Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Lo que suponía otro motivo de resentimiento contra el joven Ritión. Y de enojo consigo mismo: sabía en su fuero interno que estaba siendo mezquino con él.

Deja de darle vueltas y hagamos aquello a lo que hemos venido, se dijo.

– Antes nos fue imposible hacerle ni una muesca a esta criatura -añadió en voz alta-. Pero tal vez ahora que sus hermanos han sido destruidos haya perdido algo de poder…

– Permíteme que lo dude -respondió Derguín.

– No obstante, haremos la prueba. Trescuerpos…

El gigante, que se había reincorporado al grupo, enarboló sobre su cabeza un martillo de guerra de diez kilos y descargó un titánico mazazo en uno de los brazos del monstruo. Como había ocurrido unos días antes, el arma rebotó con un sonido apagado. Una capa gomosa cubría el blindaje metálico del demonio.

– ¿Pruebo otra vez, tah Kratos? -preguntó Trescuerpos. Kratos se oponía a que lo llamaran general o mariscal: para él no había título más honroso que el de Tahedorán delante de su nombre.

– Déjalo. Lo único que vamos a conseguir es que te descoyuntes los hombros. Maese Zemalnit, es todo tuyo.

El joven Ritión desenvainó la hoja forjada por Tarimán. A su luz, sus rasgos se veían mucho más afilados que cuando Kratos lo adiestraba para convertirlo en Tahedorán. Era como si en esos dos años hubiera envejecido diez. Tal vez Zemal suponía una carga demasiado pesada.

Y una mierda, se respondió el mismo Kratos al instante. Aunque pesara diez veces más que el martillo de Trescuerpos, aunque consumiera sus carnes y su espíritu en menos de cinco años, Kratos habría dado lo que fuera por ser él quien empuñara aquella arma de poder.

Derguín descargó el primer tajo directamente sobre la cabeza del demonio. La hoja se hundió más de una cuarta en aquel yelmo o cráneo de metal, y el golpe levantó una lluvia de chispas azuladas.

– Sigo sin entenderlo… -murmuró Derguín.

– ¿Qué es lo que no entiendes? -le preguntó Darkos, que contemplaba con mal disimulada admiración al Zemalnit y su arma.

Lo que me faltaba, pensó Kratos. Se queda con la espada y ahora me roba también la atención de mi hijo.

– He rebanado sillares de granito de un metro de espesor sin sentir la menor resistencia. Pero cuando golpeo a estas criaturas infernales es como si cortara un pernil de cerdo con una espada normal. Lo consigo, pero me cuesta trabajo. Y eso me preocupa.

– ¿Por qué? -insistió Darkos-. Aunque te cueste un poco más, puedes destruirlos. ¡No tritures, eres el Zemalnit!

Kratos chasqueó la lengua, disgustado. A veces su hijo utilizaba unos términos muy extraños. Kratos dominaba lo suficiente el Ritión como para saber que el «no tritures» y el «cómo alapanda» carecían de significado, y no le hacía ninguna gracia que hablara así.

– Puede haber criaturas más poderosas que éstas -respondió Derguín-. No sé qué ocurrirá cuando Zemal se mida contra ellas. Si no es capaz de penetrar…

– ¡No hables de eso, y menos en este lugar!

Todos se volvieron al oír aquella voz. Mikhon Tiq bajaba por la escalera. Llevaba en la mano la vara negra que había pertenecido al Enviado. El joven había encastrado en su extremo superior unos prismas de esmeralda que Derguín le había regalado de su parte del botín y que, considerando su tamaño, debían valer una pequeña fortuna. Cuatro finos ganchos de metal se curvaban sobre las gemas, sugiriendo la forma de una esfera que no llegaba a cerrarse.

Ahora las esmeraldas brillaban con un intenso resplandor verde. Su luz proyectaba en la pared la sombra de Mikha, una sombra tan agigantada que hizo a Kratos pensar en Linar.

El joven aprendiz de mago también había crecido y cambiado, como Derguín. Cuando viajaron a Koras junto a Linar, los dos muchachos siempre estaban gastando bromas y riéndose de cualquier tontería que, por lo general, Kratos no solía encontrar graciosa. Ahora parecían haber madurado varias décadas de golpe. En cierto modo, Kratos echaba de menos el atolondramiento de entonces.

– ¿Por qué no hay que hablar de eso? -preguntó Darkos. Era evidente que no le hacía gracia quedarse sin respuesta.

– Cállate ya -dijo Kratos, preocupado por que su hijo pareciera demasiado insolente-. Has gastado tu cupo de palabras y de preguntas para toda la mañana.

El muchacho pareció a punto de contestar, pero se mordió la lengua. Mejor. Desde que lo conoció, Kratos no le había puesto la mano encima ni albergaba intención de hacerlo, pero si tenía que castigarlo no dudaría en hacerlo con severidad.

– Mikha tiene razón -dijo Derguín-. Hay cosas de las que no se debe hablar delante de tanta gente.

– Todos somos de confianza -repuso Kratos-. ¿O es que ambos pensáis volveros tan enigmáticos como el viejo Linar?

Mikha, que ya había llegado al fondo de la torre, intercambió una mirada con Derguín que lo dijo todo.

No sé cuál es vuestro juego, amigos, pensó Kratos. Pero si queréis contar conmigo y con mi ejército para él, tendréis que explicármelo todo en algún momento.

– Me gustaría que hicieras una prueba, Derguín -dijo Mikha, acercándose al monstruo dormido. Le pasó la contera de la lanza por uno de los brazos y el roce levantó chispas. Para sorpresa de los demás, aunque el joven Kalagorinor no parecía haber hecho ningún esfuerzo, aquel leve contacto dejó un fino surco en la película mate que cubría el blindaje.

¿Qué magia escondería aquella vara? Kratos estaba harto de sentirse prácticamente desvalido e inerme ante poderes que lo superaban. Su mano buscó por instinto la empuñadura de su nueva hoja. Era la espada de Biyómides, hermano gemelo de Dolmatus. Kratos lo había vencido y decapitado en duelo, por lo que su arma le correspondía como trofeo. Se trataba de una buena espada, bien equilibrada, con una hermosa línea de templado: un arma digna. Pero no era Krima.

Y ni siquiera blandiendo a Krima habría sido rival para un Zemalnit, un Kalagorinor o un monstruo metálico y alado. No era justo. Tramórea debería pertenecer a los hombres, no a magos, dioses ni demonios. Kratos se sentía como una pieza de ajedrez. Y no un caballo o un alfil, sino un simple peón.

– ¿Qué prueba, Mikha? -preguntó Derguín-. Por lo que sospecho, tú podrías destruir a esta criatura con menos esfuerzo que yo.

– Eso está por ver. Precisamente se trata de esfuerzo, sí, sólo que de otra forma. Vuelve a desenvainar a Zemal.

Derguín hizo como le pedía su amigo.

– No golpees todavía. Aprieta la empuñadura con ambas manos y mira a la hoja.

– ¿Así?

– Gírala. Pon el plano mirando hacia tu rostro.

Por los filos de la espada corrían chispas que brotaban de ella, se curvaban y volvían a hundirse en su superficie, arcos de luz juguetones como duendecillos de los bosques. Todos guardaron silencio, sin apenas respirar, mientras Derguín miraba fijamente a la hoja.

– Ya entiendo -murmuró.

Las venas de su frente se hincharon como cordones dibujando una V, y las de su cuello también. Derguín empezó a resollar como un fuelle y sus brazos temblaron por la contracción de sus músculos.

La luz de Zemal se intensificó. Los reflejos azulados que la recorrían se convirtieron en violetas, casi negros en contraste con el brillo blanco de la hoja. El rostro de Derguín se perló de sudor y no sólo por el esfuerzo, sino por el calor que desprendía el arma. Cada vez resultaba más difícil fijar la vista en ella sin quedar deslumbrado. Kratos cerró los ojos un momento y siguió viendo una imagen fantasmal de la espada, una Zemal de color verde, como si llevara un rato mirando al sol.

– ¡Ahora! -dijo Mikha.

Derguín levantó la espada sobre su cabeza y descargó un tajo sobre el demonio de metal. La lluvia de chispas que se levantó llegó tan lejos que todos se apartaron, sobresaltados, y Kratos notó que una de ellas le quemaba el dorso de la mano. Se produjo una breve explosión de luz. Cuando el resplandor se desvaneció comprobaron que Derguín estaba agachado, empuñando todavía la espada. La hoja había atravesado limpiamente la cintura del monstruo. El aire olía a metal recalentado, a azufre y a tormenta a punto de estallar.

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