Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Tampoco le hacía falta saber lo que se escribían: con mirarles a la cara cuando leían le bastaba para saber que estaban colados el uno por el otro.

Ahora, Rhumi estaba sentada muy modosita, con las piernas bien juntas y la falda estirada, observando cómo jugaban los demás. A sus catorce años, se consideraba ya demasiado mayor para esas actividades.

– Yo no quiero ser como ella, mi señor -respondió Ariel.

– Pues es una chica muy guapa y educada, y sabe cantar y recitar poemas.

– Eso también lo sé hacer yo.

– Cierto, pero Rhumi sabe además leer y hacer cuentas. Con un poco de suerte, se convertirá en la nuera del jefe de la Horda Roja.

– Yo no quiero ser nuera de nadie, mi señor. Yo quiero manejar una espada y convertirme en Tahedorán como tú.

– Me temo que eso va a ser complicado.

– ¡Soy Atagaira, y tú me dijiste que hay Atagairas que también son Tahedoranes!

La mirada de Derguín se nubló: Ariel comprendió que había dicho algo inoportuno. Eso le recordó algo que le había contado su madre. «Tu padre me traicionó con una de esas viragos de Atagaira, que se hacía llamar maestra de la espada. Esa ramera lo pagó caro.»

Trató de borrar aquel pensamiento. Su madre y la cueva de Gurgdar eran el pasado. Para ella sólo había un presente: tah Derguín, el Zemalnit.

– ¿Vienes ya, Derguín? -llamó Kratos-. ¡No tenemos toda la tarde!

– Cierto -respondió Derguín-. La Torre de la Sangre no es el mejor lugar para que a uno le sorprenda la noche. -Se agachó, le dio un beso a Ariel en la frente y añadió-: Sigue jugando y divirtiéndote. Cuando nos vayamos de aquí ya tendremos tiempo de atender a tu educación.

Al principio, Ariel estuvo enfurruñada un rato. Pero después le fue imposible no seguir el consejo de Derguín y se divirtió, porque no dejaba de ser una niña que había gozado de muy pocas ocasiones para jugar con chicos de su edad. Además, aunque no tenía las piernas tan largas como algunos de los muchachos, era flexible y escurridiza como una anguila y sabía hacer recortes y quiebros en un palmo de terreno. Y si se cansaba de correr, le bastaba subir de un brinco a un cascote y gritar «¡Santuario!» para que, según las normas del juego, no pudieran cogerla.

Llevaba un rato encaramada a un pedestal de mármol mientras los demás críos se perseguían a unos cuantos metros de ella. Aburrida de tanta seguridad, se estaba pensando si bajar y volver al juego, a riesgo de que los guardianes la capturaran. Fue entonces cuando vio acercarse a una figura ataviada con una capa parda cuya capucha le cubría la cabeza.

– Oh-oh… -murmuró Ariel.

Por la estatura y la anchura de los hombros podría haberse tratado de un hombre, y un hombre bastante alto, pero el andar era ligeramente -sólo ligeramente- femenino. Además, Ariel conocía de sobra esas capas. Entre otras cosas, porque junto con otras pajes le había tocado recoger miles de ellas de las laderas del Maular al día siguiente de la batalla, y clasificarlas por los nombres bordados para devolverlas a sus dueñas.

Así que sabía perfectamente que quien venía hacia ella era una Atagaira.

Se tocó el tatuaje del cuello. Todavía le dolía. Sólo habían pasado dos semanas desde que los tentáculos del ser al que llamaban Iluanka le dejaran una marca.

Aquel recuerdo, y otros peores, como el de ahogarse en el líquido que llenaba el bulbo central de la criatura mientras sentía cómo sus garras le rascaban el interior del cráneo, significaban que era Atagaira de adopción. Así lo había reconocido la reina Tanaquil, y además Ariel había cabalgado con las demás Atagairas desde las montañas hasta el campo de batalla.

Empero, no las tenía todas consigo. En primer lugar, su señor Derguín no estaba delante para protegerla. Tampoco Baoyim, que había entrado con él a la Torre de la Sangre. Y tomando en cuenta que la nueva reina era Ziyam la pelirroja, la misma que había exigido que la ejecutaran por entrar en Atagaira disfrazada de chico…, en fin, Ariel no esperaba nada bueno de ella.

La desconocida se detuvo a un par de pasos. Encaramada al pedestal, Ariel quedaba a su misma altura, pero aquella mujer debía medir uno noventa. Se encontraban bajo la sombra de las altas paredes de la Roca de Sangre, de modo que la Atagaira se bajó la capucha. Aun así, la luz debía de molestarla, porque arrugó la frente y entrecerró los ojos. Tenía los iris rosados, el rostro tan blanco que se le transparentaban las venillas y su cabello era del color de la arena. A su manera era bella, como casi todas las Atagairas, pero también inquietante. Ariel la reconoció: Antea, la jefa de las Teburashi.

– La reina quiere verte.

– ¿Para qué?

– Eso no se le pregunta a una reina, niña.

– Pues yo sí se lo pregunto. ¡Y no pienso ir contigo!

Estar encima de la piedra podía protegerla jugando a guardias y ladrones, pero no en la vida real. Ariel sabía que si esa musculosa guerrera la agarraba por el brazo o se la echaba al hombro como un fardo, no podría escapar de ella. Pero no se encontraban en Atagaira, ni siquiera en el campamento de las Atagairas. Si empezaba a gritar -y cuando quería, sabía chillar como un gorrinillo en la matanza-, acudirían en su auxilio.

La mujer estiró el brazo. Ariel reculó, sin bajarse aún del trozo de columna.

– No pretendo llevarte por la fuerza. Sólo quería apartarte el pelo un poco para ver una cosa. ¿Me dejas?

Ariel refunfuñó algo que podría haber significado Está bien. Desde que dejó de fingir que era un niño no se había vuelto a cortar el cabello. Después de tanto tiempo pelándose, la melena caoba le había empezado a crecer con una rapidez asombrosa y ya le llegaba casi a los hombros.

– Llevas la marca de la dragona. Eres una privilegiada, ¿sabes? La reina Tanaquil también tenía un dragón. Ni siquiera una entre cada mil mujeres recibe ese tatuaje.

Antea se arremangó y le enseñó el suyo, ligeramente por encima del

codo.

– El mío es un barbo. Se parece a tu dragón porque tiene esa especie de barbas, pero no es más que un pez. No dice mucho de mí. ¿Qué crees que puede significar? ¿Que tengo la piel resbaladiza, que soy más boba que un pez o que los sobacos me huelen a pescado?

Aunque fuera una Atagaira, y tan alta y musculosa que su presencia imponía temor, Antea tenía algo que inspiraba confianza. A Ariel se le escapó una carcajada; sólo oír la palabra «sobacos» le hacía gracia. Sin embargo, después añadió:

– Me parece muy bien. Pero, si no me dices para qué quiere verme la reina, no pienso ir.

– ¡Qué testaruda eres! El Zemalnit y tú llegasteis a Atagaira con un amigo. Un hombre barbudo y grande como un oso.

– ¡El Mazo!

Ariel sintió un nudo en el estómago. Si en el harén de Acruria no hubieran descubierto que él era en realidad ella, una niña infiltrada ilegalmente en Atagaira, El Mazo no habría muerto acuchillado por la espalda. ¡Y era Ziyam, precisamente Ziyam, quien lo había apuñalado!

– Hay algo que no sabes -añadió Antea-. Tu amigo está muerto, pero no muerto del todo.

– ¿Cómo se puede no estar muerto del todo?

Durante su breve experiencia fuera de la cueva donde se había criado, Ariel había presenciado violencia más que de sobra, y por el momento no había visto a ningún cadáver levantarse del suelo. Según su señor Derguín, Togul Barok lo había hecho después de que él lo atravesara de parte a parte con la espada. Pero se suponía que Togul Barok tenía sangre divina, y El Mazo no.

– Hay magias muy poderosas en este mundo, más de lo que una jovencita como tú puede sospechar -insistió Antea.

Ariel puso los brazos en jarras.

– Yo he visto el poder de la Espada de Fuego. Y una vez yo misma la…

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