Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Ziyam acercó la nariz. Sólo olía a jabón. Era extraño, porque la madera suele retener los olores. Pero luego se percató de que en la parte interior del cambuj había una superficie negra donde debía encajar el rostro. Su tacto era liso, como de metal, pero no tan frío, y estaba sembrada de minúsculas púas doradas que dibujaban una extraña trama simétrica.

Al acercarse para examinar mejor aquellas púas, Ziyam sintió la extraña tentación de ponerse la máscara. Acababan de arrancar de ella unos pingajos de carne y piel que una vez fueron el rostro de un hombre, lo que demostraba que no era precisamente inofensiva, y sin embargo el impulso de taparse la cara con ella resultaba tan intenso como una llamada.

De hecho, creyó oír una vocecilla, susurrante como el viento entre la nieve. Ziyam. Ziyam. No provenía de la máscara; sonaba dentro de sus oídos, como si aún hubieran quedado en ellos los restos del sueño.

– Acompáñame -ordenó a Antea, y a Yidharil le dijo-: Sigue con el recuento del tesoro. Pero borra esta máscara de la lista.

– No estaba en ella, majestad.

– En tal caso, no la incluyas.

Ziyam se retiró a la alcoba y se sentó en la cama. La tentación era cada vez mayor. Si le hubieran puesto delante a Derguín, el objeto de su obsesión, no le habría hecho ningún caso. Sólo tenía ojos para los tres rubíes y las nueve perlas.

Ojos. Eso era. Comprendió que se trataba de tres ojos, cada uno con otras tantas pupilas. Los ojos del dios que exigía a los Aifolu sacrificar decenas de miles de vidas.

– Me la voy a poner, Antea.

– Majestad, es peligroso. Ya has visto lo que le hizo a la cara de ese hombre.

– ¿Qué sabes tú del Enviado, Antea?

– He oído que llevó esta máscara puesta durante años. No se sabe cómo podía ver con ella, pero lo cierto era que se las arreglaba. Pese a que era cojo, dicen que nunca daba un traspié.

– Quiero saber qué veía el Enviado.

– Esa máscara es un objeto demoníaco, majestad -dijo Antea, haciendo una higa contra los maleficios.

– No pienso dejármela puesta durante años, Antea. -Al lado de la cama había una mesilla con un pequeño reloj de arena-. Dale la vuelta. Cuando la ampolleta de abajo marque la primera raya, quítamela.

Conteniendo el aliento, Ziyam se acercó la máscara al rostro. Entre las púas quedaban unos huecos. Comprendió que eran para los ojos. Al menos, no se clavaría en ellos aquellos pinchos. Estás cometiendo la mayor insensatez de tu vida, se dijo, pero sus manos habían cobrado voluntad propia y siguieron acercando la máscara a su rostro.

Cuando su piel entró en contacto con las púas estuvo a punto de gritar, pero descubrió que la voz no le brotaba de la garganta. Los pinchos, que no medían más de medio centímetro, se alargaron de repente y se clavaron en su rostro como finísimos puñales, cientos de ellos, taladrando y hurgando sus mejillas, su frente y su nariz. Sintió un dolor tan intenso como cuando, a los quince años, entró en la cueva sagrada y los tentáculos de Iluanka se clavaron en su cuerpo.

Pero el dolor desapareció tan rápido como había venido. Ziyam notaba las púas dentro de su carne, pero ahora en lugar de hacerle daño irradiaban un extraño cosquilleo. Los músculos de su rostro empezaron a moverse por sí solos respondiendo a esas corrientes, como si los manejaran los hilos de un titiritero, y Ziyam escuchó una voz que susurraba en tonos casi inaudibles. Se dio cuenta de que esa voz brotaba de su propia garganta y se modulaba en su boca, pero no era la suya. Pues la máscara se había apoderado de su rostro.

¿Quieres a ese hombre? Yo te lo daré. Te lo entregaré para lo que tú quieras hacer con él. Amarlo, humillarlo, encadenarlo a tu lecho, torturarlo, convertirlo en tu rey, quemarlo en una pira.

¿Qué debo hacer?, quiso decir Ziyam, pero no era dueña ni de su garganta ni de sus cuerdas vocales, y la pregunta quedó silenciada en su mente.

No importaba. La máscara sabía leer sus pensamientos.

Debes venir a pedírmelo. Yo te lo daré, pero sólo si me lo pides en persona.

¿ Y dónde estás? ¿Adónde debo acudir a pedírtelo?

Has de viajar hacia el sol poniente y…

De pronto la luz volvió. Antea le había quitado la máscara.

– ¡No! ¡Iba a decírmelo! ¡Iba a decirme dónde debo ir!

– ¡Majestad! Nadie iba a decirte nada. Eras tú quien hablaba en un idioma que no había oído en mi vida. Sólo entendí algo del Zemalnit. Después…

De pronto, Antea se calló y se llevó la mano a la boca. Al darse cuenta de que la estaba mirando fijamente, Ziyam recordó cómo los pinchos de metal se habían clavado en su piel y en su carne. ¿En qué desecho sanguinolento habrían convertido su rostro?

– ¡Dame el espejo, rápido!

Al contemplar su imagen comprendió el asombro de Antea. Las púas de la máscara no habían dejado ninguna herida en su cara, ni siquiera signos de rojez o eczemas.

Lo más pasmoso era que la marca del hierro candente había desaparecido.

– ¡Santa Pothine! -exclamó Ziyam. Por si los ojos la engañaban, se tocó la mejilla izquierda, y después se la apretó y la pellizcó. La piel estaba tan suave como en el resto de la cara.

– ¿Cómo puede ser que lo que destruyó el rostro de aquel hombre haya curado el tuyo, majestad?

Ziyam sonrió. No podía apartar los ojos del espejo. En aquel momento, hechizada por su propia imagen, sin duda merecía el apodo de Princesa Nenúfar.

– La magia de esta máscara es poderosa. -Si ha hecho esto con mi rostro, seguro que puede cumplir su palabra y entregarme a Derguín, pensó. Por fin, dejó el espejo sobre la cama-. No le dirás nada de esto a nadie, Antea.

– Pero, majestad, aunque yo calle tu cara lo dirá todo. Cuando te vean pensarán que tu curación es obra de brujería.

– Consígueme una venda y esparadrapos. Me taparé la mejilla y diré que me he puesto un emplasto para curarme. Cuando pase un tiempo, me lo quitaré.

– Es una buena idea, majestad.

– Pues ¿a qué esperas para traerme lo que he pedido?

Antea frunció el ceño y esperó sin moverse.

– ¿Y bien?

– No creo que sea prudente que vuelvas a ponerte la máscara, majestad. De momento te ha hecho bien, pero los objetos mágicos son caprichosos. Quién sabe qué podría ocurrirte si la utilizas de nuevo.

– ¿Y qué podría ocurrirme según tú?

– Quizá ahora te deje una marca igual en la otra mejilla, o te produzca úlceras en los ojos, o haga que te broten verrugas en la nariz.

De imaginarse algo así, a Ziyam se le pusieron los pelos de punta. Lo que decía la jefa de su guardia tenía sentido.

– No tocaré la máscara, puedes estar tranquila. Bien está lo que ha pasado hasta ahora. No tentaré al destino.

Y así lo hizo. De momento. Cuando Antea regresó, la máscara reposaba dentro del arcón donde la joven reina guardaba sus túnicas. Antea le colocó una venda blanca en la mejilla y se la pegó con cuidado. Ziyam se dio cuenta de que al tocarla le temblaban un poco los dedos. A ella, capaz de levantar en horizontal una espada de dos kilos y medio sin que se le moviera un ápice la punta.

Deseo. Admiración. Tal vez deberían volver a ser amantes, al menos una vez, para reforzar la lealtad de Antea. Más adelante, se dijo la reina. Personalmente, no sentía una gran atracción por aquella mujer tan alta y musculosa. Pero sabía que su cuerpo, como ahora sus riquezas y su poder, era una posesión que podía negar y conceder a capricho.

CERCANÍAS DEL PRATES

La máscara!

Alguien había vuelto a utilizar la máscara. Mucho antes de lo esperado.

De haberse encontrado encarnado en su aspecto humano, Ulma Tor habría sonreído. Pero ahora era una gran sombra alada, compuesta a medias de sustancia normal y de materia oscura: la forma más parecida que podía adoptar a la que tenía antaño, cuando era uno de los Tíndalos en la vastedad del Onkos, cuando podía desplazarse a su antojo por diez de las once dimensiones.

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