¿Y si era cierto? Ziyam se mordió el labio. No podía evitarlo, le gustaba clavar sus grandes ojos azules en los demás, varones o mujeres, y comprobar los estragos que causaban. Ahora eres reina, no princesa. Debía intentar imitar a su madre, fría como un témpano y lejana como el Cinturón de Zenort.
Por otra parte, cuando vio a Kratos montar a caballo y alejarse con su séquito hacia el Kimalidú, la Roca de Sangre, no pudo evitar que ciertas imágenes fantasiosas acudieran a su mente. Decían de él que era un gran Tahedorán, acaso el mejor de Tramórea, superior incluso a Derguín. ¿Sería tan buen amante como espadachín? Atractivo no le faltaba. Era evidente que atesoraba más experiencia que el Zemalnit, y también irradiaba más autoridad.
Se preguntó qué le parecería a Derguín si ella y Kratos se acostaban. ¿Se pondría celoso? ¿Furioso con su antiguo maestro? Por un momento fantaseó con Derguín desenvainando la Espada de Fuego para pelear por ella.
Deja de pensar en el maldito Zemalnit, estúpida, se dijo, furiosa al notar que, como cada vez que pensaba en él, se le había hecho un nudo en la boca del estómago. ¿Qué maldición le había lanzado Pothine? ¿Qué pecado había cometido contra la diosa del amor para merecer tal castigo?
Lo mejor que le podía ocurrir, concluyó, era que Derguín desapareciera de su vida. O directamente del mundo de los vivos. Esta última también era una posibilidad interesante.
Al caer la tarde, se celebraron los funerales por las guerreras caídas, a las que enterraron en el mismo lugar en el que la caballería de las Atagairas había chocado contra los Glabros y sus pájaros del terror. Las exequias de la reina tendrían que esperar, ya que debían celebrarse en Acruria. Mientras tanto, para que no se corrompiera, su cuerpo fue introducido en un féretro lleno de nieve y hielo de las montañas. Aquel ataúd era una reliquia de épocas pretéritas, cuando las Atagairas dominaban saberes ya perdidos. Por fuera era de madera, pero su interior estaba recubierto por una sustancia plateada que mantenía el frío durante semanas y semanas. Era una tradición llevarlo a la guerra por si la reina moría en combate.
Como nueva monarca, Ziyam tuvo que asistir a los funerales, pronunciar las plegarias a Taniar y a Iluanka y un elogio a las caídas. La ceremonia terminó casi al amanecer. Cuando regresó a la tienda, Antea le dijo:
– Majestad, deberíamos hablar de nombramientos y condecoraciones, porque hemos tenido…
– Después, Antea. Después. Ahora tengo que descansar. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí.
Ziyam creyó leer en los ojos de Antea un reproche. Tu madre primero cumplía su deber y después dormía, o algo así. Pero la jefa de la guardia se limitó a asentir con gesto grave.
Pese a la fatiga, le costó conciliar el sueño. Se había acostado en la tienda de Ulisha, que les había correspondido a las Atagairas por el expeditivo procedimiento de los dados. Acostumbrada a las estancias excavadas en la roca de Acruria, la alcoba del pabellón se le hacía demasiado grande, de modo que la había dividido con biombos y cortinas. Aun así, extrañaba la cama y no encontraba postura en que la pierna magullada no le doliera.
En el entresueño, la imagen de Derguín le acudía una y otra vez a la cabeza. Hubo un momento en que oyó nítidamente su voz, llamándola con dulzura.
– Ziyam… Ziyam…
Al abrir los ojos creyó por un momento que estaba de vuelta en su habitación de paredes de piedra. Pero seguía siendo la tienda, y aunque las cortinas estaban cerradas no evitaban que se filtrara la luz del día. Quien la llamaba era Antea, que como jefa del Teburash ejercía también funciones de chambelán y ayuda de cámara.
Ziyam se dio cuenta de que, por debajo de la manta, tenía ambas manos entre los muslos, impregnadas de la calidez de sus ingles y de algo más. ¿Habría llegado a gemir en sueños imaginándose a Derguín?
Maldito seas mil veces, se dijo al recordar al causante de sus tormentos.
– Perdona, majestad. Ya ha pasado el mediodía.
Ziyam apartó la manta y se incorporó. Antea la ayudó a vestirse. En las cuevas de Acruria habría llevado una suave túnica, pero aquí, en campaña, se puso un pantalón de montar y una camisa de lino, y sobre ésta un jubón acolchado con el escudo de la dragona. Ropa demasiado cálida para un día de postrimerías de verano en aquel sequedal azotado por el sol, pero era una reina en guerra, y como tal debía ataviarse.
– Ya han empezado a traer el botín y lo están clasificando, majestad. ¿Quieres verlo?
– ¿Por qué no? Comprobemos qué les gustaba robar a esos bárbaros Aifolu.
– Por lo que parece, lo saqueaban todo, majestad. Odiaban las ciudades, pero no los refinamientos que encontraban en ellas.
Los despojos se hallaban en el compartimento más amplio de la tienda, donde, según les habían contado los prisioneros, Ulisha y el Enviado reunían a los generales y capitanes del Martal para hacerles beber una extraña pócima que aumentaba su valor y su agresividad antes del combate. Allí estaban también la tesorera y oficiales de las trece marcas del reino, anotándolo todo en rollos de papiro.
– Despídelas, Antea. Quiero ver esto a solas. Que se quede nada más Yidharil.
– Majestad, tu madre siempre…
– Yo no soy mi madre. Acostúmbrate a ello cuanto antes -replicó Ziyam, que no quería rendir cuentas a nadie de lo que repartía o se quedaba para ella.
Era como un gran bazar, sólo que sin vendedores pregonando sus mercancías. Ziyam se fijó en un vestido azul largo y entallado que sin duda realzaría el color de sus ojos y en una diadema de rubíes que le vendría que ni pintada a su cabellera. Pero enseguida perdió la cuenta de las cosas que le llamaban la atención. Paseó, se agachó, metió las manos en los cofres y dejó que las preseas y las monedas de oro resbalaran entre sus dedos.
Al pasar junto a un montón de cadenas y ajorcas de oro y plata, sintió algo extraño, un pequeño vuelco en el corazón, como si le hubiera dejado de palpitar un instante para luego acelerarse. Sin saber muy bien por qué, se detuvo allí y abrió un hueco en la pila con la punta de la bota.
Debajo había un escudo de madera, de forma vagamente triangular, con el lado superior recto y los otros dos redondeados. Tenía tres enormes rubíes rojos encastrados, y en cada rubí había tres diminutas perlas negras.
El escudo desprendía un intenso hedor. Ziyam lo levantó del suelo y examinó su interior. Dentro había restos de piel y de carne pegados. Tardó unos segundos en comprender que era una cara humana adherida a la madera.
– No sé cómo puede haber llegado esta porquería aquí, majestad -dijo Yidharil-. Ordené que le arrancaran los rubíes y la tiraran, pero…
– ¿Qué clase de objeto es éste? -Pese al olor, Ziyam era incapaz de apartar la mirada de aquella cara vista del revés, como un molde de cera.
– Según los prisioneros, es la máscara que llevaba Yibul Vanash, el profeta al que llamaban el Enviado. Nadie llegó a contemplar nunca su verdadero rostro.
– Pues yo lo tengo delante ahora mismo. Aunque, visto así, es difícil imaginar cómo eran sus rasgos. -Le entregó la máscara a Yidharil-. Que le arranquen la carne y la limpien bien, y que me la traigan.
– Esta misma noche haré que…
– Media hora.
En el tiempo exigido, la tesorera le trajo de vuelta la máscara. Ziyam no habría sabido decir por qué la quería, pero lo cierto era que al verla se había olvidado de todos los tesoros, incluso de los vestidos que había pensado en probarse.
– Han tenido que arrancar la carne con cuchillos, y luego la han limpiado a conciencia con un cepillo de crin -explicó la tesorera.
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