verdaderas benditas. En esa casa nunca ocurrió nada anormal. Vidas trasparentes como el cristal las de Alicia y María.

– ¿Usted sabe que en esa casa hay un feto en alcohol? -preguntó Plinio en plan de sondeo.

El cura empezó a reír con suficiencia y alzando muchísimo la cabeza, porque por lo visto con el reír los párpados se le bajaban más de la cuenta.

– Ya lo creo que lo sé. El feto fue de un aborto de la santa de dona Alicia, la madre. La pobre toda su vida deseó un niño. Como se le malogró, guardó en el frasco lo que pudo. Entre ellas -sólo yo lo sabía- al feto le llamaban Norbertito. Me preguntaron mil veces si era pecado guardar un feto. Yo, claro está, les dije que no.

– Entonces, ¿también sabe usted lo del cuarto de los espíritus?

– ¿Cómo no? Y en el mejor sentido, me he reído mucho de ellas por esa invención. Las pobres pasaban muchos ratos en el cuarto hablando con sus antepasados.

– ¿Y ese militar que hay en el museo con un corazón de trapo cosido en la guerrera?

– No pierde usted detalle, amigo González. Ésa fue la única sombra, no digamos negra, pero sí grisantona en la historia de la familia.

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