– El problema no será que los Trisios tomen o no tomen la ciudad al asalto, sino el hambre -dijo Ahri-. Normalmente en Mígranz había provisiones para tres años. Pero cuando nos marchamos de allí los almacenes se estaban quedando vacíos. Además nos llevamos la parte proporcional a nuestro número, dejando allí menos de un décimo.
– Eso es lo que comenta Grondo -dijo Kratos-. Y se queja de que les ha sido muy difícil conseguir más comida. Los precios se han quintuplicado en toda la región, y muchos campesinos se niegan a vender por más dinero que se les ofrezca. Para colmo, Mígranz se les ha llenado de refugiados. Un cúmulo de desastres…
– ¿Y qué pide Grondo? -preguntó Aidé.
– Que acudamos a ayudarle.
– ¿Que le ayudemos? Él fue quien vaticinó que moriríamos de hambre en el camino a Malabashi y se burló de nosotros. Ahora el destino que nos profetizó cae sobre él por cobarde.
Kratos miró de reojo a Aidé. Por suaves que fueran sus rasgos, podía ser dura como una roca y no perdonaba una. Aunque la amaba, no olvidaba que esa mujer le había pedido que matara a Forcas. No hay nada que se le ponga por delante, pensó, y no por primera vez. En eso Aidé se parecía a su padre Hairón, el anterior Zemalnit.
– Yo nunca simpaticé con Grondo, pero…
No hizo falta que añadiera el motivo. Grondo era uno de los capitanes que se hallaba con Aperión el día en que éste le mostró a Kratos la cabeza cortada de su amante, Shayre. Cuando Kratos entró en Urtahitéi, Grondo tuvo los reflejos necesarios para retroceder y dejar que fuesen otros quienes sufrieran la ira de su espada Krima. Con el tiempo, Forcas lo ascendió a general, y Kratos y él hicieron las paces. Grondo se había disculpado alegando: «Aperión me obligó». Un argumento que Kratos tuvo que escuchar de más de un oficial.
– … pero me entristece no poder ayudarle. Mígranz se encuentra muy lejos. Para cuando quisiéramos llegar, todo habría terminado. Además, nuestro sitio está en el sur. Lejos de la plaga, lejos de los Trisios y lejos de Áinar.
A él mismo, Ainari como era, le pareció mentira haber pronunciado esas palabras. Pero sospechaba que en las fronteras de Áinar pronto iban a producirse movimientos militares. Aunque la Horda había conseguido derrotar al Martal, no era cuestión de tentar a la suerte. El nuevo emperador, Togul Barok, podía movilizar incluso más soldados que los Aifolu y, sobre todo, mucho más disciplinados.
Ahri, que había seguido leyendo la carta por su cuenta, dijo:
– Pues, por lo que cuenta Grondo, también están pensando en pedir ayuda a los Ainari. Eso parece más lógico.
– Si se la dan, convertirán Mígranz en un puesto avanzado de Áinar – respondió Aidé-. Mi padre se revolverá en su tumba.
– Es mejor pertenecer a Áinar que ser aniquilado por los Trisios -dijo Kratos-. En cuanto a la tumba de tu padre, estoy seguro de que los Ainari la respetarán.
– No me refería a eso, y lo sabes. Era una forma de hablar.
Creo que hoy vamos a acabar discutiendo, pensó Kratos. Mejor sería que se buscara algo que hacer lejos de ella, como organizar los festejos por la victoria. Pero, por el momento, debía responder a la petición de sus hermanos del Norte. Con un pesado suspiro, le dijo a Ahri:
– No es necesario que uses la lente para escribir. No será un mensaje tan largo. Apunta. «Mi querido Grondo. Por desgracia…»
TIENDA DE LA REINA ZIYAM, QUE ANTES LO FUE DE ULISHA
Al día siguiente a la batalla, Ziyam tuvo que reunirse con Kratos May. Puesto que Invictos y Atagairas se habían convertido en aliados improvisados, la reina y el general de la Horda decidieron redactar y firmar un pacto por el que se comprometían a no luchar jamás entre ellos. Kratos pidió a Ziyam que respetara el derecho de los Invictos a asentarse en Pasonorte, el feudo que les había prometido la reina de Malib.
– No nos gusta tener un ejército como el vuestro tan cerca de Atagaira – objetó Ziyam.
– Hay más de doscientos kilómetros hasta vuestras montañas -respondió Kratos-. Ni el más exagerado de los poetas podría decir que eso es «cerca».
En realidad, Ziyam ya había pensado en ceder a aquella exigencia, que consideraba razonable. Había más motivos para no empecinarse. Meses antes, cuando llegó la noticia de que la Horda Roja iba a establecerse en las tierras de Malabashi, la mayoría de las Atagairas se dedicaron a alardear de cómo iban a arrebatarles a sus miembros el título de «Invictos», junto con otros atributos. Pero a la hora de la verdad, las impresionaron el valor y la disciplina de aquellos hombres que se habían atrevido a lanzar un ataque contra un ejército diez veces superior. Ya no las entusiasmaba tanto la idea de enfrentarse a ellos, en parte por admiración y en parte por un sano temor.
De modo que Ziyam accedió, con la intención de apretarle las clavijas a Kratos en la negociación por el botín. Éste era mucho mayor de lo esperado; tanto que, al ver las cuentas, a los oficiales que acompañaban a Kratos y a las Atagairas del séquito de la reina se les iluminó la mirada con el brillo del dinero, y hubo quienes se frotaron las manos y se relamieron sin el menor recato. Telas, pieles, vestidos, especias, vino, cerveza, ganado, esclavos, ebanistería, candelabros, trípodes, calderos, herramientas, armas incontables, joyas, y sobre todo plata y oro en lingotes y en monedas. Millones y millones de monedas, tantos que tuvieron que usar los dedos para no perder la cuenta de los ceros.
– Oí decir que los Aifolu despreciaban las posesiones materiales -comentó un hombre delgado y de ojos saltones, con una estrella de siete puntas tatuada en la frente. Kratos lo había presentado como Ahri, su contable y nomenclador. En ambos aspectos demostraba sus cualidades. Había memorizado a la primera los nombres de las quince Atagairas que acompañaban a Ziyam, y manejaba a tal velocidad los cálculos que Yidharil, la tesorera de la reina, apenas podía seguirle con el ábaco.
– Para nuestra suerte, se ve que no era así -respondió Kratos.
Ziyam propuso repartir el botín a partes iguales. Algunos de los oficiales de Kratos se opusieron.
– Nosotros cargamos con el peso de la batalla, y hemos sufrido muchas más bajas. ¡Debemos llevarnos al menos dos tercios! -protestó uno de ellos, un tipo siniestro con una cicatriz que le atravesaba la cuenca vacía del ojo. Al mirarlo, Ziyam estuvo a punto de tocarse la marca de la mejilla, pero se contuvo. «Una reina no se rasca, ni se toca las narices ni las orejas, ni nada»,
solía decir su madre.
La discusión se prolongó cerca de una hora. Sin embargo, Kratos parecía un hombre razonable y finalmente impuso su criterio sobre el de sus oficiales.
– Recordad que la avaricia agujerea la bolsa más que una polilla. La mitad de este botín es mucho más de lo que habríamos ganado al servicio de Samikir durante veinte años. Yo estoy de acuerdo con la reina.
De modo que Ahri y Yidharil se quedaron trabajando sobre las listas del botín, mientras los demás abandonaban la reunión.
Al salir juntos de la tienda del ya difunto Ulisha, Kratos se acercó a Ziyam sin llegar a rozarla y le dijo en voz baja:
– Dicen que «del viejo el consejo». ¿Me permites uno, majestad?
– Cuentan que no luchaste precisamente como un viejo, tah Kratos. Pero te escucho.
– Si quieres que te traten como reina, compórtate como reina. Ya es suficiente con una Samikir.
A Ziyam se le borró la sonrisa del rostro.
– No te entiendo.
– Seguro que sí, majestad. Tienes unos ojos muy bonitos. Pero no es necesario que lo recuerdes a cada momento parpadeando con tanta languidez.
Con una inclinación de cabeza, Kratos se marchó. Caminaba con zancadas de soldado, largas y rápidas. Cuando Ziyam quiso pensar en una réplica, ya estaba demasiado lejos. ¿Se había atrevido a insinuar que ella había estado coqueteando con él?
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